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Capítulo 2. Sueños al límite.

Emma Uzcátegui

Caminamos al auto tomados de la mano, hacemos el trayecto en completo silencio, con una mezcla de miedo, esperanza, angustia, ansiedad. El camino se nos hace eterno y el silencio solo es llenado por cada tictac del reloj de aguja de mi muñeca, el cual siento que retumba en mi pecho. 

Las manos me sudan, y los dedos de Gabriel golpean con suavidad el volante; nos miramos con tanta incertidumbre mientras esperamos que el semáforo cambie a verde. Cuando por fin llegamos al estacionamiento del hospital, soy la primera en bajarme con un largo suspiro.

Gabriel apaga el motor y me alcanza en la acera. Nuestros ojos se encuentran, y veo reflejado en los suyos el mismo torbellino de emociones que siento en mi interior. Tomamos aire al unísono y nos dirigimos hacia la entrada del hospital.

El olor a desinfectante me golpea, apenas cruzamos las puertas automáticas. La recepcionista nos mira con una sonrisa practicada mientras nos acercamos al mostrador. Gabriel aprieta mi mano con fuerza cuando doy nuestros nombres y el motivo de nuestra visita.

—Por favor, tomen asiento. El doctor los llamará en unos minutos, —nos indica la mujer, señalando una sala de espera cercana.

Nos hundimos en las sillas, rodeados de otras personas, con rostros tensos y miradas perdidas. El tiempo parece arrastrarse, cada minuto se siente como una eternidad. Observo el ir y venir de enfermeras y médicos, preguntándome qué noticias nos esperan. 

Mi corazón parece una locomotora y un sudor frío recorre mi espalda. Me llevo mi mano libre al vientre, mientras en mi interior hago una oración silenciosa. “Por favor, señor, concédeme la dicha de estar embarazada y que en mi vientre ya esté creciendo mi pequeño”.

Me abrazo a la esperanza como un náufrago, a un salvavidas en el medio de un tormentoso mar.

Gabriel rompe el silencio con un susurro. 

—Pase lo que pase, estamos juntos en esto, ¿vale?

Asiento, incapaz de formar palabras. El nudo en mi garganta amenaza con ahogarme. Justo cuando creo que no puedo soportar la espera ni un segundo más, escucho una voz.

—Señor y señora Uzcátegui, pasen adelante, el doctor los espera.

Nos ponemos de pie como impulsados por un resorte. Ha llegado el momento de la verdad.

Cuando mi esposo pone la mano en la perilla de la puerta, siento como si estuviera a punto de explotar una granada. Nos miramos por unos segundos y yo no  puedo apartar los ojos de él; este hombre que encarna la fuerza parece ahora un muñeco de papel a merced de la tormenta que se avecina.

Entramos y el doctor nos estaba esperando con una expresión neutra.

—Buenas tardes —saludó Gabriel, porque yo ni siquiera encontraba mi voz.

La de él se quiebra, parece como una grieta en el dique que retiene un mar de emociones. Permanezco inmóvil, como una estatua involuntaria, observando al médico.

No invita a sentarnos y yo lo hago casi de manera mecánica, siento esa sensación de irrealidad, como si mi espíritu estuviera desconectado de mi cuerpo.

No soy religiosa, pero de nuevo me encuentro regateando en silencio con todas las deidades que se me ocurren. Que sean buenas noticias. Que sean buenas noticias. Prefiero las noticias mediocres a la alternativa que me destroza el alma.

—Señora Uzcátegui, señor Uzcátegui —comienza el doctor, su voz profesional y calmada—. Tengo los resultados de sus exámenes.

Siento que el tiempo se detiene. El aire se vuelve denso, casi irrespirable. Gabriel aprieta mi mano con tanta fuerza que casi duele, pero ni siquiera puedo sentirlo realmente. Todo mi ser está concentrado en las palabras que están por salir de la boca del médico.

El doctor toma una carpeta de su escritorio, la abre y mira los papeles por un momento que se me hace eterno. Luego, levanta la vista y nos mira directamente.

—Los resultados indican que... —Hace una pausa, y juro que puedo escuchar los latidos de mi corazón resonando en mis oídos—... lo siento…

No escuchó las últimas palabras porque mis oídos se desconectan, solo miro a mi esposo como una estatua, sin reaccionar, aunque sus ojos se convierten en dos pozos de lágrimas, mientras yo siento que una mano gigante e invisible me aprieta con fuerza.

—¿Gabriel? — pregunto, con una voz diminuta en medio de la cacofonía del silencio que nos envuelve. 

Sé la respuesta antes de que se gire para mirarme, pero una parte masoquista de mí necesita oírla.

Sus ojos azules, esas ventanas al alma robusta de la que me enamoré, están apagados por la derrota. Es como si alguien hubiera apagado el interruptor del espíritu vibrante que solía iluminarlos. 

—Es negativo —, dice, las palabras cayendo entre nosotros como un gigantesco bloque.

