6

Maurice llegó a eso de las dos de la tarde al edificio con aire distraído. Estaba pensando en la ropa que necesitaba comprar y el tedio que le daba empezar a dar vueltas por las tiendas para ello. Pero ahora que debía proyectar la imagen de un próspero hombre de negocios, sus jeans y camisetas habían pasado a la historia. Tal vez también debía quitarse la barba.

Se paseó las manos por ella sintiendo un poco de pesar; se había acostumbrado a llevarla, así que decidió posponerlo.

Al llegar al piso donde estaba su apartamento la vio, y de inmediato dio la media vuelta. Ella corrió a él.

—¡Por favor! –suplicó—. ¡Eres mi única esperanza! –Maurice se volvió a girar y caminó en derredor como si buscara algo—. ¿Qué… qué pasa?

—Estoy buscando las cámaras.

—¿Qué… cámaras?

—Las que has mandado instalar aquí, seguramente tomando el video de cómo me acosas para luego reírte a tus anchas con tus hermanas y amiguitas.

—No… No estoy tomando ningún video.

—¿Entonces me estás diciendo que la prima más parecida a mi ex mujer viene aquí y me pide que me case con ella en serio?

—Yo te amo…

—¡Ya para con eso!! –gritó él—. Cada vez que escucho algo como eso salir de los labios de una mujer ¡siento náuseas!

—Entonces no te lo diré más… ¡aunque es la verdad!

—¿Por qué rayos me persigues tanto, mujer? ¿Qué te he hecho yo? –los ojos de ella se humedecieron.

—Quiero estar contigo –él se echó a reír, pero entonces, su mente le dio otro sentido a esas palabras y la miró de arriba abajo. Sí, tenía la misma estatura de Stephanie, la misma cara, los mismos ojos y hasta el mismo cabello. Pero ¿tendría las mismas curvas debajo de toda esa ropa?

Esta de aquí no se vestía nada parecido a Stephanie. Su esposa adoraba los vestidos ajustados, y que destacaran sus curvas, o sus senos. Nunca se rebajaba a usar algo que no fuera de diseñador, y siempre llevaba fuertes perfumes que dejaban un halo cuando pasaba. Y él, idiota, había amado todo eso.

Ahora, estaba frente a lo que parecía ser la versión buena de su difunta esposa. La santa.

Vestía ropas anchas, que no destacaban para nada su figura, sin forma, y abrochado todo hasta el cuello. Su cabello estaba recogido en un horrible rodete a la altura de la nuca, y no tenía encima ni pizca de maquillaje. Además, parecía estar perfumada sólo con lo del jabón, y ya.

Tal vez se estaba haciendo la santa y la virgen.

O tal vez en verdad lo era.

La miró a los ojos.

En ningún momento, la posibilidad de que esta mujer de aquí estuviera diciendo la verdad se había colado en su mente. Su naturaleza era pensar mal de todo y de todos, pero en especial, de las mujeres. Y ahora esta duda venía y se metía en su mente.

Se acercó a ella hasta dejarla entre él y la pared. Ella no parecía asustada, y le sostuvo la mirada.

—¿Me amas? –ella cerró sus ojos y asintió—. ¿Desde cuándo?

—Desde… siempre –él sonrió sarcástico. Qué respuesta tan ambigua.

—No eres Stephanie salida del infierno, ¿verdad? –él incluso olisqueó alrededor como buscando alguna señal de azufre.

—Si Stephanie está en el infierno –contestó ella—, espero que no salga de allí en toda la eternidad—. Él la miró un poco estupefacto. En su voz había habido tanto rencor como nadie más que él mismo podía sentir, y tuvo que echarse a reír.

—Ahora comprendo todo –rio él—. Eres una prima que odiaba terriblemente a Stephanie –ella esquivó su mirada, pero aquello fue suficiente respuesta para él—. Y claro, ahora quieres vengarte de alguna pilatuna que te hizo en la infancia casándote con el que fue su marido. ¿No es así? Has hecho una apuesta contigo misma y estás decidida a conseguirlo –ella negó.

—Sería muy tonto de mi parte unirme en matrimonio con un hombre sólo por vengarme de alguien. Estaría… creando un infierno para ti y para mí.

—¿Y qué crees que nos espera si yo de casualidad te dijera que sí? –él hasta ahora no había mencionado esa posibilidad, y ella abrió grandes sus ojos, esperanzada.

—Yo te haría muy feliz.

—Sí, claro.

—Pondría mi empeño cada día, cada hora, cada mañana para que te sientas amado, especial, bendecido. Igual… igual… Só-sólo… —respiró profundo. Hablar con él era fácil por alguna fantástica razón, pero el milagro se obstruía cuando intentaba decirle mentiras—. Yo…

—¿Tú qué?

—Estoy… Estoy… Oh, Dios… Estoy enferma—. Él la miró ceñudo. El pecho de ella estaba agitado, y Maurice esperó a que se calmara. Cuando ella abrió sus ojos, lo miró directamente, como esperando una respuesta, y Maurice se cruzó de brazos.

—No me casaré de nuevo. Jamás—. Ella mordió sus labios, sintiéndose derrotada.

—Entonces moriré sin saber lo que es la vida –susurró, y no tartamudeó porque era la verdad—. Sin saber lo que es el amor.

—Oh, vaya. ¿No conoces el amor? –rio él—. Es horrible. Te consume. Te hace débil y luego te mata.

—Yo no soy Stephanie.

—No hace falta que lo seas –gruñó él—. Ya sé lo que arde cuando juegas con fuego. He jurado no volver a pasar por algo así, y no lo haré. Gracias por tu oferta, pero no estoy interesado.

—Sólo será un año.

