Emma Uzcátegui.
Gladys se adelanta, radiante, y toma la mano de su madre.
—¡Estoy embarazada! —exclama con una sonrisa triunfal. —¡Mi esposo y yo vamos a tener un bebé! La sala estalla en aplausos y felicitaciones. Abrazos, besos y lágrimas de alegría fluyen libremente mientras la familia celebra la noticia. Yo me quedo paralizada, incapaz de moverme o hablar. Es como si el tiempo se hubiera detenido y yo fuera la única persona congelada en este momento. Gabriel aprieta mi mano, pero no puedo mirarlo. Sé que si lo hago, me derrumbaré aquí mismo, frente a todos. Así que me quedo quieta, con una sonrisa forzada pegada en mi rostro, mientras observo cómo Gladys es rodeada por un mar de familiares emocionados. —¿No es maravilloso, Emma? —dice Glenda a mi lado, con los ojos brillantes de emoción. —¡Vas a ser tía! Asiento mecánicamente, las palabras atascadas en mi garganta. Quiero estar feliz por Gladys, realmente quiero, pero todo lo que siento es un dolor agudo y punzante en el pecho. Cada felicitación, cada abrazo, cada exclamación de alegría es como un recordatorio cruel de lo que no puedo tener. —Sí, maravilloso, —logro murmurar, mi voz apenas audible sobre el bullicio de la celebración. Y como si eso fuera poco, mi otra concuñada, la esposa de Gustavo, anuncia también un nuevo embarazo. —Necesito aire —le susurro a Gabriel. Aunque en el fondo deseo que él venga tras de mí y me acompañe, él solo me suelta y en ese momento su hermano se le acerca y se entretiene a hablar con él. Me escabullo hacia la puerta del jardín. Nadie parece notar mi ausencia mientras salgo al frío de la noche, dejando atrás el calor sofocante de la fiesta y la felicidad que no puedo compartir. —Libertad —, susurro, la palabra es un anhelo que se agita dentro de mí, una especie de pájaro en una jaula dorada, soñando con los cielos de lugares lejanos. Me acercó a la ventana y me pregunto ¿Cómo sería despertar sin el peso de las expectativas, respirar un día que sólo me pertenezca a mí? Mi reflejo en el cristal helado me devuelve la mirada, un eco fantasmal de deseo. En otra vida, Emma Uzcátegui no se estremece al oír una carcajada ni da un respingo al ver unos zapatitos junto a la puerta, tiene un bebé en brazos mientras otro par juegan entretenidos. Pero aquí, en esta vida, esos sueños parecen tan lejanos como las estrellas que no puedo ver por las nubes. —Contrólate —, me reprendo a mí misma, viendo cómo mi aliento se disipa al igual que mi determinación. —No estás hecha de azúcar hilado; no te derretirás. Me reafirmo y vuelvo a la carga. La fiesta bulle con un fervor que tira de los bordes de mi vestido de fiesta, instándome a unirme al baile de la alegría. Respiro profundo y regreso a la sala, veo a los lejos a Gabriel, junto con sus hermanos, sonriendo feliz, como si lo que acababa de ocurrir no le afectara. Lo veo y escucho reír, un sonido con cuerpo que solía ondular sobre mi piel como agua tibia. Ahora es una melodía tocada en un piano desafinado, discordante y distante. ¿Siente siquiera que la brecha entre nosotros se ensancha, o se ha llenado con el desorden de la felicidad familiar? “Probablemente, ni siquiera se dé cuenta de mi presencia”, pienso con una burla privada, el humor de mis pensamientos afilado. Es un mecanismo de defensa, el sarcasmo, mi fiel escudo contra las flechas de ineptitud que llueven a mi alrededor. Los ojos azules de Gabriel parpadean, recorriendo momentáneamente la habitación, y contengo la respiración, con una parte tonta de mí esperando una señal de reconocimiento. En lugar de eso, él fija su mirada en otro lugar, en su madre, que está junto a una amiga de su hermana, que al parecer su familia está empeñada en meterle por los ojos, como si él no fuera casado. Mi corazón se hunde un poco más, si es que eso es posible. «Emma Uzcátegui, mujer invisible», me concedo el título, aunque no hay capa ni sensación de heroísmo que lo acompañe. Sólo un vacío carcomido que susurra un amor que se me escapa entre los dedos como los finos granos de arena de esos relojes de arena a los que nunca doy la vuelta. «Fíjate en mí», digo en silencio, pero es como si la telepatía estuviera de vacaciones junto con todo lo que tiene sentido en mi vida. Gabriel retoma la conversación y su risa resuena en las paredes, un duro recordatorio del abismo que nos separa. “Tal vez sea hora de construir un puente”, pienso, con la idea desalentadora y eléctrica a la vez. ”O tal vez... sólo tal vez... sea hora de alejarme, aunque esta vez físicamente, porque espiritualmente, Gabriel y yo, ya no estamos vibrando en la misma onda y eso me duele profundamente, porque aunque he intentado hablarle, siempre usa una excusa y me evade y yo no puedo seguir así… eso me corroe por dentro, me quita energía y me está apagando lentamente.Emma UzcáteguiLas lágrimas comienzan a salir de mis ojos y me las limpio con rabia.