No. Mi mente se rebela contra la simple palabra, un susurro insidioso que amenaza con deshacer todo lo que hemos construido, cada sueño compartido y promesa susurrada en la oscuridad.

—Negativo —repito, mudamente, las sílabas extrañas en mi lengua. Saboreo la amargura de la palabra, agria y punzante. 

Los escenarios esperanzadores que he representado en mi cabeza se deshacen en polvo, dejando un enorme agujero donde solían vivir.

—Emma... —Extiende la mano, pero yo ya me estoy moviendo, acortando la distancia entre nosotros en piloto automático. Lo rodeo con los brazos, no sé si para mantenerlo unido o para no derrumbarme.

—Oye, no pasa nada —, miento a través de la opresión en mi garganta, mi voz, haciendo una terrible imitación de tranquilidad. —Ya... ya se nos ocurrirá algo.

Pero mientras me aferro a Gabriel, sintiendo los temblores que sacuden su cuerpo y la respiración entrecortada que se escapa de sus labios, me pregunto cuántas veces puedes recomponer algo antes de tener que aceptar que puede que nunca vuelva a estar entero.

El silencio se extiende en el consultorio, una gruesa manta que ninguno se atreve a apartar. El médico se queda en silencio, mientras veo el dolor crudo grabado en los ojos de Gabriel, reflejando los míos. Es como si ambos nos hubiéramos quedado sin palabras, nuestro vocabulario reducido a la nada ante esta marea implacable de decepción.

—Supongo que este año la Madre Naturaleza no va a recibir nuestra tarjeta del Día de la Madre —, suelto, con un chiste frágil y vacío. Mi intento de hacer humor es como arrojar una piedra a un abismo y esperar que resuene.

Gabriel suelta una risita a medias.

—Sobrevivirá —, se las arregla, con las comisuras de los labios crispadas en una triste apariencia de diversión. 

Pero sus ojos azules, esas ventanas al alma de las que me enamoré perdidamente, están nublados por una tormenta de la que no puedo protegernos.

Las lágrimas me nublan la vista, pero parpadeo con obstinación. Si vamos a caer, que sea bromeando, ¿no?

El doctor carraspea suavemente, recordándonos su presencia. Nos mira con compasión, sus ojos cansados, revelando que ha tenido esta conversación demasiadas veces.

—Sé que esto es difícil de escuchar, —dice en voz baja—, pero quiero que sepan que todavía hay opciones. Podemos discutir los próximos pasos cuando estén listos.

Asiento, mecánicamente, las palabras flotando sobre mí sin penetrar realmente. Gabriel aprieta mi mano, un gesto silencioso de apoyo.

—Gracias, doctor —murmura. —Pero no podemos seguir así, más de doce médicos, doce tratamientos de fertilidad en los últimos seis años… no podemos más… esto nos desgasta

El doctor asiente comprensivamente, sus ojos llenos de empatía. 

—Lo entiendo. Han pasado por mucho. Tómense el tiempo que necesiten para procesar esto. Mi puerta siempre estará abierta si deciden explorar otras opciones en el futuro.

Salimos del consultorio como zombis, nuestros pasos pesados y sin rumbo. El pasillo del hospital parece interminable, cada paso un recordatorio doloroso de nuestros sueños rotos. 

—¿Quieres ir a casa? —pregunta Gabriel suavemente, su voz ronca por las lágrimas contenidas.

Niego con la cabeza. La idea de volver a nuestro hogar, con esa habitación vacía que hemos estado preparando con tanta ilusión, me resulta insoportable. 

—No puedo... no todavía.

—¿El parque, entonces? —sugiere, conociendo mi lugar de refugio cuando las cosas se ponen difíciles.

Asiento agradecida. El parque, con sus árboles antiguos y el sonido reconfortante del agua de la fuente, siempre ha sido mi santuario.

Caminamos en silencio, nuestras manos entrelazadas como si fuéramos náufragos, aferrándonos el uno al otro en medio de una tormenta. El cielo, como burlándose de nuestro dolor, está de un azul perfecto, sin una sola nube a la vista.

Nos sentamos en nuestro banco habitual, frente al estanque donde los patos nadan despreocupadamente. Una madre pato pasa nadando con sus patitos en fila india tras ella. Aparto la mirada, el nudo en mi garganta amenazando con ahogarme. Hasta ella puede tener sus crías, pero yo no.

—¿Sabes qué es lo peor? —digo finalmente, rompiendo el silencio. —Que, por un momento, realmente creí que esta vez sería diferente. Que finalmente tendríamos nuestro milagro.

Gabriel me atrae hacia sí, sus brazos fuertes, rodeándome como si pudiera protegerme del mundo entero. 

—Lo sé, amor. Yo también lo creí.

—¿Y ahora qué? —pregunto mi voz, apenas un susurro. —¿Seguimos intentando hasta que nos quedemos sin dinero o cordura? ¿O simplemente... nos rendimos?

Justo en ese momento, el teléfono de Gabriel repica. Cuando mira la pantalla, es su madre y ambos nos miramos sin saber qué hacer.

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