—Un solo día será demasiado.

—Yo sería una buena esposa.

—¡Ah, por todos los diablos! –exclamó él. Al momento, unos ancianos, sus vecinos, entraron por el pasillo, y la primera reacción de Maurice fue abrir la puerta y meter a Abigail dentro.  

Ella fue dócil y se dejó llevar. Con un poco de brusquedad, la puso contra la pared y cerró la puerta, y entonces algo demasiado horrible para ser cierto ocurrió. Maurice se halló contra ella, que estaba de cara a la pared, y su cuerpo se pegó al de ella.

El aroma de sus cabellos lo invadió de repente, y eso que estaban atados, y todo su cuerpo reaccionó. Se sintió casi como una rosa que se abre pétalo a pétalo, y la imagen fue tan clara en su cabeza, que se asustó y se alejó de ella súbitamente.

Ella, ignorante de lo que había pasado en su mente y en su cuerpo, se giró y lo volvió a encarar. El apartamento estaba en penumbras, y el sonido de su ropa al moverse casi lo vuelve loco.

—Vete –le pidió él. Ella guardó silencio—. Por Dios, mujer, vete.

—Te he dicho…

—Te violaré si no te vas. ¡Vete! –ella no se asustó, sólo permaneció allí, de pie y quieta, como retándolo a violarla de verdad.

Eso, hazlo, se dijo él. No violarla exactamente, sino, ya sabes, ser duro, asustarla.

—Te estoy dando tu última oportunidad –dijo él entre dientes, pero ella ni se movió, y Maurice rugió. Se acercó a ella, la volvió a poner de espaldas y le subió la falda hasta sus caderas. Ella gimió, no supo si de susto o simple sorpresa. Metió las manos al interior de sus bragas y no se sorprendió cuando rozó sus vellos en su pubis. Esta chica no se depilaba—. Es esto lo que tendrás si te casas conmigo, ¿sabes? –le advirtió él en tono áspero. Se desabrochó el pantalón y se ubicó en su entrada, sin embargo, no entró. Era como si le estuviese dando todas las oportunidades para que saliera corriendo, para que se salvara y lo salvara a él de esto. De alguna extraña manera, él supo que, si traspasaba la línea, estaría cavando su propia tumba.

Pero ella no corrió, ni lloró, ni pidió ayuda. Sólo se estuvo allí, quieta y con la respiración levemente agitada.

—Que no se diga que no te lo advertí –y dicho esto, la penetró.

Abigail gimió entonces. Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo vibraron, las palmas de sus manos se humedecieron y dejaron su huella sobre el empapelado de la pared. ¡Tenía a Maurice dentro! ¡Estaba dentro de su cuerpo!

¡Y dolía!

No llores, se dijo. Te buscaste esto. Nadie te aseguró que sería suave, o placentero.

Sólo había leído acerca del sexo en algún libro de medicina. Como su madre odiaba las novelas románticas, ni siquiera había tenido oportunidad de hacerse a una idea, aunque fuera equivocada de lo que era la intimidad. Sabía que para que nacieran los bebés debía haber algo más que besos y caricias, pero ahora entendía los murmullos de sus hermanas y su madre cuando hablaban de “las cosas de pareja”. Ellas siempre actuaban y se referían a ello como “el deber conyugal”, de lo molestos que se volvían los hombres con el tema, pero hasta ahora, no había tenido idea de lo que en verdad era.

—Maldita sea –volvió a gruñir él—. ¿Eras virgen? –ella se quedó quieta, con los ojos humedecidos, todo su ser adaptándose a él. Su cuerpo estaba reaccionando, lo sentía en sus senos, en sus dedos, en sus labios… allí. Ah, había dolido, pero él ahora estaba quieto y el dolor había casi desaparecido. No sabía que ocurriría si él volvía a moverse, pero de momento se sentía bien. Muy bien—. ¡Mierda, m****a, m****a! –exclamó él, y salió de su cuerpo.

—¡No! –gritó ella, aunque el movimiento dolió. Se sintió vacía, huérfana—. ¡Maurice!

—¿Por qué no me dijiste? –ella pegó la frente a la pared, y él volvió a acomodarle las bragas en su lugar, y luego la falda—. Maldición, nunca le quité la virginidad a nadie, ¿sabes? –ella lo miró extrañada.

—Stephanie…

—Stephanie no era virgen –dijo él con amargura—. Ahora, vete.

—Pero…

—Vete. No me casaré contigo, ya te lo dije.

—¿Aunque te ame? –él sólo se echó a reír—. ¿Y si quedara embarazada? –ahora él paró su risa y la miró asombrado.

—¿De veras crees que quedarás embarazada, o es una broma?

—Es así como se hacen los bebés, ¿no?

—¿En qué extraño planeta has vivido todo este tiempo? –ella esquivó su mirada.

—En la casa de mis padres, una bonita mansión, pero que encierra tras sus ventanas y puertas unas horribles rejas de hierro. Si están en mi mente o no, no lo sé, pero para mí, es peor que una prisión—. Lo miró a los ojos con lágrimas brillando en los suyos, lágrimas que se veían a pesar de la oscuridad—. Quería que tú me salvaras.

—No puedo salvarme ni a mí mismo. Buscaste al héroe equivocado –ella asintió y se secó las lágrimas que habían rodado.

—De todos modos –sollozó—. Te amo. Sé que te molesta escucharlo, pero es así. Te amo. Nadie te amará jamás como te amo yo.

—Eso es muy presumido de tu parte.

—Nadie te amará jamás como te amo yo –insistió ella, ahora con voz severa, como si en vez de una afirmación, fuera una amenaza, y dicho lo cual, abrió la puerta y salió por ella antes de que él volviera a echarla.

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