Gabriel Uzcátegui.Emma se incorpora en el sofá, frotándose los ojos para despejarse. La tensión es palpable en el aire mientras nos miramos fijamente, ambos conscientes de que estamos al borde de un precipicio.Por primera vez en nuestra vida de casado, había llegado a casa ebrio, una decisión que había tomado para ahogar el dolor que me consumía. La mirada de Emma, llena de reproches y decepción, me atravesó como un puñal. Sabía que había cruzado una línea, pero en ese momento, todo lo que podía sentir era la presión acumulada de meses de incertidumbre y desesperación.—Gabriel — comienza ella, su voz temblorosa, pero firme —. ¿Tengo horas esperándote y a ti no se te ocurre más nada, sino irte a tomar? —dice con reproche.—No empieces, Emma, no puedo vivir pegado en tus faldas… tengo derecho a hacer cosas por mí mismo, no es necesario que esté donde quiera —digo con amargura, mis palabras salieron más duras de lo que quise.Ella, por unos segundos, se quedó viéndome como si fuese un
Emma Uzcátegui.La rabia y la tristeza se entrelazaron en mi pecho mientras escuchaba a Gabriel. Su voz, llena de dolor, aunque también de reproche, resonando en mis oídos, pero no podía evitar sentir que su sufrimiento no justificaba su comportamiento y menos esas palabras tan hirientes.Me di la vuelta y comencé a caminar hacia el dormitorio. Gabriel me tomó por el brazo, y me giró hacia él.—¡Suéltame! —, le respondí, alterada. —¡No me toques! No tienes ni puta idea de lo que es todo esto para mí. ¡Soy yo quien es humillada, quien es señalada! Todos dan por sentado que la culpa es mía, que soy yo la que no puede. Pero esto es un problema de los dos, Gabriel.Lo vi retroceder, como si mis palabras lo golpearan. —¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me quede callado mientras tú crees que yo no sufro? Estoy aquí, tratando de ser fuerte, pero no puedo más. No puedo seguir guardando mis propios sentimientos para no hacerte daño, mientras tú haces chiste de todo.—¿Y qué quieres que haga? ¿Me
Gabriel UzcáteguiMe senté en el suelo, apoyando la espalda contra la puerta cerrada de la habitación. El silencio era ensordecedor, solo interrumpido por los sollozos ahogados de Emma al otro lado. Cada lágrima que escuchaba era como un puñal en mi corazón."¿Cómo llegamos a esto?", me pregunté, pasando las manos por mi cabello en señal de frustración. Hace apenas unos años, éramos la pareja perfecta, llenos de sueños y planes para el futuro. Ahora, parecíamos dos extraños unidos por el dolor y la desilusión.—Emma, por favor, abre la puerta —supliqué, mi voz quebrada por la emoción—. Tenemos que hablar de esto. No podemos terminar así.Hubo un momento de silencio antes de escuchar su respuesta.—¿Para qué, Gabriel? ¿Para qué me sigas echando en cara que no puedo darte un hijo? —su voz sonaba cansada, derrotada.Sus palabras me golpearon con fuerza. ¿De verdad la había hecho sentir así? La culpa me invadió como una ola.—No, mi amor. Yo... yo estaba equivocado. Esto no es tu culpa, e
Emma UzcáteguiCamino por la sala de estar, con zancadas cortas y afiladas como un metrónomo a doble velocidad. Cada vez que me giro al final de la alfombra, un mechón de pelo oscuro me cae en la cara, un pequeño recordatorio de que incluso mi cuerpo se rebela hoy. El reloj hace un tic tac odiosamente alto, y una tortuosa cuenta atrás para el momento en que Gabriel entra por esa puerta. Mi mente juega al ping-pong con la esperanza y el miedo, una y otra vez, una y otra vez. Es agotador.“Emma”, murmuró para mis adentros, “tienes que calmarte. Es solo una llamada. Una noticia que podría cambiarte la vida y destrozarte el alma. No es para tanto”, digo cerrando los ojos sin poder contener esa angustia que anida en mi pecho.Y es que siempre es así, de los últimos siete años y medio de matrimonio, cada mes, ha sido una espera tormentosa, a la que un par de años después se le habían sumado doce tratamientos de fertilidad para quedar embarazada, y todos infructuosos.El sonido de unas llav
