Arsendina Francisco recostó su cabeza afiebrada sobre la dura almohada de la estera de su camarote de tercera clase. Había intentado mojarse la cabeza con paños fríos para bajarse la fiebre, pero fue en vano. En un rincón de la minúscula habitación, las pequeñas Irma y Beatriz veían con desorbitados ojos de horror a su madre retorcerse y delirar.
Cuando empezó el viaje, creyó que sus mareos se debían a los movimientos del barco, y era comprensible -era mujer de la sierra, era la primera vez que navegaba en su vida- y no le dio importancia pensando que en un par de días se acostumbraría.
Pero todo fue peor.
A los mareos siguieron la fiebre y la absoluta incapacidad de comer nada sin vomitar.
Y llegó un momento, el que apenas pudo levantarse de la estera.
El único médico a bordo la revisó, y revisó a otro pasajero que presentaba similares síntomas. El diagnóstico fue el más temido:tifus. Los dos enfermos fueron confinados en sus camarotes para evitar que propagaran la peste y convirtieran al buque en un ataúd flotante.
Una monja portuguesa cuidaba de Arsendina. Cuando superaron la mitad de la travesía, nadie, ni ella misma, confiaba en que pudiera llegar con vida al puerto de Buenos Aires. Y si llegaba, de todas maneras no le permitirían desembarcar. El tifus no perdonaba a nadie. Con los ojos arrasados de lágrimas y haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Arsendina suplicó a la monja que le jurara por la Santísima Virgen que cuando ella se fuera velaría por sus hijas. La monja le juró que no demoraría en colocarlas en adopción con una buena familia.
Pero contra todos lo pronósticos, Arsendina empezó a mejorar poco antes de llegar a Montevideo. Allí fue obligada a descender del barco junto con sus hijas: en Buenos Aires no querían gente apestada. La monja le dejó la dirección de un hospital regenteado por sus hermanas de hábito. Arsendina lo buscó y se internó allí para terminar de reponerse, mientras sus hijas quedaban al cuidado de las hermanas.
Unos meses después, habiendo resuelto sus problemas de salud y removidos los obstáculos burocráticos, Arsendina y sus hijas cruzaron el Río de la Plata a bordo de un carguero. Para cuando la ciudad se aprestaba a festejar con gran pompa el Centenario de la Nación, una salmantina delgada, envejecida prematuramente, con la cabeza envuelta en un rebozo, sin equipaje y con dos niñas aferradas a sus manos, cruzaba el puerto de Buenos Aires en busca de alguien que la llevara a su destino: un pueblo entra las sierras llamado Tandil. El lugar de la piedra que latía.
- Buenos días, señorita Ida.Matilde entró al cuarto de su joven patrona portando la bandeja del desayuno. La dejó sobre la mesa del tocador y se dirigió a correr las cortinas. La estancia se inundó de luz. Una joven de cabellos ensortijados. se revolvió, somnolienta, entre las sábanas de lino labrado.- Hummm… buenos días, Matilde… ¿cómo está el tiempo hoy?-Hace un día hermoso, niña. Hasta parece primavera.Ida se incorporó en la cama.- Qué bueno, porque hay bastantes cosas para hacer hoy. Van a venir los Alcázar a tomar el té, va a estar el hermano mayor, que es militar y es un churro..- apuntó con picardía- Me vas a tener que ayudar a elegir un vestido y a peinarme, Matilde. No mejor, me vas a acompañar a la peluquería. De paso te ha
Los pocos transeúntes que fatigaban las calles de Tandil a esas horas de la madrugada del 29 de febrero de 1912, tropezaron con el macabro hallazgo: parecía un bulto negro abandonado en la calle, pero era el cadáver de un hombre. Cuando el policía que hacía su ronda nocturna por las calles del poblado lo dio vuelta y le vieron la cara, uno de los curiosos dio un grito de asombro. “¡Pandereta!”Al loco “Pandereta” lo conocía todo el mundo. Solía entrar a los bares, donde cantaba y bailaba a cambio de unos tragos. A veces la policía lo detenía y lo dejaba en el calabozo unos días, pero después lo largaban. Con el tiempo dejaron de molestarlo, porque era el bufón oficial del pueblo. No se le conocía familia alguna, y nadie recordaba cómo había llegado a Tandil. “Estuve siempre”&hel
- Más té, por favor, Matildita- demandó la señora Phers. Con ademán mecánico, Matilde se acercó con la tetera y volvió a llenar de líquido ambarino.-¡Qué orgullosa debés estar, Gertrudis! -continuó dirigiéndose a la señora de Alcázar. ¡Tus hijos ya son dos hombres! ¡Y uno de ellos, militar de carrera!Gertrudis de Alcázar sonrió, complacida, y su hijo Máximo, se esponjó como un pavo real dentro de su uniforme del ejército. Junto a él, su hermano Ladislao, de apenas diecisiete años, lánguido y delicado, bebía el té con un gesto ausente.-Sí, Máximo es nuestro orgullo, y estoy seguro que Ladislao también nos dará muchas satisfacciones- repuso el Dr. Alcázar.- Aunque a él no se le dio por el lado de las armas, sino por el
