En el ojo de la tormenta

Decidí que lo mejor sería enfrentarme a Darian de una vez. No podía seguir evitando la situación, ni dejar que el peso de la culpa me aplastara más. Cuando llegué a nuestro lugar de encuentro, sentí el estómago encogerse de nervios. Darian ya estaba allí, esperándome con una expresión que mezclaba ansiedad y esperanza.

—Zharia —dijo apenas me vio, y en su voz noté un temblor de emoción que me hizo sentir aún peor—. He estado pensando mucho… Y quiero que sepas que he decidido confiar en ti. Lo siento mucho por cómo he actuado. Sé que te he hecho daño y estoy arrepentido. Te extraño… más de lo que puedo expresar.

Sus palabras me golpearon como un puñetazo al estómago. La culpa que había sentido desde la mañana se intensificó al escuchar su tono, tan genuino, tan lleno de arrepentimiento. Sentí cómo me temblaban las manos, y las lágrimas se acumularon en mis ojos. Todo se enredaba en mi mente: lo que había pasado con Eivor, los recuerdos con Darian, la confusión sobre lo que realmente sentía.

—Darian, yo… —empecé, sin saber realmente cómo seguir. Mi voz sonaba tan débil que casi no la reconocí—. No estoy segura de nada ahora. No sé si puedo volver contigo. Necesito tiempo… para pensar.

Vi cómo el rostro de Darian se desmoronaba. La confusión y el dolor se apoderaron de sus ojos, y me sentí como la peor persona del mundo. Él había venido aquí esperando una reconciliación, y yo lo dejaba más confundido y herido que antes.

—Zharia… por favor… —murmuró, pero yo ya estaba dando la vuelta, alejándome. No podía soportar verlo así. Mis emociones estaban en un torbellino, y lo único que sabía era que necesitaba estar sola.

De regreso a la casa de mis padres, decidí no contarles nada sobre la conversación con Darian. Mi padre no lo entendería, seguro que me juzgaría con dureza. Mi madre tal vez sería más comprensiva, pero incluso ella me presionaría para que tomara una decisión rápidamente. Y mi hermano… él siempre había sido protector conmigo, pero sabía que también pondría el bien de la manada por encima de todo.

Pasaron los días y me quedé en la casa de mis padres, intentando evitar a Eivor a toda costa. La culpa me carcomía, haciéndome sentir que lo que había ocurrido entre nosotros estaba mal, que me había dejado llevar por el momento y había traicionado mis propios principios. Si bien quería pensar que mantenerme alejada de Eivor era lo correcto, también sabía que estaba huyendo de mis sentimientos y de lo que había sucedido entre nosotros.

Pasó el siguiente mes como en una niebla espesa, cada día sintiéndose más perdida. Mi rutina era la misma: desayunar con mis padres, entrenar en el campo junto a mi hermano y luego pasar horas largas y silenciosas en mi habitación, intentando no pensar en Eivor ni en Darian. Era un esfuerzo inútil. Ambos estaban siempre en mis pensamientos, sus rostros flotando ante mis ojos cada vez que cerraba los párpados, sus voces reverberando en mi mente.

Una tarde, mientras observaba desde la ventana los bosques que rodeaban la casa, vi a Elena caminando hacia la entrada. Me saludó con una sonrisa cálida cuando entró en la sala, sus ojos grises brillando con preocupación.

—Zharia, ¿puedo hablar contigo un momento? —preguntó, sentándose a mi lado en el sofá.

—Claro, ¿qué pasa? —respondí, aunque en mi interior temía que supiera algo.

—Me encontré con Eivor en la ciudad ayer —dijo suavemente, observando mi reacción. Mi corazón se aceleró de inmediato, pero intenté mantener la calma.

—¿Ah, sí? —murmuré, fingiendo indiferencia.

—Preguntó por ti —continuó Elena, estudiándome—. Quería saber cómo estabas. Le dije que estabas aquí, pero que últimamente has estado… un poco distante.

Cerré los ojos, sintiendo una mezcla de tristeza y culpa arrastrándose por mi pecho.

—No quiero verle —dije finalmente, abriendo los ojos para encontrarme con los de Elena.

Ella asintió, sin dejar de mirarme con esa mezcla de comprensión y preocupación.

—Zharia, te noto diferente —admitió—. Más apagada, como si llevaras un peso demasiado grande para cargar sola.

No pude evitar soltar un suspiro, sintiendo cómo mis defensas comenzaban a desmoronarse.

—Es complicado, Elena. No sé qué hacer. Estoy tan confundida… —mi voz se quebró, y ella me tomó de la mano con firmeza.

—No tienes que cargar con esto sola —dijo con suavidad—. Sea lo que sea que estás pasando, estoy aquí para ti.

Sentí lágrimas acumularse en mis ojos, pero las contuve. Agradecí en silencio tenerla a mi lado, aunque no podía explicarle todo. No aún. Me incliné hacia ella, apoyando mi cabeza en su hombro mientras sentía cómo mi confusión y culpa se desbordaban.

—Gracias, Elena —susurré—. Gracias por estar aquí.

Me quedé allí, acurrucada junto a ella, sintiendo por primera vez en semanas un leve rayo de alivio en mi corazón atormentado.

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