Giuseppe es un joven militante socialista italiano. Llegó a la Argentina huyendo del régimen de Mussolini, que había asesinado a sus dos hermanos. Instalado en Tandil, empezó a trabajar en las canteras como picapedrero, con el sueño de poder hacerse pronto una casita y traer a su madre desde Italia. Máximo es un ambicioso y joven militar de familia aristocrática. Su sueño es hacer carrera política en la convulsionada Argentina de los años cuarenta. Con este objetivo, decide seguir a la estrella política del momento, y hombre fuerte del régimen del GOU: el carismático coronel Juan Perón. Estos dos hombres seguramente se habrían ignorado mutuamente si el destino no hubiese querido que posasen sus ojos en la misma mujer: Matilde, una modesta muchacha hija de inmigrantes españoles que sirve como mucama en la casa de una familia amiga de los padres de Máximo. Matilde, por su parte, arrastra sus propia historia: su madre, Irma, abandonó a su padre para iniciar una relación con otro hombre. El pueblo entero ahora la humilla y la menosprecia. Matilde debe contener a su padre, blanco de las burlas y el desprecio de la comunidad, y a su hermana menor, Catita, de carácter brusco y explosivo, pocas aptitudes para el trabajo doméstico y marcada afición por las actividades varoniles. ¿A quién elegirá Matilde? ¿Cómo sobrevivirá una mujer como Catita en la pacata sociedad argentina de los años cuarenta? ¿Logrará Irma que sus hijas la comprendan? Y sobre todo...¿Cómo impactarán en la vida cotidiana de todos estos hombres y mujeres los impresionantes cambios producidos en la sociedad y el esquema político argentinos después de 1945? Estas y otras respuestas se encuentran en la trama de "La balada de la piedra que latía". Una historia de amor entre las sierras de Tandil en los albores del peronismo.
Leer másEl Teniente General Lonardi llevaba un mes como Presidente de la República cuando Matilde salió de la cárcel. Del brazo de Ida. Al principio, criada y patrona; después, adversarias políticas; después, compañeras de encierro. Ahora, simplemente amigas.Se despidieron con un afectuoso abrazo de Delia. Quedaron en encontrarse afuera, cuando la anciana enfermera terminara de cumplir su condena. Saludaron con la mano al resto de las presas comunes. Al transponer el portón de la cárcel, vieron a sus familiares esperándolas. El profesor Sandrelli y Antonieta, del lado de Ida. Benigno, Catita e Irma, del lado de Matilde.De todas maneras, los abrazos y las lágrimas de alegría fueron mutuos y unieron a ambas familias. Todo rencor había quedado sepultado. Todos habían vivido momentos tan duros y sufrido tantas pérdidas, que después de tantas lágrimas no &n
-Mamá, yo quiero ver los aviones.-Ya los vas a ver, hijo. En un ratitoLa señora Virginia Etchegaray se sentó, fatigada, en un banco de la Plaza de Mayo. Apoyó la bolsa de las compras a su lado y sacó un paquete de galletitas para darle una a su hijo Luis, de cinco años. Había tenido que salir a hacer unas compras al centro, pero como la vecina que habitualmente le cuidaba al niño en esas situaciones se había enfermado, había tenido que llevarlo con ella. Para consolarlo del fastidio por abandonar su habitación y sus juguetes para pasar horas recorriendo tiendas repletas de artículos que no le interesaban y escuchando conversaciones que lo aburrían, la joven madre le había prometido llevarlo a ver el espectáculo de aviación que estaba anunciado para esa mañana en Plaza de Mayo. “Vas a ver que lindo, los aviones van a
Los días transcurrían todos iguales y los años no parecían pasar más.Melancólica, Matilde a veces se acercaba a la ventana enrejada que daba a la calle mendigando luz. Por esa ventana le llegaban a veces lejanos ecos de la libertad.Hacía tres años que estaba recluida en la cárcel del Buen Pastor, en Córdoba. En su sadismo, Máximo se había asegurado de que le tocara un lugar de reclusión bien lejano para que no pudiera recibir visitas frecuentes de su familia. Sólo su madre acudía a verla dos veces por año. Le decía que ella y Hugo estaban haciendo todo lo posible por lograr su libertad. Trataba de infundirle coraje “Máximo tiene poder, pero no es el único ni el más poderoso. Ayer Hugo habló con XXX (insertaba el nombre de algún líder político, militar o sindical destacado) y prometió ocupa