_ ¡Barreno!!Tras el grito vino la explosión, y una lluvia de bloques de piedra cayó sobre la cancha. Estaban listos para que los picapedreros empezaran a hacer su labor, transformándolas en cordones y adoquines.Con la camisa arremangada y abierta pegándosele al cuerpo por el sudor, los músculos en dura tensión, Giusseppe Bertucci golpeaba la piedra con la martelina como si tuviera un encono personal contra ella. Ignoraba el sol del mediodía, la sed y el dolor. Cuando el aire abandonaba sus pulmones, respiraba profundo y con recuperada fuerza volvía a acometer contra la roca. A su flanco, sus compañeros seguían en idéntica actitud. Todos se esforzaban en cortar piedra, todos querían producir lo más posible, pensando en las esposas y en los niños que los aguardaban en casa, los casados; y en el baile, las muchachas y el paseo del domingo, los solteros.Giussep
Con los cabellos recogidos cubiertos por una boina y vistiendo un mono azul de trabajo, Catita apilaba las cajas que llevaba desde del andén hasta el depósito. Llevaba dos meses trabajando en la estación, y nunca se había sentido tan feliz. Por primera vez, sentía que había encontrado su lugar.La llegada de una mujer, revolucionó el ambiente ferroviario por dos semanas. Después, los muchachos se acostumbraron y empezaron a tratarla como uno más. Es que Catalina no le hacía asco al lenguaje procaz, ni se espantaba por los chistes verdes, ni le sacaba el cuerpo al trabajo más duro tampoco. Ya Giuseppe les había avisado acerca de la excepcional fuerza física de la muchacha, pero varias veces se veían obligados a recordarle los límites de su anatomía. El capataz, un italiano bonachón y obeso, le había tomado mucho aprecio. Incluso, le enseñó
- Las señoritas no están_ se apresuró a decir Matilde.Erguido frente a la puerta, rígido en su uniforme militar, el coronel Alcázar la miraba, otra vez con la sonrisa petulante bajo su bigote.-Lo sé. La vine a visitar a usted, Matildita.Turbada y sorprendida, Matilde recibió un ramo de rosas y una caja de bombones finos que le tendió el hombre.- ¿Y no me va a invitar a pasar? ¿Así se atiende a las visitas en España?- Soy argentina, señor. Y este es mi lugar de trabajo, no puedo recibir visitas.-Caramba, que impertinencia la mía. Disculpe. En ese caso, mañana es domingo ¿Me aceptaría una invitación para tomar un café en la confitería Colón?-Yo no puedo ir a la Colón. Allí van las señoras.-Ay, Matildita, Matildita… esas cosas están
Matilde llegó esa mañana al Centro Cultural Alberti acompañada por la señorita Ida, que había acordado empezar a dar clases de apoyo allí. Se encontraron a Rosita discutiendo con el director del Centro Cultural, con su hermano Félix y con Giusseppe. Entre los tres trataban de convencer a la compañera Rosita que lo que experimentaba era una debilidad femenina por un burgués vicioso y pervertido.-¡Señorita Ida!- exclamó en cuanto vio llegar a las dos mujeres -¡Usted tiene que ayudar al niño Ladislao! ¡Lo quieren meter en uno de esos lugares horribles donde ponen a los locos!-Le estoy tratando de explicar a la compañera- dijo el profesor Sandrelli, director del Centro, circunspecto detrás de sus lentes. Que la homosexualidad o uranismo es una degeneración burguesa muy dañina para el tejido social.-¡Es una enfermedad como c
- Madre. Yo no amo a ese joven.Irma del Carmen permanecía erguida frente a la cama de su madre. Arsendina había despertado muy mal esa mañana, y no había podido levantarse. Irma y Beatriz entonces se organizaron para prepararle el desayuno a su padre, la vianda para que llevara a la cantera, y dividirse las labores de la casa. En el momento en el que fue a llevarle una tisana a su madre y a cambiarle la botella de agua caliente, aprovechó a hacerle la conversación.Unas noches antes, había venido a cenar con ellos un compañero de trabajo del padre, Jordán Ferreira. Jordán Ferreira y Esteban del Carmen se conocían desde que vivían en España. El gallego había pasado una temporada en el pueblito donde estaba el convento del Carmen, y todos allí conocían a Esteban, el niño de las monjas. Vino con su esposa y su hijo Benigno: un muchacho de l