Una boda de ensueño

Pasaron los meses y, poco a poco, me acostumbré a no sentir la presencia de Eivor. Al principio, la ausencia de ese lazo invisible que habíamos compartido fue una herida abierta, una constante sensación de vacío que me acompañaba a todas partes. Pero con el tiempo, aprendí a enterrar esos sentimientos, a ignorar ese dolor latente que aparecía cuando menos lo esperaba. El bebé crecía en mi vientre, y con cada día que pasaba, me sumergía más en la rutina de mi vida con Darian. Él se esmeraba en hacerme sentir cómoda, protegido en su papel de alfa y futuro padre. Pero aunque el mundo alrededor de mí seguía girando, dentro de mí había una quietud dolorosa, una sensación de que algo esencial faltaba.

Mi única compañía, aparte de Darian, era Elena. Cuando ella venía a visitarme, su presencia era como un soplo de aire fresco, una bocanada de vida en medio de la sofocante rutina diaria. Nos sentábamos juntas durante horas, hablando de cosas triviales. Elena siempre sabía cómo hacerme sentir mejor, cómo hacerme olvidar, aunque fuera solo por un momento, la carga que llevaba sobre mis hombros. Su risa era contagiosa, y en su compañía me sentía más ligera, más libre. Pero incluso con ella, no podía compartir el peso completo de mi corazón. Ni siquiera ella sabía la verdad sobre Eivor.

Cuando llegó el día de la boda, yo ya estaba embarazada de ocho meses. La boda era todo lo que la manada había esperado: grandiosa, elegante, un verdadero espectáculo de unión entre dos familias poderosas. La ceremonia se celebró en un claro del bosque, bajo un dosel de ramas entrelazadas y flores blancas que colgaban como copos de nieve. Mi vestido era blanco, sencillo, con una falda fluida que apenas tocaba el suelo. A pesar de mi avanzado estado, me movía con una gracia que solo el instinto de una loba podía dar. Mi hermano Alaric, siempre mi roca, me llevó hasta el altar. Su brazo era fuerte y seguro bajo el mío, y me apoyé en él, agradecida por su presencia, por la familiaridad de su abrazo en medio de todo el espectáculo.

—Estás hermosa —me susurró mientras avanzábamos lentamente.

—Gracias, Alaric —respondí, forzando una sonrisa. Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, pero no por la emoción. A medida que nos acercábamos a Darian, que me esperaba al pie del altar, la sensación de irrealidad crecía dentro de mí. Parecía todo un sueño, uno del que no podía despertar.

La ceremonia fue perfecta, impecable en todos los sentidos. Los votos fueron pronunciados, las alianzas intercambiadas. Darian me miraba con una devoción que me habría conmovido en otro tiempo, pero que ahora solo me hacía sentir una profunda tristeza. Los aplausos llenaron el aire cuando pronunciaron nuestros nombres como marido y mujer, pero en mi corazón no sentí el júbilo que todos esperaban de mí. Mi padre, un hombre duro y exigente, incluso me abrazó, murmurando con voz ronca que estaba orgulloso de mí. Orgulloso de lo que había hecho, de cómo había manejado la situación con dignidad y deber.

Durante el banquete, todo el mundo estaba de buen humor, celebrando, brindando por nosotros, riendo y contando historias de tiempos pasados. Yo me senté al lado de Darian, sonriendo en los momentos adecuados, respondiendo cuando me hablaban, pero mi mente estaba lejos. Al otro lado de la mesa, vi a Elena, que me lanzó una sonrisa cómplice y se levantó para venir a sentarse a mi lado.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó, tocando ligeramente mi brazo.

—Estoy bien, solo cansada —mentí. Pero Elena me conocía demasiado bien para creerme.

—Sabes que no tienes que fingir conmigo, Zharia —dijo suavemente. Su mirada era de preocupación, y sentí una punzada de culpa por no poder ser completamente honesta con ella.

—Es solo que… todo esto es un poco abrumador —admití finalmente, bajando la voz.

Elena me dedicó una sonrisa alentadora y tomó mi mano, apretándola suavemente.

—Te entiendo. Y sabes que siempre estaré aquí para ti, pase lo que pase. No importa lo que decidas hacer.

Pasamos un buen rato hablando de cosas triviales, riéndonos de algunas de las anécdotas que los invitados contaban. En un momento dado, Alaric se acercó a nuestra mesa, con una copa de vino en la mano y una sonrisa burlona.

—Recuerdo una vez, cuando éramos niños, que Zharia decidió que podía cazar un ciervo por sí misma —comenzó, riéndose al recordar.

—¡Oh no! —me reí, cubriendo mi rostro con las manos—. No puedes contar esa historia.

—¿Por qué no? Es una buena historia —dijo Darian, riendo también.

—Bien, pues allí estaba ella, con apenas diez años, con una lanza que había hecho con un palo y una piedra. Y este ciervo era enorme, más grande que ella, estoy seguro —continuó Alaric, gesticulando con la mano libre—. Corrí detrás de ella, y justo cuando estaba a punto de saltar sobre el ciervo, resbalé y caí de bruces.

La mesa estalló en carcajadas, y por un momento, sentí una calidez genuina en mi pecho. Pero entonces, un dolor agudo recorrió mi abdomen, arrancándome de mi burbuja de felicidad momentánea.

—Zharia, ¿estás bien? —preguntó Darian, su rostro pasando de la risa a la preocupación en un instante.

Sentí una segunda punzada, más fuerte esta vez, y me doblé ligeramente sobre mi silla, agarrándome el vientre. Las conversaciones a mi alrededor se detuvieron, y de repente, todas las miradas estaban sobre mí.

—Creo… creo que es el bebé —dije, mi voz temblando con una mezcla de sorpresa y miedo. No debería estar sucediendo todavía; solo tenía ocho meses. Pero ya había leído sobre esto. Las cosas raramente iban según lo planeado.

—Tenemos que llevarla al hospital, ahora mismo —ordenó Darian con firmeza, levantándose rápidamente y llamando a Alaric.

Elena se inclinó hacia mí, sus ojos llenos de preocupación.

—Respira, Zharia. Estoy aquí contigo.

—Gracias, Elena —susurré, agarrando su mano mientras una nueva oleada de dolor recorría mi cuerpo. Sentí las manos de Darian en mis hombros, firmes pero gentiles, guiándome hacia la salida. Mientras avanzábamos, las contracciones se hacían más frecuentes y dolorosas, y mi mente se nublaba con la confusión y el miedo. ¿Qué significaba esto? ¿Estaba el bebé bien?

Cuando finalmente llegamos al coche, me apoyé en el respaldo del asiento, respirando profundamente, intentando mantener la calma. Pero el pánico comenzaba a instalarse en mi pecho. No era solo el dolor físico; era el miedo a lo desconocido, a lo que esto podría significar. Sentía que el peso del mundo caía sobre mis hombros, y no estaba segura de poder soportarlo.

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