Emma UzcáteguiCaminamos al auto tomados de la mano, hacemos el trayecto en completo silencio, con una mezcla de miedo, esperanza, angustia, ansiedad. El camino se nos hace eterno y el silencio solo es llenado por cada tictac del reloj de aguja de mi muñeca, el cual siento que retumba en mi pecho. Las manos me sudan, y los dedos de Gabriel golpean con suavidad el volante; nos miramos con tanta incertidumbre mientras esperamos que el semáforo cambie a verde. Cuando por fin llegamos al estacionamiento del hospital, soy la primera en bajarme con un largo suspiro.Gabriel apaga el motor y me alcanza en la acera. Nuestros ojos se encuentran, y veo reflejado en los suyos el mismo torbellino de emociones que siento en mi interior. Tomamos aire al unísono y nos dirigimos hacia la entrada del hospital.El olor a desinfectante me golpea, apenas cruzamos las puertas automáticas. La recepcionista nos mira con una sonrisa practicada mientras nos acercamos al mostrador. Gabriel aprieta mi mano con
Emma Uzcátegui.Después de esa llamada, fuimos invitados a la fiesta de Navidad de la familia y ahora estoy aquí aislada en una isla de apariencias y luces centelleantes, aferrada a mi copa de Cabernet, un salvavidas en medio de la locura navideña.La habitación se arremolina con jerséis navideños tan brillantes que podrían guiar el trineo de Papá Noel a través de una ventisca. Bebo un sorbo, el rico vino apenas enmascara el sabor de mi propio cinismo.En serio, si vuelve a sonar «Jingle Bell Rock» por los altavoces, puede que me meta un tronco de Navidad dentro.Al otro lado de la habitación, Gabriel está en su elemento, animado y vivo entre el caos, como un reno entre elfos. Sus hermanos se apiñan a su alrededor y sus risas ponen el contrapunto a las canciones navideñas que he puesto mentalmente en mi lista negra. Ahí está, alto y algo menos despreocupado de lo que yo recordaba.Esos mechones grises prematuros en sus sienes son como pequeñas insignias de los juegos injustos de la vi
Emma Uzcátegui.Gladys se adelanta, radiante, y toma la mano de su madre.—¡Estoy embarazada! —exclama con una sonrisa triunfal. —¡Mi esposo y yo vamos a tener un bebé!La sala estalla en aplausos y felicitaciones. Abrazos, besos y lágrimas de alegría fluyen libremente mientras la familia celebra la noticia. Yo me quedo paralizada, incapaz de moverme o hablar. Es como si el tiempo se hubiera detenido y yo fuera la única persona congelada en este momento.Gabriel aprieta mi mano, pero no puedo mirarlo. Sé que si lo hago, me derrumbaré aquí mismo, frente a todos. Así que me quedo quieta, con una sonrisa forzada pegada en mi rostro, mientras observo cómo Gladys es rodeada por un mar de familiares emocionados.—¿No es maravilloso, Emma? —dice Glenda a mi lado, con los ojos brillantes de emoción. —¡Vas a ser tía!Asiento mecánicamente, las palabras atascadas en mi garganta. Quiero estar feliz por Gladys, realmente quiero, pero todo lo que siento es un dolor agudo y punzante en el pecho. Ca
Emma UzcáteguiLas lágrimas comienzan a salir de mis ojos y me las limpio con rabia.“Basta ya de espumillón y guirnaldas, ¿Puedo ver algo que no brille?”. Pregunto para mis adentro, mi paciencia, deshilachándose cuál toalla vieja.Apenas tengo tiempo de asentarme antes de que otro de los hermanos de Gabriel se acerque a mí con una sonrisa tan amplia como la distancia entre la comprensión y el tacto. La verdad es que no sé si lo hace por torpeza, por brutalidad o simplemente por joderme la vida.—Emma, pareces perdida sin un pequeño en la cadera. ¿Cuándo vas a empezar a llenar esas habitaciones vacías de tu casa?Esbozo una sonrisa que podría rivalizar con la alegría artificial de la corona de acebo de plástico que cuelga cerca.—Cuando llegue el momento —, digo, con un tono de voz tan agudo que podría hacer añicos el cristal, o al menos eso desearía.Sin embargo, en mi interior pienso que el momento adecuado, es tan escurridizo como un copo de nieve en una ola de calor.—Más vale qu