El Teniente General Lonardi llevaba un mes como Presidente de la República cuando Matilde salió de la cárcel. Del brazo de Ida. Al principio, criada y patrona; después, adversarias políticas; después, compañeras de encierro. Ahora, simplemente amigas.
Se despidieron con un afectuoso abrazo de Delia. Quedaron en encontrarse afuera, cuando la anciana enfermera terminara de cumplir su condena. Saludaron con la mano al resto de las presas comunes. Al transponer el portón de la cárcel, vieron a sus familiares esperándolas. El profesor Sandrelli y Antonieta, del lado de Ida. Benigno, Catita e Irma, del lado de Matilde.
De todas maneras, los abrazos y las lágrimas de alegría fueron mutuos y unieron a ambas familias. Todo rencor había quedado sepultado. Todos habían vivido momentos tan duros y sufrido tantas pérdidas, que después de tantas lágrimas no &n
En la soledad de su cuarto de mucama, Matilde Ferreira terminaba de arreglarse frente al pequeño espejito de latón colgado en la pared. Se había puesto el vestido con flores que le había regalado la señorita Ida (siempre le regalaba su ropa usada cuando se aburría de ella) y un collar de cuentas de vidrio azul que se había podido comprar en la feria con el pago de la última quincena. Le había costado dos semanas sin ir al cine, pero le hizo tanta ilusión cuando lo vio en el exhibidor con las perlas azules, traslúcidas e irregulares largando destellos a la luz del sol, que no pudo resistirse. Le pareció una joya similar a las que usaban las mujeres a las que tanto le gustaba mirar en las fotos de “Radiolandia”, revista que hojeaba tirada en el catre de su cuartito en el tiempo libre que le quedaba después de lavar la ropa y antes de que la señora la llamara para que sir
Arsendina Francisco miró por la ventana de la habitación que le servía de aula y vivienda; y atisbó la lejanía. Una majada de cabras flacas bajaba desde la sierra guiada por un pastor no menos flaco. La comarca estaba cada vez más pobre. Aprovechando la implacable luz del atardecer serrano, sentada en uno de los pupitres que habían usado sus alumnos por la mañana, Arsendina se dispuso a leer la carta. Era una de las pocas personas de la aldea que sabía leer y escribir. De modo que estaba acostumbrada a que las vecinas llamaran a su puerta con papeles en las manos, ansiosas por que les leyera las cartas que les enviaban sus maridos emigrados. Arsendina podía percibir la ansiedad pintada en el rostro de esas mujeres, la angustia por recibir noticias de quienes habían partido uno o dos años antes en busca de un porvenir mejor que el que les deparaban esas áridas serranías. Le había tocado brincar de alegría con la que recibía la nueva de que el c
La misa de once en Santa Ana se le hizo a Matilde eterna. Dos veces miró disimuladamente hacia la puerta, ocultando la cara con su mantilla. Hasta que Rosita, que estaba a su lado, comprendiendo el motivo de la inquietud de su amiga, le susurró- No busques a Giuseppe, que no va a venir…- y en tono aun más confidencial, acercando casi sus labios al oído de su amiga, murmuróEs socialista.Una vez más, la mantilla le vino bien a Matilde para disimular su rubor. Se sentía pillada en una falta.Para colmo de males, el nuevo párroco que ocupaba el curato desde el fallecimiento del padre Chienno, el joven e impetuoso padre Asís parecía haber adivinado la turbulencia de los pensamientos de Matilde y haber compuesto la homilía especialmente para ella._ Queridos hermanos…nuestra patria está viviendo horas dramáti
