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Un regalo para navidad.
Un regalo para navidad.
Por: Jeda Clavo
Capítulo 1.  A la expectativa.

Emma Uzcátegui

Camino por la sala de estar, con zancadas cortas y afiladas como un metrónomo a doble velocidad. Cada vez que me giro al final de la alfombra, un mechón de pelo oscuro me cae en la cara, un pequeño recordatorio de que incluso mi cuerpo se rebela hoy. 

El reloj hace un tic tac odiosamente alto, y una tortuosa cuenta atrás para el momento en que Gabriel entra por esa puerta. Mi mente juega al ping-pong con la esperanza y el miedo, una y otra vez, una y otra vez. Es agotador.

“Emma”, murmuró para mis adentros, “tienes que calmarte. Es solo una llamada. Una noticia que podría cambiarte la vida y destrozarte el alma. No es para tanto”, digo cerrando los ojos sin poder contener esa angustia que anida en mi pecho.

Y es que siempre es así, de los últimos siete años y medio de matrimonio, cada mes, ha sido una espera tormentosa, a la que un par de años después se le habían sumado doce tratamientos de fertilidad para quedar embarazada, y todos infructuosos.

El sonido de unas llaves tintineando en la puerta principal hace que mi corazón rebote contra la pared de mi pecho. Me quedo paralizada, con las manos entrelazadas como si pudiera rezar para alejar las malas noticias. 

Gabriel entra y parece que le hayan arrastrado hacia atrás. Su pelo castaño oscuro está más revuelto que de costumbre, con algunas canas delatoras a la vista.

—Hola —, me dice, con voz cansada. 

Esboza una sonrisa, una de esas de «todo va bien» que debe de haber aprendido en la tienda de maridos. Pero le conozco mejor que eso. Puedo verlo: la tensión acampando en las comisuras de sus ojos, acomodándose.

—¿Un día largo? —Le pregunto, aunque en realidad no es una pregunta. Lo lleva escrito en la cara, demasiado cansado para tener tan solo treinta y dos años.

Asiente y deja caer las llaves en el cuenco junto a la puerta con un tintineo que parece demasiado fuerte para nuestra frágil burbuja de normalidad. 

Gabriel se quita el abrigo, con movimientos pesados, como si llevara algo más que el peso de la ropa. Y lo entiendo, de verdad. Porque los dos estamos cargando con esta expectativa del tamaño de un elefante, y hoy es el día en que descubriremos si se queda o hace las maletas y se marcha.

—Ven aquí —, le digo, abriéndole los brazos porque a veces no hacen falta palabras, sólo un abrazo que diga “te tengo”. 

Y durante uno o dos latidos, nos quedamos ahí, abrazados, fingiendo que no estamos asustados por lo que viene a continuación.

—Tu padre sigue pensando que eres un robot diseñado para hacer hojas de cálculo y no dormir, ¿eh? —bromeo mientras Gabriel se afloja la corbata con un suspiro que parece llevar el peso del mundo, o al menos el peso de la oficina.

Logra soltar una risita, con un sonido áspero como el papel de lija. 

—Sí, bueno, si yo fuera un robot, pediría una actualización del software. Este modelo falla bajo presión.

—¿Falló? Por favor, estás funcionando a pura cafeína y testarudez. Últimamente, son tus dos alimentos básicos.

Una sonrisa se dibuja en mis labios, pero lucha contra la preocupación que ha sido mi compañera de piso durante meses.

—Me parece bien —, asiente, con los hombros ligeramente relajados por la broma.

Lo observo, a este hombre al que he amado en todos sus altibajos. Es como si ambos fuéramos actores de una tragicomedia, tanteando nuestras líneas mientras esperamos a que suene el telón que decide nuestro destino.

El silencio se alarga demasiado y de repente siento el impulso de llenarlo de recuerdos más brillantes que la luz tenue de nuestro salón. Mi mente se remonta a un momento soleado de hace años.