“Basta ya de espumillón y guirnaldas, ¿Puedo ver algo que no brille?”. Pregunto para mis adentro, mi paciencia, deshilachándose cuál toalla vieja.Apenas tengo tiempo de asentarme antes de que otro de los hermanos de Gabriel se acerque a mí con una sonrisa tan amplia como la distancia entre la comprensión y el tacto. La verdad es que no sé si lo hace por torpeza, por brutalidad o simplemente por joderme la vida.—Emma, pareces perdida sin un pequeño en la cadera. ¿Cuándo vas a empezar a llenar esas habitaciones vacías de tu casa?Esbozo una sonrisa que podría rivalizar con la alegría artificial de la corona de acebo de plástico que cuelga cerca.—Cuando llegue el momento —, digo, con un tono de voz tan agudo que podría hacer añicos el cristal, o al menos eso desearía.Sin embargo, en mi interior pienso que el momento adecuado, es tan escurridizo como un copo de nieve en una ola de calor.—Más vale qu
Gabriel Uzcátegui.Veo salir a Emma, sé que debería ir detrás de ella para consolarla, pero la verdad es que no tengo ánimo de hacerlo. A pesar de que quise mantenerme tranquilo para poder ayudarla a sobrellevar la situación de los tratamientos fracasados, no pude hacerlo, porque yo también me siento frustrado, dolido, molesto.Sé que no es culpa de ella, que es un problema de los dos, pero me irrita que siempre deba simular mis sentimientos para no hacerla sentir mal. Ya es costumbre este nudo en mi garganta, que es constante, que por nada del mundo se diluye.Siempre he querido ser padre, ha sido mi mayor ilusión, pero ocho años después sigo sin serlo, cuando se supone que, como el mayor de los Uzcátegui, era mi obligación dar el heredero que dirigiría a la familia. Ha sido así generación en generación, pero hasta ahora no lo hemos podido lograr.Me paso la mano por la cabeza en un gesto de frustración, cuando se acerca Gladys, mi hermana.—Gabriel, mamá y papá te están esperando en
Gabriel Uzcátegui.Mi corazón late con fuerza, cada latido un recordatorio de la batalla que se libra en mi interior. Las palabras de mi padre resuenan en mi cabeza, mezclándose con mis propios deseos y temores. Quiero gritar, defenderme, defender a Emma, pero la duda se ha instalado como un parásito en mi mente.—No es tan simple —logro decir finalmente, mi voz apenas un susurro —Emma es... ella es mi vida.Pero incluso mientras pronuncio estas palabras, siento cómo se desmoronan en mi boca. La realidad de nuestra situación, los años de intentos fallidos y esperanzas rotas, pesan sobre mí como una losa.Gladys se acerca, su perfume caro inunda mis sentidos mientras coloca una mano en mi hombro.—Hermano, te estás engañando a ti mismo. Todos vemos lo infeliz que eres.Quiero sacudirme su toque, negar sus palabras, pero una parte de mí sabe que tiene razón. La frustración, el dolor, la sensación de fracaso... todo ha estado allí, burbujeando bajo la superficie, esperando este momento p
Gabriel Uzcátegui.Emma se incorpora en el sofá, frotándose los ojos para despejarse. La tensión es palpable en el aire mientras nos miramos fijamente, ambos conscientes de que estamos al borde de un precipicio.Por primera vez en nuestra vida de casado, había llegado a casa ebrio, una decisión que había tomado para ahogar el dolor que me consumía. La mirada de Emma, llena de reproches y decepción, me atravesó como un puñal. Sabía que había cruzado una línea, pero en ese momento, todo lo que podía sentir era la presión acumulada de meses de incertidumbre y desesperación.—Gabriel — comienza ella, su voz temblorosa, pero firme —. ¿Tengo horas esperándote y a ti no se te ocurre más nada, sino irte a tomar? —dice con reproche.—No empieces, Emma, no puedo vivir pegado en tus faldas… tengo derecho a hacer cosas por mí mismo, no es necesario que esté donde quiera —digo con amargura, mis palabras salieron más duras de lo que quise.Ella, por unos segundos, se quedó viéndome como si fuese un
