Tras ocho años matrimonio, Emma y Gabriel enfrentan una herida en su relación: la imposibilidad tener hijos. Gabriel, con un deseo ferviente de ser padre, siente cómo las presiones familiares y los tratamientos fallidos comienzan a consumir el amor que los unió. Emma, siempre optimista, lucha contra su propio dolor y la constante crítica de los demás. En la noche de Navidad, rodeados por la felicidad ajena y comentarios insensibles, su relación alcanza un punto de quiebre. Esa noche marca el inicio de un viaje lleno de emociones, donde ambos tendrán que enfrentarse a sus temores, separarse y redescubrir quiénes son. Pero el destino tiene una sorpresa guardada: un milagro que llegará justo a tiempo para recordarles el verdadero significado del amor y la familia.
Leer másEmma MarínAprieto la mandíbula, sintiendo el escozor de sus palabras como si me hubiera abofeteado. El sarcasmo de su tono atraviesa la habitación y casi puedo oír la respiración colectiva. Está claro que mi inesperado embarazo ha proporcionado la munición perfecta para la afilada lengua de Reina.—Parece que has estado ocupada —continúa, con la insinuación envuelta en terciopelo.Su insinuación flota en el aire, una acusación tácita que amenaza con deshacer la frágil paz que acabo de empezar a tejer a mi alrededor desde mi regreso.—Reina —digo, con voz sorprendentemente firme mientras me giro hacia ella, la reina de los insultos—. Guau, me tienes impresionada, te has superado a ti misma con el carro de bienvenida.Las palabras resbalan de mis labios, impregnadas de un sarcasmo que rivaliza con el que ella ha dominado a lo largo de los años.Hay algo liberador en el ingenio mordaz cuando es tu único escudo. El corazón sigue latiéndome de prisa, pero en mi interior florece una sensac
Emma MarínEstoy sentada en la habitación en penumbra, con el corazón latiendo a un ritmo que es más un tambor de guerra que una canción de cuna.La reacción de Gabriel, o debería decir su falta de reacción, al embarazo, sigue flotando en el aire como esa fruta demasiado madura que no puedes arrancar del árbol. Es el silencio, la ausencia de lo que esperabas, lo que más grita.—Debería haber traído fuegos artificiales —murmuro para mis adentros, el sarcasmo, mi fiel escudo—. Tal vez así conseguiría un parpadeo o un movimiento de cabeza. Luego pienso, que quizás no debí haber regresado, tal vez me hubiese quedado a tener a mi hijo sola.Aunque una parte de mí comprende lo que siente Gabriel, otra parte está herida y piensa que mi hijo y yo hemos sido despreciados por él. Pero antes de que mi pensamiento se pierda en ese camino, mi mirada se desvía hacia la pequeña Sandra, pegada a mi lado con la tenacidad de un koala.Se quedó de nuevo dormida, y es ajena a los nubarrones que se ciern
Sus palabras me desarman por completo. Quiero creerle, pero el dolor y la desconfianza siguen ahí, como una herida abierta. Me doy cuenta de que tengo miedo a creer, porque si vuelvo a perderla, no podré soportarlo. Pero también sé que mi orgullo me está frenando.—¿Y qué se supone que haga ahora, Emma? ¿Seguir como si nada? ¿Fingir que estos meses de angustia no existieron? ¿Qué me destrozaste el alma cuando te fuiste?Emma baja la mirada, acariciando suavemente su vientre. —No te pido que finjas nada. Solo te pido una oportunidad para explicarte, para intentar arreglar lo que rompí.Sandra se remueve entre sus brazos, sus ojitos abriéndose lentamente. Al verme, su rostro se ilumina.—¡Papá! —exclama, extendiendo sus bracitos hacia mí.Sin pensarlo, me acerco y la tomo en mis brazos, abrazándola con fuerza. El aroma de su cabello, la calidez de su pequeño cuerpo contra el mío, todo me recuerda por qué luché tanto por encontrar a Emma y ser una familia, pero ahora estoy aterrado. Era
Gabriel Uzcátegui.—Gabriel, —Emma repite, su voz más firme, esta vez. Se incorpora lentamente, con cuidado de no despertar a Sandra. —No esperaba que llegaras tan pronto.Me quedo inmóvil, incapaz de dar un paso hacia ellas o de retroceder. Mis ojos van de Emma a Sandra, y luego al vientre de Emma. Es como si estuviera viendo tres versiones diferentes de mi vida, pasado, presente y futuro, todas mezcladas en una sola imagen surrealista.Sé que debería estar feliz, porque eso significa que vamos a tener un hijo, pero no puedo, Mi mente es un torbellino de pensamientos y confusión que me están llevando al borde de la locura.El cansancio, la búsqueda interminable y el miedo a no ser suficiente me golpean con toda su fuerza, y en ese instante, me siento perdido, como si nada de lo que hubiera hecho hasta ahora pudiera cambiar el peso de los errores del pasado.—¿Qué está pasando? —Logró preguntar, finalmente, mi voz, apenas un susurro ronco. —¿Cómo...? ¿Por qué...?Emma suspira, acarici
