Gabriel Uzcátegui.La sala de partos era un caos ordenado. Un oxímoron, sí, pero no había mejor forma de describir el flujo constante de enfermeras moviéndose con propósito mientras Emma permanecía en la cama. Yo, en cambio, me sentía como un intruso con bata. Estaba ahí no solo porque quisiera acompañarla, sino porque también Emma quería que estuviera, pero una pequeña voz en mi cabeza seguía susurrándome que quizá debería estar esperando fuera como los esposos en las películas antiguas.Emma me miró desde la cama, sus ojos chispeando con una mezcla de determinación y dolor.—No me sueltes la mano— ordenó.—No se me ocurriría —respondí, apretando su mano con suavidad mientras intentaba no pensar en cómo la estaba aplastando cada vez que le venía una contracción¿Es posible perder la circulación en los dedos de forma permanente? Quizás debería buscarlo después en internet.El médico entró con una sonrisa profesional que no combinaba con la intensidad del momento.—Todo está progresan
Gabriel Uzcátegui.La felicidad de llevar a Emma y a nuestro pequeño Sandro Gabriel a casa fue efímera. No porque no estuviera emocionado, sino porque la realidad de lidiar con un recién nacido golpeó con la fuerza de un huracán. Sandro comía cada dos horas, sin importarle la hora del día, si no habíamos dormido en las últimas veinticuatro horas. Veía a Emma, intentaba mantenerse firme, pero estaba agotada. Las primeras dos semanas fueron un torbellino de llantos, no solo del bebé, sino también de ella. Su madre, que había estado con nosotros los primeros días, tuvo que marcharse, y con su partida, Emma quedó enfrentando sola el peso de la maternidad reciente.Una noche, después de ver a Emma llorar por no poder calmar al bebé, me di cuenta de que algo tenía que cambiar. La amaba demasiado para verla desmoronarse de esa manera.Así que decidí tomar el control de las noches. Sin decirle nada, empecé a levantarme cada dos horas para alimentar a Sandro y calmarlo. Hacía que pareciera
Gabriel Uzcátegui.El sonido del timbre rompió la tranquilidad de nuestra mañana. Me quedé congelado por un momento, deseando que el timbre no despertara a Sandro, a quien acababa de dormir y lo hacía pacíficamente. Emma, que estaba en la cocina preparando el desayuno, levantó la cabeza con curiosidad.—¿Esperas a alguien? —preguntó.Negué con la cabeza, dejando la taza de café a medio beber. Caminé hacia la puerta, mis pasos acompasados por la incertidumbre. No esperaba visitas y, sinceramente, tampoco las quería.Cuando abrí, el aire helado me golpeó antes de que pudiera procesar lo que estaba viendo. Allí, de pie en el umbral, estaban Reina y Gregorio, mis padres. Mi primer instinto fue cerrar la puerta. El resentimiento se alzó como una barrera, por lo ocurrido meses atrás. Intenté cerrar la puerta, pero Reina extendió la mano, deteniendo la puerta antes de que pudiera cerrarla.—Gabriel, por favor…—dijo con una voz que no había escuchado antes, suave, casi suplicante.—No creo
Gabriel Uzcátegui.Un año después. Otra navidad.El sol apenas comenzaba a asomarse, lanzando rayos dorados a través de las cortinas de nuestra habitación. La suave luz iluminaba el rostro de Emma, quien seguía dormida a mi lado. Su expresión era de pura serenidad, y no pude evitar sonreír al verla así.Cuando abrió los ojos, nuestras miradas se encontraron, y un silencioso entendimiento pasó entre nosotros. No necesitábamos palabras; esta paz, esta calidez, era lo que habíamos estado buscando durante tanto tiempo.—Buenos días…— murmuró Emma con una sonrisa perezosa.—Buenos días, mi amor…— respondí, inclinándome para besar su frente.Nos quedamos así un momento, disfrutando de la tranquilidad antes de que el día comenzara.En el salón, el aroma del pino fresco llenaba el aire. Sandro Emmanuel, con su pequeño pijama decorado con renos, estaba sentado frente al árbol de Navidad al lado de su hermana mayor. Sus manitas curiosas intentaban alcanzar los adornos más bajos, que habíamos c