Emma Uzcátegui.La rabia y la tristeza se entrelazaron en mi pecho mientras escuchaba a Gabriel. Su voz, llena de dolor, aunque también de reproche, resonando en mis oídos, pero no podía evitar sentir que su sufrimiento no justificaba su comportamiento y menos esas palabras tan hirientes.Me di la vuelta y comencé a caminar hacia el dormitorio. Gabriel me tomó por el brazo, y me giró hacia él.—¡Suéltame! —, le respondí, alterada. —¡No me toques! No tienes ni puta idea de lo que es todo esto para mí. ¡Soy yo quien es humillada, quien es señalada! Todos dan por sentado que la culpa es mía, que soy yo la que no puede. Pero esto es un problema de los dos, Gabriel.Lo vi retroceder, como si mis palabras lo golpearan. —¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me quede callado mientras tú crees que yo no sufro? Estoy aquí, tratando de ser fuerte, pero no puedo más. No puedo seguir guardando mis propios sentimientos para no hacerte daño, mientras tú haces chiste de todo.—¿Y qué quieres que haga? ¿Me
Gabriel UzcáteguiMe senté en el suelo, apoyando la espalda contra la puerta cerrada de la habitación. El silencio era ensordecedor, solo interrumpido por los sollozos ahogados de Emma al otro lado. Cada lágrima que escuchaba era como un puñal en mi corazón."¿Cómo llegamos a esto?", me pregunté, pasando las manos por mi cabello en señal de frustración. Hace apenas unos años, éramos la pareja perfecta, llenos de sueños y planes para el futuro. Ahora, parecíamos dos extraños unidos por el dolor y la desilusión.—Emma, por favor, abre la puerta —supliqué, mi voz quebrada por la emoción—. Tenemos que hablar de esto. No podemos terminar así.Hubo un momento de silencio antes de escuchar su respuesta.—¿Para qué, Gabriel? ¿Para qué me sigas echando en cara que no puedo darte un hijo? —su voz sonaba cansada, derrotada.Sus palabras me golpearon con fuerza. ¿De verdad la había hecho sentir así? La culpa me invadió como una ola.—No, mi amor. Yo... yo estaba equivocado. Esto no es tu culpa, e
Emma UzcáteguiCamino por la sala de estar, con zancadas cortas y afiladas como un metrónomo a doble velocidad. Cada vez que me giro al final de la alfombra, un mechón de pelo oscuro me cae en la cara, un pequeño recordatorio de que incluso mi cuerpo se rebela hoy. El reloj hace un tic tac odiosamente alto, y una tortuosa cuenta atrás para el momento en que Gabriel entra por esa puerta. Mi mente juega al ping-pong con la esperanza y el miedo, una y otra vez, una y otra vez. Es agotador.“Emma”, murmuró para mis adentros, “tienes que calmarte. Es solo una llamada. Una noticia que podría cambiarte la vida y destrozarte el alma. No es para tanto”, digo cerrando los ojos sin poder contener esa angustia que anida en mi pecho.Y es que siempre es así, de los últimos siete años y medio de matrimonio, cada mes, ha sido una espera tormentosa, a la que un par de años después se le habían sumado doce tratamientos de fertilidad para quedar embarazada, y todos infructuosos.El sonido de unas llav
Emma UzcáteguiCaminamos al auto tomados de la mano, hacemos el trayecto en completo silencio, con una mezcla de miedo, esperanza, angustia, ansiedad. El camino se nos hace eterno y el silencio solo es llenado por cada tictac del reloj de aguja de mi muñeca, el cual siento que retumba en mi pecho. Las manos me sudan, y los dedos de Gabriel golpean con suavidad el volante; nos miramos con tanta incertidumbre mientras esperamos que el semáforo cambie a verde. Cuando por fin llegamos al estacionamiento del hospital, soy la primera en bajarme con un largo suspiro.Gabriel apaga el motor y me alcanza en la acera. Nuestros ojos se encuentran, y veo reflejado en los suyos el mismo torbellino de emociones que siento en mi interior. Tomamos aire al unísono y nos dirigimos hacia la entrada del hospital.El olor a desinfectante me golpea, apenas cruzamos las puertas automáticas. La recepcionista nos mira con una sonrisa practicada mientras nos acercamos al mostrador. Gabriel aprieta mi mano con