Dulce Verdad
Dulce Verdad
Por: Virginia Camacho
INTRODUCCIÓN

—Es increíble que no puedas hacer una cosa por ti misma. En serio, Abigail. ¿Tengo que recordarte cada cosa a cada instante? –exclamó Theresa Livingstone a su hija—. Te dije claramente que tenías que venir en ayunas, ¿es que no puedes mantener esa boca cerrada? Si tu padre no fuera un hombre que gana dinero, nos habrías arruinado hace tiempo porque no paras de comer y comer. ¡Mírate! ¡Avergüenzas!

Abigail apretó los dientes sin decir nada, y luego miró fuera del auto en el que iban a través de la ventanilla. No había querido ir en ayunas a la cita de ahora porque nunca era necesario, y tampoco era como si hubiese acabado con las reservas de la casa; ¡sólo se había tomado un jugo de naranja! La regañina de su madre no sólo era injusta, sino también innecesaria, pues nunca le hacían un examen que requiriera ir en ayunas. Sospechaba que su madre lo hacía sólo por mortificarla, pero esto era normal en ella; estaba segura de que Bob, el conductor que ahora las llevaba hacia el consultorio del doctor John Frederick, estaba escuchando cada palabra que le decían, y conociendo su buen corazón, la estaría compadeciendo también.

Debería estar acostumbrada, se dijo. A ella la regañaban constantemente por todo y por nada. Había nacido defectuosa, torpe, muda, asmática, gorda.

Se miró las manos, y notó que éstas empezaban a temblar.

Iría al consultorio del doctor Frederick, como era habitual cada cierto tiempo por insistencia de Theresa, como si fuera alguna enferma crónica, o contagiosa, o de gravedad, y éste le diría lo de siempre: que no tenía nada en su corazón, ni en sus pulmones; y luego añadiría con cierto desdén que su asma no era más que una manera de llamar la atención de sus padres y familiares.

Y su madre le creería como se le cree a un dios y la regañaría de nuevo todo el camino de vuelta.

Theresa siguió hablando sin parar aun cuando el auto se detuvo y Bob le abrió la puerta, subieron al ascensor y entraron al consultorio del doctor y se sentaron. Luego, le contó al doctor que Abigail había tenido su periodo con regularidad, que comía más de la cuenta y no tenía ningún hobbie o actividad en el que invirtiera todo su tiempo libre. Le contaría también que este mes había tenido sólo un ataque de asma y fue cuando Jason, el hijo menor de su hermana Charlotte, había caído por la piscina. Abigail no habló para nada, y eso que era su cita. Pero esto también era normal.

El doctor Frederick, como siempre, la hizo sentarse en su camilla, le miró los ojos, los oídos, la boca, le escuchó el corazón, los pulmones y demás, y dijo lo de siempre: ella estaba bien.

La razón por la que Theresa seguía llevando a su hija mayor de veintinueve años como si fuera una niña especial al mismo médico a pesar de que éste le daba siempre la misma respuesta era todo un enigma, pero como siempre, ella no dijo nada.

Salió del consultorio desganada, y se recostó a la puerta suspirando y cruzándose de brazos. Otra vez una mañana aquí y ella no había podido ni abrir la boca. Tal vez, un día de éstos, debía ella misma hablar con el doctor, gritarle si era posible que veía estas visitas innecesarias, pero, ¿para qué? Además, dudaba que pudiese conseguirlo, siempre que intentaba entablar una conversación con alguien que no fuera de su familia, su garganta se cerraba y de ella no salía una sola palabra, más que balbuceos que la hacían parecer como una auténtica idiota subnormal. Ella era parte de ese ínfimo porcentaje de personas en el mundo que sufría un trastorno del lenguaje llamado tartamudez. Sólo el siete por ciento de la humanidad lo padecía, y sólo el uno por ciento de esa cantidad eran mujeres, así que, si alguna vez le faltaban motivos para pensar que era especial, este era uno grande para recordar.

Se mordió los labios y miró la puerta con deseos de abrirla y hacer su fantasía realidad.

Inténtalo, se dijo. Intenta hablar por ti misma con el doctor. Dile que sólo te sientes ahogada en tu casa, al lado de una madre terriblemente controladora, tres hermanas menores perfectas, con sus esposos perfectos y sus hijos perfectos con las que constantemente te están comparando, pues ella sólo había sido una chica con demasiada mala suerte al nacer así. Su primera palabra la dijo a los siete años, y ya entonces su padre se avergonzaba de ella y su madre la escondía cuando llegaban sus amigas a casa. Sus hermanas la mitad del tiempo la tenían por idiota, y la otra, la compadecían, y el servicio a veces pensaba que además era sorda y cuando estaban cerca de ella cuchicheaban acerca de todo, y si le iban a decir algo, era a los gritos.