Emma Uzcátegui. Cinco años después de aquella Navidad que reunió a nuestra familia, la vida se había transformado en algo que ni Gabriel ni yo podríamos haber imaginado. La casa estaba llena de risas, pequeños pies corriendo por todas partes y un caos hermoso que había aprendido a amar. Sandro Emmanuel, nuestro pequeño explorador, ya tenía seis años. Era una mezcla perfecta de curiosidad y travesura. Cada día encontraba algo nuevo que desmontar o investigar, siempre con preguntas que ponían a prueba nuestros conocimientos y paciencia. Pero los verdaderos protagonistas de esta nueva etapa eran los gemelos, Gabriela y Samuel. Los gemelos habían llegado hace cuatro años, cambiando nuestras vidas por completo. Gabriela, con su sonrisa traviesa y su habilidad para manipular a todos con su encanto, era una pequeña líder en potencia. Samuel, en cambio, era el tranquilo y observador, siempre atento a su hermana y al mundo que lo rodeaba. Ambos llenaban la casa de energía y ternura. San
Emma UzcáteguiCamino por la sala de estar, con zancadas cortas y afiladas como un metrónomo a doble velocidad. Cada vez que me giro al final de la alfombra, un mechón de pelo oscuro me cae en la cara, un pequeño recordatorio de que incluso mi cuerpo se rebela hoy. El reloj hace un tic tac odiosamente alto, y una tortuosa cuenta atrás para el momento en que Gabriel entra por esa puerta. Mi mente juega al ping-pong con la esperanza y el miedo, una y otra vez, una y otra vez. Es agotador.“Emma”, murmuró para mis adentros, “tienes que calmarte. Es solo una llamada. Una noticia que podría cambiarte la vida y destrozarte el alma. No es para tanto”, digo cerrando los ojos sin poder contener esa angustia que anida en mi pecho.Y es que siempre es así, de los últimos siete años y medio de matrimonio, cada mes, ha sido una espera tormentosa, a la que un par de años después se le habían sumado doce tratamientos de fertilidad para quedar embarazada, y todos infructuosos.El sonido de unas llav
Emma Uzcátegui Caminamos al auto tomados de la mano, hacemos el trayecto en completo silencio, con una mezcla de miedo, esperanza, angustia, ansiedad. El camino se nos hace eterno y el silencio solo es llenado por cada tictac del reloj de aguja de mi muñeca, el cual siento que retumba en mi pecho. Las manos me sudan, y los dedos de Gabriel golpean con suavidad el volante; nos miramos con tanta incertidumbre mientras esperamos que el semáforo cambie a verde. Cuando por fin llegamos al estacionamiento del hospital, soy la primera en bajarme con un largo suspiro. Gabriel apaga el motor y me alcanza en la acera. Nuestros ojos se encuentran, y veo reflejado en los suyos el mismo torbellino de emociones que siento en mi interior. Tomamos aire al unísono y nos dirigimos hacia la entrada del hospital. El olor a desinfectante me golpea, apenas cruzamos las puertas automáticas. La recepcionista nos mira con una sonrisa practicada mientras nos acercamos al mostrador. Gabriel aprieta mi mano
Emma Uzcátegui.Después de esa llamada, fuimos invitados a la fiesta de Navidad de la familia y ahora estoy aquí aislada en una isla de apariencias y luces centelleantes, aferrada a mi copa de Cabernet, un salvavidas en medio de la locura navideña.La habitación se arremolina con jerséis navideños tan brillantes que podrían guiar el trineo de Papá Noel a través de una ventisca. Bebo un sorbo, el rico vino apenas enmascara el sabor de mi propio cinismo.En serio, si vuelve a sonar «Jingle Bell Rock» por los altavoces, puede que me meta un tronco de Navidad dentro.Al otro lado de la habitación, Gabriel está en su elemento, animado y vivo entre el caos, como un reno entre elfos. Sus hermanos se apiñan a su alrededor y sus risas ponen el contrapunto a las canciones navideñas que he puesto mentalmente en mi lista negra. Ahí está, alto y algo menos despreocupado de lo que yo recordaba.Esos mechones grises prematuros en sus sienes son como pequeñas insignias de los juegos injustos de la vi