—¿Recuerdas el día de nuestra boda? 

Las palabras salen de mí, como una balsa salvavidas en un océano de inquietud. 

—Ibas tan elegante con ese traje que casi me olvido de dar el "sí, quiero" porque estaba demasiado ocupada mirándote.

Los labios de Gabriel se crispan, un fantasma de su antigua sonrisa. 

—¿Cómo iba a olvidarlo? Eras una visión, toda gracia y belleza.

—¿Gracia? Más bien, una torpe con tacones. Pero bueno, no me tropecé caminando por el pasillo, así que aceptaré la victoria donde pueda conseguirla.

Hay suavidad en sus ojos, una visita fugaz, porque él también lo recuerda. Aquel día todo eran burbujas de champán y la promesa de una eternidad; cada voto que intercambiábamos era un peldaño hacia un futuro pintado con vibrantes tonos de esperanza.

—Aquellos votos parecían hechizos mágicos, ¿verdad? —me pregunto. —Sólo unas palabras y, de repente, éramos invencibles. O eso parecía.

—Emma... — Su voz se entrecorta, teñida de nostalgia y un dolor que se hace eco del mío.

—Sí, éramos dos tortolitos dispuestos a conquistar el mundo—. Mi risa es algo quebradizo, lo bastante afilada como para cortar la tensión. —Pero nadie nos advirtió sobre los dragones.

—A los dragones se les puede matar —, responde en voz baja. La metáfora no pasa desapercibida para ninguno de los dos.

—Cierto. ¿Pero sabes qué es más difícil de matar? El todopoderoso dragón de la fertilidad.

Mi sarcasmo es un escudo, siempre lo ha sido. Desvía, protege, pero a veces desearía no necesitarlo tanto.

—Emma, superaremos esto —, dice Gabriel, pero hay un temblor en su convicción—. Pronto tendremos un pequeño en nuestros brazos, la vida no puede ser injusta con nosotros.

—Por supuesto que lo haremos. Somos el Equipo Uzcátegui Marín. Imparables — Fuerzo las palabras, un mantra más para mí que para él.

—Imparables —repite, pero el brillo de esperanza en sus ojos lucha con la sombra de la duda que se ha convertido en nuestro huésped no invitado.

Nuestra risa compartida es hueca, resuena en las paredes que una vez resonaron con la certeza de nuestra alegría. Es extraño cómo los sueños pueden deshacerse, dejándote aferrado a los extremos deshilachados, con la esperanza de tejerlos en algo nuevo. Algo lo suficientemente fuerte como para mantenernos unidos mientras todo lo demás parece desmoronarse.

—¿Por qué no jugamos, antes de tener que ir a recoger los resultados? —le propongo.

Así que poco más de media hora yo estaba coronándome como la ganadora.

—¡Gané! —digo, golpeando el tablero de Scrabble con una fingida sensación de triunfo. —Aunque en realidad no, porque ¿cómo se puede ganar a este juego si todas las palabras que hacemos son tristes, cansadas o... taciturnas?

Gabriel esboza una media sonrisa, sus dedos trazan las fichas de madera distraídamente. 

—Eres creativa al elegir las palabras, lo reconozco.

—Ah, creatividad —, musito, apoyándome en los cojines del sofá. —Ojalá fuera tan útil en biología como en los juegos de mesa.

Se me escapa un suspiro melancólico, y observo cómo sus ojos se fijan en un punto más allá de la pared, perdidos en el mundo al que no puedo llegar.

—No puedo con la angustia. ¿Qué hacemos ahora? —pregunto—, ¿podemos ver una película? —Sugiero, con la esperanza de poder distraernos.

—Claro —, contesta, pero hay una reticencia silenciosa en su voz que me toca la fibra sensible. El atlético cuerpo de Gabriel se mueve en el sofá, un testimonio silencioso del cansancio que se aferra a él como una sombra. Sin embargo, lo intenta por mí. Eso está claro.