Era difícil. Era frustrante, pero esta era su vida diaria.

Cuando cumplió los dos años y seguía sin pronunciar palabras, la llevaron a un médico especializado y éste dijo que su laringe estaba en perfecto estado. Descartaron todo tipo de trastornos y síndromes, pues era inteligente, aprendía rápido y su motricidad era tan buena como la de cualquier niño a su edad. Nada explicaba por qué no hablaba.

—Tengo una hija idiota –había dicho entonces Arnold Livingstone con tanto desprecio que ella guardaba esa mirada en su memoria como un grabado a fuego en su piel. Y aún la miraba así; no recordaba una sola palabra amable que su padre le hubiese dirigido jamás.

Afortunadamente para los Livingstone, Theresa dio a Luz a tres hijas más: Charlotte, Christine y Candace. Éstas sí eran normales, sí fueron a la escuela, y actualmente todas estaban casadas. Habían salvado el apellido haciendo uniones fructíferas y sólidas con grandes hombres de negocios o de buena familia. Abigail seguía soltera y en casa a sus veintinueve años.

No había ingresado a la escuela como sus hermanas, pues le trajeron los profesores a la casa; no sabía si porque de verdad le era imposible llevar una vida académica normal, o por no avergonzar más el apellido Livingstone. De este modo, no tuvo amigas de la escuela, ni bailes de graduación, ni viajes de curso.

Había aprendido el lenguaje de señas, pero la cantidad de personas que lo conocían era ínfima, así como las oportunidades de hablar con desconocidos. Cuando de casualidad le permitían ir a una reunión social, permanecía apartada en un rincón observando a las demás chicas divertirse. Vio casarse a sus hermanas menores una por una con maridos ricos, guapos y perfectos, de familias igual de ricas y bien posicionadas en la esfera social. Cuando ellas se fueron de viaje, de paseo o de fiesta, y sus hijos les estorbaron, allí estaba la tía Abby para que los cuidara gratis toda la noche, o toda la semana.

A Abby nunca le presentaban chicos, Abby nunca había tenido un novio, Abby permanecía intacta a través del tiempo; otro mueble de la casa. Nunca nadie le preguntó por sus deseos y anhelos, y los tenía, muchos. Quería también tener un hogar propio, hijos, y un hombre al que darle todo su amor. No eran sueños elevados para ninguna mujer, pero para ella era algo inalcanzable.

Puso la mano sobre el pomo de la puerta y la abrió cuidadosamente, sin hacer el más mínimo ruido. Su madre estaba ahora en su propia consulta, pero ella quería hablar con el doctor. Él la conocía desde niña, y tal vez tuviera un consejo que darle.

—No sé –decía Theresa, y aunque Abigail no la veía, imaginaba que estaba sentada frente al escritorio del doctor—. Tal vez hasta deba agradecerle a Dios el haber tenido una hija anormal –Abigail abrió grandes sus ojos al escuchar eso. ¿Ella anormal? ¡Nunca escuchó a su madre referirse a ella así! ¡Y eso que creyó haber escuchado todos los insultos que se podían! –Mis otras hijas se casaron, y tienen sus familias. ¿Quién me cuidará en mi vejez? Es bueno que Abigail permanezca en casa, no importa si es tonta; sabe manejar el tensiómetro, por lo menos.

Y Abigail pudo verlo: ella cuidando a su madre en su vejez con cada achaque que le gustaba inventarse, llevándole el té a la cama en los días que no quería levantarse, escuchando sus sermones, sus regaños, sus insultos hasta que ella misma envejeciera y se consumiera.

Sintió que le faltaba el aire.

Cuando detectó los síntomas de un ataque de asma, salió del consultorio y corrió hacia los baños. Sacó su inhalador de su pequeño bolso, pero lo dejó caer y éste rodó por el suelo de los baños.

Respira, respira, se dijo. Tú sabes respirar, vamos. Lento por la nariz, toma aire.

El aire no entraba, o no salía, no sabía, y el ataque de asma llegó en toda regla. Sin embargo, y como siempre, no se rindió; siguió luchando contra sí misma y respirar con cierta normalidad. Luego, cansada, con los ojos anegados en lágrimas, lloró sola en el baño.

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