Gabriel Uzcátegui.Un año después. Otra navidad.El sol apenas comenzaba a asomarse, lanzando rayos dorados a través de las cortinas de nuestra habitación. La suave luz iluminaba el rostro de Emma, quien seguía dormida a mi lado. Su expresión era de pura serenidad, y no pude evitar sonreír al verla así.Cuando abrió los ojos, nuestras miradas se encontraron, y un silencioso entendimiento pasó entre nosotros. No necesitábamos palabras; esta paz, esta calidez, era lo que habíamos estado buscando durante tanto tiempo.—Buenos días…— murmuró Emma con una sonrisa perezosa.—Buenos días, mi amor…— respondí, inclinándome para besar su frente.Nos quedamos así un momento, disfrutando de la tranquilidad antes de que el día comenzara.En el salón, el aroma del pino fresco llenaba el aire. Sandro Emmanuel, con su pequeño pijama decorado con renos, estaba sentado frente al árbol de Navidad al lado de su hermana mayor. Sus manitas curiosas intentaban alcanzar los adornos más bajos, que habíamos c
Emma Uzcátegui. Cinco años después de aquella Navidad que reunió a nuestra familia, la vida se había transformado en algo que ni Gabriel ni yo podríamos haber imaginado. La casa estaba llena de risas, pequeños pies corriendo por todas partes y un caos hermoso que había aprendido a amar. Sandro Emmanuel, nuestro pequeño explorador, ya tenía seis años. Era una mezcla perfecta de curiosidad y travesura. Cada día encontraba algo nuevo que desmontar o investigar, siempre con preguntas que ponían a prueba nuestros conocimientos y paciencia. Pero los verdaderos protagonistas de esta nueva etapa eran los gemelos, Gabriela y Samuel. Los gemelos habían llegado hace cuatro años, cambiando nuestras vidas por completo. Gabriela, con su sonrisa traviesa y su habilidad para manipular a todos con su encanto, era una pequeña líder en potencia. Samuel, en cambio, era el tranquilo y observador, siempre atento a su hermana y al mundo que lo rodeaba. Ambos llenaban la casa de energía y ternura. San
Emma UzcáteguiCamino por la sala de estar, con zancadas cortas y afiladas como un metrónomo a doble velocidad. Cada vez que me giro al final de la alfombra, un mechón de pelo oscuro me cae en la cara, un pequeño recordatorio de que incluso mi cuerpo se rebela hoy. El reloj hace un tic tac odiosamente alto, y una tortuosa cuenta atrás para el momento en que Gabriel entra por esa puerta. Mi mente juega al ping-pong con la esperanza y el miedo, una y otra vez, una y otra vez. Es agotador.“Emma”, murmuró para mis adentros, “tienes que calmarte. Es solo una llamada. Una noticia que podría cambiarte la vida y destrozarte el alma. No es para tanto”, digo cerrando los ojos sin poder contener esa angustia que anida en mi pecho.Y es que siempre es así, de los últimos siete años y medio de matrimonio, cada mes, ha sido una espera tormentosa, a la que un par de años después se le habían sumado doce tratamientos de fertilidad para quedar embarazada, y todos infructuosos.El sonido de unas llav
Emma Uzcátegui Caminamos al auto tomados de la mano, hacemos el trayecto en completo silencio, con una mezcla de miedo, esperanza, angustia, ansiedad. El camino se nos hace eterno y el silencio solo es llenado por cada tictac del reloj de aguja de mi muñeca, el cual siento que retumba en mi pecho. Las manos me sudan, y los dedos de Gabriel golpean con suavidad el volante; nos miramos con tanta incertidumbre mientras esperamos que el semáforo cambie a verde. Cuando por fin llegamos al estacionamiento del hospital, soy la primera en bajarme con un largo suspiro. Gabriel apaga el motor y me alcanza en la acera. Nuestros ojos se encuentran, y veo reflejado en los suyos el mismo torbellino de emociones que siento en mi interior. Tomamos aire al unísono y nos dirigimos hacia la entrada del hospital. El olor a desinfectante me golpea, apenas cruzamos las puertas automáticas. La recepcionista nos mira con una sonrisa practicada mientras nos acercamos al mostrador. Gabriel aprieta mi mano