Gabriel Uzcátegui.Las palabras de la recepcionista me golpean como un puñetazo en las tripas. ¿No está? ¿Qué significa que no está? Tiene que estar aquí ¿Dónde más estaría?—¿Dónde está entonces? —exijo, con la voz entrecortada como la de un adolescente.—Su mamá vino ayer a llevársela.Sus palabras me dejan desconcertado, porque, hasta donde sé, Sandra es huérfana, ¿Cómo es que ahora apareció su madre a buscarla? No entendía nada, necesitaba que alguien me explicara.—Necesito hablar con la directora —exigí mientras la mujer negaba con la cabeza. —Lo siento, pero el director no volverá hasta el lunes.—¡¿El lunes?! —resueno, la incredulidad pintando mi voz en un tono de incredulidad. Esto no puede ser. No después de todo lo que he pasado estos días. —No puedo esperar, necesito tener a mi hija conmigo.—Lo siento, hasta ese día ella podrá atenderla.Su sonrisa de disculpa no hace nada para aliviar la opresión que constriñe mi pecho.“Por supuesto. Claro, el lunes”, pienso asintiendo
Gabriel Uzcátegui.Le doy un empujón a la puerta y no me molesto en ver si cerró; no hay tiempo para esas trivialidades cuando todo mi mundo se tambalea al borde del colapso.Mi corazón martillea contra mi pecho con un ritmo que grita urgencia, y puedo sentir su frenético pulso en la garganta mientras bajo corriendo las escaleras.El día se había alargado como cualquier otro hasta que esa mujer me dio la noticia, Emma había regresado, por eso todo se convirtió en una carrera contrarreloj.—Concéntrate, Gabriel —murmuro, y casi choco con un botones desconcertado cuando entro en el vestíbulo del hotel.Le pido disculpas apresuradamente por encima del hombro. Probablemente, piense que he perdido la cabeza. Puede que sí.Subo a mi habitación, cojo mi maleta, tomo mis cosas que las meto sin ningún orden. Esto es nuevo para mí porque soy un hombre extremadamente ordenado, pero esto es de vida o muerte y no tengo tiempo que perder, debo regresar.Fuera, la ciudad está llena de gente que vive
Emma Marín.Al pulsar la pantalla para hacer el pedido, no puedo evitar sonreír. Hoy he salido ganando, no porque haya esquivado al par de brujas Uzcátegui, sino porque la risa de Sandra es prueba suficiente de que estoy haciendo algo bien. Y ahora mismo, eso es todo lo que necesito para seguir adelante.Cuando llegamos al apartamento, giro la llave en la cerradura con un clic satisfactorio y empujo la puerta con la cadera, balanceando una pila de cajas de pizza como la torre de Pisa, porque Sandra no se decidía cuál pedir si pepperoni con anchoa, con maíz, piña… y yo bueno… descubrí que soy una madre muy consentidora, además, es nuestra primera vez juntas y quiero que sea inolvidable para ella.Sandra entra corriendo detrás de mí, con los ojos muy abiertos al ver el acogedor salón bañado por el cálido resplandor de las lámparas de mesa.—Hogar, dulce hogar —, anuncio, dejando nuestro grasiento tesoro sobre la mesita y dejándome caer en el sofá. Los mullidos cojines me envuelven y co
Emma Marín.La pesada puerta del orfanato chirrea en sus bisagras, como si se estuviera despidiendo de nosotros de forma dramática y prolongada. No puedo evitar poner los ojos en blanco ante la teatralidad de todo aquello. Aquí estoy, Emma, adentrándome en lo desconocido con un pequeño manojo de optimismo agarrado a mi mano. Sandra me agarra con firmeza, sus pequeños dedos se enredan con los míos en una promesa de aventura compartida. El sol proyecta un resplandor dorado a su alrededor, coronándola con una luz que parece hacerse eco de la esperanza en su mirada de ojos abiertos.—¡Mira, Em! Estoy tan feliz de haber salido de allí otra vez.La emoción de Sandra se desborda y es contagiosa, con su risa haciendo cosquillas en el aire. Me trago el grumo de ansiedad que amenaza con empañar este momento. —Yo también, es como si el día nos estuviera poniendo la alfombra roja —, respondo, forzando una sonrisa mientras mi corazón baila nervioso, porque hasta ahora no me había dado cuenta de
Gabriel Uzcátegui.El aire acondicionado me golpeó como una bofetada en la cara cuando entré en la oficina, dejando atrás el abrazo húmedo de la ciudad. Aquí todo son luces fluorescentes, zumbando y el chasquido de los teclados. De los cubículos asoman cabezas que parecen suricatos y los ojos giran en mi dirección. Supongo que no encajo muy bien con mi traje desaliñado, mis sombras oscuras debajo de los ojos.—¿Puedo ayudarle? La recepcionista suena más recelosa que acogedora, mirándome por encima del borde de sus gafas.—Buenas tardes, busco a la señorita Emma Uzcátegui —me doy cuenta de que digo su apellido de casada y corrijo —, Emma Marín —, suelto, con la voz demasiado alta en el silencio del vestíbulo. —Necesito hablar con ella, urgentemente.Me mira de arriba abajo, con el escepticismo grabado en las líneas de la frente. Hay una pausa lo bastante larga como para que me plantee la idea de gritar el nombre de Emma hasta que aparezca o hasta que los de seguridad me echen, lo que