Ladislao Alcázar escribía tranquilamente en su escritorio, cuando la secretaria le anunció que un señor deseaba verlo. Sin darle demasiada importancia, le indicó que lo hiciera pasar.Cuando levantó la vista, fue grande su sorpresa al encontrarse con un rostro bello y viril, todavía joven. que conocía bien.-Dámaso…qué hacés acá.- Te dije que no te iba a olvidar…Ladislao se levantó del escritorio y ambos hombres se abrazaron torpe, pero ansiosamente. Trasponiendo los límites de la prudencia, Ladislao lo besó varias veces en la boca, aunque mirando a la puerta con ojos abiertos y vigilantes. Después lo separó de sí y lo observó…los años y la separación de la vida claustral le habían sentado bien. Se lo veía muy guapo vestido con un traje color crema y se había dejado u
El 11 de noviembre de 1951, el país era una fiesta. Miles de personas, a pesar de lo desfavorable del clima, se precipitaron a las calles ansiosas de emitir el sufragio. Particularmente las mujeres, felices de participar por primera vez de la jornada cívica, se agolparon desde la mañana temprano frente a las escuelas Designada como Fiscal General por la Junta Electoral, Matilde tenía la misión de supervisar die mesas femeninas, por lo que iba y venía conducida por su padre en el automóvil de Ladislao, que había sido designado presidente de mesa en la escuela 5, del Barrio de la Estación. Mientras tanto Catita, al volante de uno de los coches oficiales de la Municipalidad iba y venía llevando afiliadas y simpatizantes peronistas a su lugar de votación En uno de los viajes, pasó por la casa de Giusseppe, donde ahora vivían Assunta y Angiulina, la anciana señ
Los cabellos cubiertos por un pañuelo azul, los ojos protegidos por los anteojos ahumados, fumando un cigarrillo nerviosamente, Matilde aguardaba en la sala de espera del penal de Dolores. Había recorrido, a bordo de la camioneta conducida por Catita, los doscientos veinte kilómetros que separaban esa ciudad de Tandil con el alma en un hilo. Una vez en el penal, chocó con la negativa rotunda de las autoridades carcelarias. No les podían permitir ver a un preso, menos a un preso político, menos no siendo familiar. Pero el carnet del Partido Peronista Femenino, más la invocación del apellido Alcázar, una carta firmada de puño y letra por la señora Eva Perón que Matilde llevaba siempre consigo, hicieron las veces de salvoconducto. Pero aun Matilde debió insistir para que le permitieran que la entrevista se realizara a solas. El alcaide vacilaba, temeroso de cargar con semejante responsabili
Las ventanas de la antigua casa Phers, abiertas de par en par, dejaban escapar los acordes de la música del piano. Matilde se había esforzado en buscar una profesora para que diera clases gratis a varias niñas de familias trabajadoras. Cuando veía a las hijas de los picapedreros y de las modistillas pulsar las teclas de marfil con concentrada circunspección y saltar de alegría al conseguir arrancar por primera vez los acordes de una ronda o un villancico la emoción la embargaba. No podía evitar recordar cuantas veces, teniendo la misma edad, ella le había sacado brillo al marfil de esas teclas soñando con poder sacarles melodías alguna vez, tal como hacían las señoritas Ida y Antonieta con esas manos que parecían gaviotas planeando sobre una playa blanca y negra.La brisa primaveral que entraba mezclada con el aroma de los tilos de la vereda, hací
La tristeza, como un genio alado, sobrevolaba el salón de la casa de los Phers, rociando con su elixir amargo cada rincón. Los muebles cubiertos por finas telas blancas, los libros embalados en cajas en los rincones, los adornos de cerámica envueltos en papel de diario, los cuadros descolgados de las paredes y hasta el piano, mudo bajo el lienzo que lo cubría parecían estar embebidos de esa sustancia narcótica que los hacía llorar por invisibles ojos y sangrar por invisibles heridas. “La casa sabe que nos vamos” pensó Ida “siente que la estamos abandonando”.Antonieta descorrió el lienzo que velaba el piano y levantando la tapa pulsó una de las teclas de marfil. La nota sonó extraña en el aire fúnebre de la casa.-¿Qué hacés, hija?- dijo la señora Phers.-Me gustaría tanto volver a tocarlo…--Es
Parapetada detrás de la máquina de coser a pedal, mientras terminaba un dobladillo, Matilde vigilaba al pequeño Oscar, que jugaba en el suelo con unos autitos de madera. Ya iba a cumplir cinco años, en cualquier momento empezaba la escuela. Dios, cómo había pasado el tiempo. En esos años, Matilde había encontrado algo parecido a la felicidad viendo crecer a su hijo.Pero muchas veces, en sus momentos de soledad, la nostalgia la envolvía como un velo de novia. Nunca había vuelto a Tandil, y nunca había dejado de soñar con sus sierras y sus bosques. Muy de vez en cuando le llegaban noticias de su hermana: sabía que había sido madre de dos niños. Matilde deseaba ardientemente que un día Oscarcito pudiera jugar con sus primos en las laderas del cerro Movediza, como ella y su hermana lo habían hecho cuando eran niñas, en esas serranías agrestes.