Arsendina Francisco recostó su cabeza afiebrada sobre la dura almohada de la estera de su camarote de tercera clase. Había intentado mojarse la cabeza con paños fríos para bajarse la fiebre, pero fue en vano. En un rincón de la minúscula habitación, las pequeñas Irma y Beatriz veían con desorbitados ojos de horror a su madre retorcerse y delirar.Cuando empezó el viaje, creyó que sus mareos se debían a los movimientos del barco, y era comprensible -era mujer de la sierra, era la primera vez que navegaba en su vida- y no le dio importancia pensando que en un par de días se acostumbraría.Pero todo fue peor.A los mareos siguieron la fiebre y la absoluta incapacidad de comer nada sin vomitar.Y llegó un momento, el que apenas pudo levantarse de la estera.El único médico a bordo la revisó, y revisó a otro pasajero que p
- Buenos días, señorita Ida.Matilde entró al cuarto de su joven patrona portando la bandeja del desayuno. La dejó sobre la mesa del tocador y se dirigió a correr las cortinas. La estancia se inundó de luz. Una joven de cabellos ensortijados. se revolvió, somnolienta, entre las sábanas de lino labrado.- Hummm… buenos días, Matilde… ¿cómo está el tiempo hoy?-Hace un día hermoso, niña. Hasta parece primavera.Ida se incorporó en la cama.- Qué bueno, porque hay bastantes cosas para hacer hoy. Van a venir los Alcázar a tomar el té, va a estar el hermano mayor, que es militar y es un churro..- apuntó con picardía- Me vas a tener que ayudar a elegir un vestido y a peinarme, Matilde. No mejor, me vas a acompañar a la peluquería. De paso te ha
Los pocos transeúntes que fatigaban las calles de Tandil a esas horas de la madrugada del 29 de febrero de 1912, tropezaron con el macabro hallazgo: parecía un bulto negro abandonado en la calle, pero era el cadáver de un hombre. Cuando el policía que hacía su ronda nocturna por las calles del poblado lo dio vuelta y le vieron la cara, uno de los curiosos dio un grito de asombro. “¡Pandereta!”Al loco “Pandereta” lo conocía todo el mundo. Solía entrar a los bares, donde cantaba y bailaba a cambio de unos tragos. A veces la policía lo detenía y lo dejaba en el calabozo unos días, pero después lo largaban. Con el tiempo dejaron de molestarlo, porque era el bufón oficial del pueblo. No se le conocía familia alguna, y nadie recordaba cómo había llegado a Tandil. “Estuve siempre”&hel
- Más té, por favor, Matildita- demandó la señora Phers. Con ademán mecánico, Matilde se acercó con la tetera y volvió a llenar de líquido ambarino.-¡Qué orgullosa debés estar, Gertrudis! -continuó dirigiéndose a la señora de Alcázar. ¡Tus hijos ya son dos hombres! ¡Y uno de ellos, militar de carrera!Gertrudis de Alcázar sonrió, complacida, y su hijo Máximo, se esponjó como un pavo real dentro de su uniforme del ejército. Junto a él, su hermano Ladislao, de apenas diecisiete años, lánguido y delicado, bebía el té con un gesto ausente.-Sí, Máximo es nuestro orgullo, y estoy seguro que Ladislao también nos dará muchas satisfacciones- repuso el Dr. Alcázar.- Aunque a él no se le dio por el lado de las armas, sino por el
_ ¡Barreno!!Tras el grito vino la explosión, y una lluvia de bloques de piedra cayó sobre la cancha. Estaban listos para que los picapedreros empezaran a hacer su labor, transformándolas en cordones y adoquines.Con la camisa arremangada y abierta pegándosele al cuerpo por el sudor, los músculos en dura tensión, Giusseppe Bertucci golpeaba la piedra con la martelina como si tuviera un encono personal contra ella. Ignoraba el sol del mediodía, la sed y el dolor. Cuando el aire abandonaba sus pulmones, respiraba profundo y con recuperada fuerza volvía a acometer contra la roca. A su flanco, sus compañeros seguían en idéntica actitud. Todos se esforzaban en cortar piedra, todos querían producir lo más posible, pensando en las esposas y en los niños que los aguardaban en casa, los casados; y en el baile, las muchachas y el paseo del domingo, los solteros.Giussep