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Capítulo 4. El impacto inicial.

Emma Uzcátegui.

Gladys se adelanta, radiante, y toma la mano de su madre.

—¡Estoy embarazada! —exclama con una sonrisa triunfal. —¡Mi esposo y yo vamos a tener un bebé!

La sala estalla en aplausos y felicitaciones. Abrazos, besos y lágrimas de alegría fluyen libremente mientras la familia celebra la noticia. Yo me quedo paralizada, incapaz de moverme o hablar. Es como si el tiempo se hubiera detenido y yo fuera la única persona congelada en este momento.

Gabriel aprieta mi mano, pero no puedo mirarlo. Sé que si lo hago, me derrumbaré aquí mismo, frente a todos. Así que me quedo quieta, con una sonrisa forzada pegada en mi rostro, mientras observo cómo Gladys es rodeada por un mar de familiares emocionados.

—¿No es maravilloso, Emma? —dice Glenda a mi lado, con los ojos brillantes de emoción. —¡Vas a ser tía!

Asiento mecánicamente, las palabras atascadas en mi garganta. Quiero estar feliz por Gladys, realmente quiero, pero todo lo que siento es un dolor agudo y punzante en el pecho. Cada felicitación, cada abrazo, cada exclamación de alegría es como un recordatorio cruel de lo que no puedo tener.

—Sí, maravilloso, —logro murmurar, mi voz apenas audible sobre el bullicio de la celebración.

Y como si eso fuera poco, mi otra concuñada, la esposa de Gustavo, anuncia también un nuevo embarazo.

—Necesito aire —le susurro a Gabriel.

Aunque en el fondo deseo que él venga tras de mí y me acompañe, él solo me suelta y en ese momento su hermano se le acerca y se entretiene a hablar con él.

Me escabullo hacia la puerta del jardín. Nadie parece notar mi ausencia mientras salgo al frío de la noche, dejando atrás el calor sofocante de la fiesta y la felicidad que no puedo compartir.

—Libertad —, susurro, la palabra es  un anhelo que se agita dentro de mí, una especie de pájaro en una jaula dorada, soñando con los cielos de lugares lejanos.

Me acercó a la ventana y me pregunto ¿Cómo sería despertar sin el peso de las expectativas, respirar un día que sólo me pertenezca a mí?

Mi reflejo en el cristal helado me devuelve la mirada, un eco fantasmal de deseo. En otra vida, Emma Uzcátegui no se estremece al oír una carcajada ni da un respingo al ver unos zapatitos junto a la puerta, tiene un bebé en brazos mientras otro par juegan entretenidos. Pero aquí, en esta vida, esos sueños parecen tan lejanos como las estrellas que no puedo ver por las nubes.

—Contrólate —, me reprendo a mí misma, viendo cómo mi aliento se disipa al igual que mi determinación. —No estás hecha de azúcar hilado; no te derretirás.

Me reafirmo y vuelvo a la carga. La fiesta bulle con un fervor que tira de los bordes de mi vestido de fiesta, instándome a unirme al baile de la alegría. Respiro profundo y regreso a la sala, veo a los lejos a Gabriel, junto con sus hermanos, sonriendo feliz, como si lo que acababa de ocurrir no le afectara.

Lo veo y escucho reír, un sonido con cuerpo que solía ondular sobre mi piel como agua tibia. Ahora es una melodía tocada en un piano desafinado, discordante y distante. ¿Siente siquiera que la brecha entre nosotros se ensancha, o se ha llenado con el desorden de la felicidad familiar?

“Probablemente, ni siquiera se dé cuenta de mi presencia”, pienso con una burla privada, el humor de mis pensamientos afilado. Es un mecanismo de defensa, el sarcasmo, mi fiel escudo contra las flechas de ineptitud que llueven a mi alrededor.

Los ojos azules de Gabriel parpadean, recorriendo momentáneamente la habitación, y contengo la respiración, con una parte tonta de mí esperando una señal de reconocimiento. En lugar de eso, él fija su mirada en otro lugar, en su madre, que está junto a una amiga de su hermana, que al parecer su familia está empeñada en meterle por los ojos, como si él no fuera casado. Mi corazón se hunde un poco más, si es que eso es posible.

«Emma Uzcátegui, mujer invisible», me concedo el título, aunque no hay capa ni sensación de heroísmo que lo acompañe. Sólo un vacío carcomido que susurra un amor que se me escapa entre los dedos como los finos granos de arena de esos relojes de arena a los que nunca doy la vuelta.

«Fíjate en mí», digo en silencio, pero es como si la telepatía estuviera de vacaciones junto con todo lo que tiene sentido en mi vida. Gabriel retoma la conversación y su risa resuena en las paredes, un duro recordatorio del abismo que nos separa.

“Tal vez sea hora de construir un puente”, pienso, con la idea desalentadora y eléctrica a la vez. ”O tal vez... sólo tal vez... sea hora de alejarme, aunque esta vez físicamente, porque espiritualmente, Gabriel y yo, ya no estamos vibrando en la misma onda y eso me duele profundamente, porque aunque he intentado hablarle, siempre usa una excusa y me evade y yo no puedo seguir así… eso me corroe por dentro, me quita energía y me está apagando lentamente.

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