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Él habló por unos minutos con su primo, no supo de qué, y luego volvió a ella.

—¿Vamos a almorzar? –ella asintió. Esta mañana apenas había tomado un jugo con galletas en su apartamento por las prisas que habían tenido, y le rugía el estómago. Notó que él le ponía la mano en la cintura y caminaba con ella hasta el auto que los había llevado y traído toda la mañana.

Cuando entraron al restaurante, el teléfono de él sonó.

—Ah, David –le escuchó decir al tiempo que le corría la silla para que ella se sentara—. Te lo contó la abuela, ¿eh? –hizo una pausa—. Sí, claro, Michaela. ¿Esta noche? Vale. Sí, la llevaré.

Él la miró, y volvió a sonreír, como si David le hubiese dicho algo chistoso.

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