—¿Comedia o drama? — le pregunto, colocando el cursor entre dos opciones, como si fuera el presentador de un concurso presentando el gran premio.

—Comedia —, responde al cabo de un rato, levantando las comisuras de los labios en una sonrisa genuina, aunque fugaz. Es suficiente para encender una chispa de esperanza en mí.

—Es una comedia —, confirmo con un gesto de la cabeza.

Pero cuando empiezan los créditos, me doy cuenta de que su mente no está en la pantalla, sino en otra parte, recorriendo el mismo laberinto de preocupaciones que nos han estado atormentando a los dos.

—Hoy ha vuelto a llamar tu madre —, le digo con indiferencia, rompiendo el silencio que se había instalado entre nosotros como un huésped indeseado. 

Mis ojos permanecen fijos en la pantalla del televisor, fingiendo estar absorta en las travesuras de los personajes, pero soy plenamente consciente de la tensión que se apodera de él ante la mención de su madre.

—¿Lo hizo? —Su tono es indiferente, pero las líneas de sus ojos se hacen más profundas, señal inequívoca de que se está preparando para lo que viene a continuación.

—Sí, quería saber cuándo podría organizarnos la fiesta del bebé que lleva planeando desde que nos dimos el “sí, quiero” —. Me río, pero suena hueco, incluso para mis propios oídos.

La mirada de Gabriel se separa por fin de cualquier punto invisible que haya estado estudiando y se encuentra con la mía. Hay una vulnerabilidad que hace que me duela el corazón: una mezcla de amor y algo más oscuro, un miedo que reconozco demasiado bien.

—Solo quieren lo mejor para nosotros,—, murmura, con los ojos azules nublados por una tormenta de emociones de la que se esfuerza tanto por protegerme.

—Claro que sí —, respondo en voz baja, apretándole la mano. —Y oye, cuando tengamos un hijo, harán el baby shower más épico del mundo. Globos, tarta, todo el techado.

—Emma... —Su voz vacila, y mira hacia el reloj. —Se está acercando la hora de ir a buscar los resultados… no tardan en llamar. 

—Tengo miedo —, admito, las palabras me saben amargas en la lengua. —Miedo de lo que suceda, de decepcionarte.

—Emma —, me interrumpe. Su mano se extiende por el tablero y roza la mía con una ternura que me dan ganas de llorar. —Nunca podrías decepcionarme. Lo sabes, ¿verdad?

—Claro, pero ¿y si me decepcionas a mí? ¿O a tu madre, que probablemente ya tiene planeados los fondos para la universidad de nuestros futuros hijos?

Vuelve el humor, un mecanismo de defensa tan arraigado que parece que no puedo detenerlo.

—Las expectativas de Reyna no son nuestro problema —, dice con firmeza. Pero incluso mientras habla, puedo ver la tensión alrededor de sus ojos, el peso tácito del deber familiar que descansa sobre sus anchos hombros

—Claro —, bromeo, forzando una risita que suena más como un sollozo estrangulado. —Le enviaremos una postal desde Villa Decepción. 

—Emma...

El resto de la frase se pierde, ahogada por el estridente timbre del teléfono que atraviesa el aire como una campana de alarma. 

Nuestras cabezas se levantan al unísono, un baile sincronizado que no hemos ensayado, pero del que sabemos todos los pasos. La habitación, antes llena del traqueteo de las fichas de Scrabble y la frivolidad forzada, se queda en un silencio sepulcral.

Valientemente camino al teléfono y lo atiendo.

—Aló.

“Señora Uzcátegui, ya el doctor tiene los resultados de sus exámenes, la está esperando”.

—En veinte minutos estaremos allí —corto la llamada y mi esposo me extiende la mano.

—Vamos no tardemos más —y así con las manos sudadas, el miedo anidando en nuestro pecho, y con el corazón lleno de esperanzas, caminamos a donde una vez más dictarán nuestro destino.

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