Emma Uzcátegui.Después de esa llamada, fuimos invitados a la fiesta de Navidad de la familia y ahora estoy aquí aislada en una isla de apariencias y luces centelleantes, aferrada a mi copa de Cabernet, un salvavidas en medio de la locura navideña.La habitación se arremolina con jerséis navideños tan brillantes que podrían guiar el trineo de Papá Noel a través de una ventisca. Bebo un sorbo, el rico vino apenas enmascara el sabor de mi propio cinismo.En serio, si vuelve a sonar «Jingle Bell Rock» por los altavoces, puede que me meta un tronco de Navidad dentro.Al otro lado de la habitación, Gabriel está en su elemento, animado y vivo entre el caos, como un reno entre elfos. Sus hermanos se apiñan a su alrededor y sus risas ponen el contrapunto a las canciones navideñas que he puesto mentalmente en mi lista negra. Ahí está, alto y algo menos despreocupado de lo que yo recordaba.Esos mechones grises prematuros en sus sienes son como pequeñas insignias de los juegos injustos de la vi
Emma Uzcátegui.Gladys se adelanta, radiante, y toma la mano de su madre.—¡Estoy embarazada! —exclama con una sonrisa triunfal. —¡Mi esposo y yo vamos a tener un bebé!La sala estalla en aplausos y felicitaciones. Abrazos, besos y lágrimas de alegría fluyen libremente mientras la familia celebra la noticia. Yo me quedo paralizada, incapaz de moverme o hablar. Es como si el tiempo se hubiera detenido y yo fuera la única persona congelada en este momento.Gabriel aprieta mi mano, pero no puedo mirarlo. Sé que si lo hago, me derrumbaré aquí mismo, frente a todos. Así que me quedo quieta, con una sonrisa forzada pegada en mi rostro, mientras observo cómo Gladys es rodeada por un mar de familiares emocionados.—¿No es maravilloso, Emma? —dice Glenda a mi lado, con los ojos brillantes de emoción. —¡Vas a ser tía!Asiento mecánicamente, las palabras atascadas en mi garganta. Quiero estar feliz por Gladys, realmente quiero, pero todo lo que siento es un dolor agudo y punzante en el pecho. Ca
Emma UzcáteguiLas lágrimas comienzan a salir de mis ojos y me las limpio con rabia.“Basta ya de espumillón y guirnaldas, ¿Puedo ver algo que no brille?”. Pregunto para mis adentro, mi paciencia, deshilachándose cuál toalla vieja.Apenas tengo tiempo de asentarme antes de que otro de los hermanos de Gabriel se acerque a mí con una sonrisa tan amplia como la distancia entre la comprensión y el tacto. La verdad es que no sé si lo hace por torpeza, por brutalidad o simplemente por joderme la vida.—Emma, pareces perdida sin un pequeño en la cadera. ¿Cuándo vas a empezar a llenar esas habitaciones vacías de tu casa?Esbozo una sonrisa que podría rivalizar con la alegría artificial de la corona de acebo de plástico que cuelga cerca.—Cuando llegue el momento —, digo, con un tono de voz tan agudo que podría hacer añicos el cristal, o al menos eso desearía.Sin embargo, en mi interior pienso que el momento adecuado, es tan escurridizo como un copo de nieve en una ola de calor.—Más vale qu
Gabriel Uzcátegui.Veo salir a Emma, sé que debería ir detrás de ella para consolarla, pero la verdad es que no tengo ánimo de hacerlo. A pesar de que quise mantenerme tranquilo para poder ayudarla a sobrellevar la situación de los tratamientos fracasados, no pude hacerlo, porque yo también me siento frustrado, dolido, molesto.Sé que no es culpa de ella, que es un problema de los dos, pero me irrita que siempre deba simular mis sentimientos para no hacerla sentir mal. Ya es costumbre este nudo en mi garganta, que es constante, que por nada del mundo se diluye.Siempre he querido ser padre, ha sido mi mayor ilusión, pero ocho años después sigo sin serlo, cuando se supone que, como el mayor de los Uzcátegui, era mi obligación dar el heredero que dirigiría a la familia. Ha sido así generación en generación, pero hasta ahora no lo hemos podido lograr.Me paso la mano por la cabeza en un gesto de frustración, cuando se acerca Gladys, mi hermana.—Gabriel, mamá y papá te están esperando en