Las ventanas de la antigua casa Phers, abiertas de par en par, dejaban escapar los acordes de la música del piano. Matilde se había esforzado en buscar una profesora para que diera clases gratis a varias niñas de familias trabajadoras. Cuando veía a las hijas de los picapedreros y de las modistillas pulsar las teclas de marfil con concentrada circunspección y saltar de alegría al conseguir arrancar por primera vez los acordes de una ronda o un villancico la emoción la embargaba. No podía evitar recordar cuantas veces, teniendo la misma edad, ella le había sacado brillo al marfil de esas teclas soñando con poder sacarles melodías alguna vez, tal como hacían las señoritas Ida y Antonieta con esas manos que parecían gaviotas planeando sobre una playa blanca y negra.
La brisa primaveral que entraba mezclada con el aroma de los tilos de la vereda, hací
Los cabellos cubiertos por un pañuelo azul, los ojos protegidos por los anteojos ahumados, fumando un cigarrillo nerviosamente, Matilde aguardaba en la sala de espera del penal de Dolores. Había recorrido, a bordo de la camioneta conducida por Catita, los doscientos veinte kilómetros que separaban esa ciudad de Tandil con el alma en un hilo. Una vez en el penal, chocó con la negativa rotunda de las autoridades carcelarias. No les podían permitir ver a un preso, menos a un preso político, menos no siendo familiar. Pero el carnet del Partido Peronista Femenino, más la invocación del apellido Alcázar, una carta firmada de puño y letra por la señora Eva Perón que Matilde llevaba siempre consigo, hicieron las veces de salvoconducto. Pero aun Matilde debió insistir para que le permitieran que la entrevista se realizara a solas. El alcaide vacilaba, temeroso de cargar con semejante responsabili
El 11 de noviembre de 1951, el país era una fiesta. Miles de personas, a pesar de lo desfavorable del clima, se precipitaron a las calles ansiosas de emitir el sufragio. Particularmente las mujeres, felices de participar por primera vez de la jornada cívica, se agolparon desde la mañana temprano frente a las escuelas Designada como Fiscal General por la Junta Electoral, Matilde tenía la misión de supervisar die mesas femeninas, por lo que iba y venía conducida por su padre en el automóvil de Ladislao, que había sido designado presidente de mesa en la escuela 5, del Barrio de la Estación. Mientras tanto Catita, al volante de uno de los coches oficiales de la Municipalidad iba y venía llevando afiliadas y simpatizantes peronistas a su lugar de votación En uno de los viajes, pasó por la casa de Giusseppe, donde ahora vivían Assunta y Angiulina, la anciana señ
Ladislao Alcázar escribía tranquilamente en su escritorio, cuando la secretaria le anunció que un señor deseaba verlo. Sin darle demasiada importancia, le indicó que lo hiciera pasar.Cuando levantó la vista, fue grande su sorpresa al encontrarse con un rostro bello y viril, todavía joven. que conocía bien.-Dámaso…qué hacés acá.- Te dije que no te iba a olvidar…Ladislao se levantó del escritorio y ambos hombres se abrazaron torpe, pero ansiosamente. Trasponiendo los límites de la prudencia, Ladislao lo besó varias veces en la boca, aunque mirando a la puerta con ojos abiertos y vigilantes. Después lo separó de sí y lo observó…los años y la separación de la vida claustral le habían sentado bien. Se lo veía muy guapo vestido con un traje color crema y se había dejado u
Los días transcurrían todos iguales y los años no parecían pasar más.Melancólica, Matilde a veces se acercaba a la ventana enrejada que daba a la calle mendigando luz. Por esa ventana le llegaban a veces lejanos ecos de la libertad.Hacía tres años que estaba recluida en la cárcel del Buen Pastor, en Córdoba. En su sadismo, Máximo se había asegurado de que le tocara un lugar de reclusión bien lejano para que no pudiera recibir visitas frecuentes de su familia. Sólo su madre acudía a verla dos veces por año. Le decía que ella y Hugo estaban haciendo todo lo posible por lograr su libertad. Trataba de infundirle coraje “Máximo tiene poder, pero no es el único ni el más poderoso. Ayer Hugo habló con XXX (insertaba el nombre de algún líder político, militar o sindical destacado) y prometió ocupa
-Mamá, yo quiero ver los aviones.-Ya los vas a ver, hijo. En un ratitoLa señora Virginia Etchegaray se sentó, fatigada, en un banco de la Plaza de Mayo. Apoyó la bolsa de las compras a su lado y sacó un paquete de galletitas para darle una a su hijo Luis, de cinco años. Había tenido que salir a hacer unas compras al centro, pero como la vecina que habitualmente le cuidaba al niño en esas situaciones se había enfermado, había tenido que llevarlo con ella. Para consolarlo del fastidio por abandonar su habitación y sus juguetes para pasar horas recorriendo tiendas repletas de artículos que no le interesaban y escuchando conversaciones que lo aburrían, la joven madre le había prometido llevarlo a ver el espectáculo de aviación que estaba anunciado para esa mañana en Plaza de Mayo. “Vas a ver que lindo, los aviones van a
El Teniente General Lonardi llevaba un mes como Presidente de la República cuando Matilde salió de la cárcel. Del brazo de Ida. Al principio, criada y patrona; después, adversarias políticas; después, compañeras de encierro. Ahora, simplemente amigas.Se despidieron con un afectuoso abrazo de Delia. Quedaron en encontrarse afuera, cuando la anciana enfermera terminara de cumplir su condena. Saludaron con la mano al resto de las presas comunes. Al transponer el portón de la cárcel, vieron a sus familiares esperándolas. El profesor Sandrelli y Antonieta, del lado de Ida. Benigno, Catita e Irma, del lado de Matilde.De todas maneras, los abrazos y las lágrimas de alegría fueron mutuos y unieron a ambas familias. Todo rencor había quedado sepultado. Todos habían vivido momentos tan duros y sufrido tantas pérdidas, que después de tantas lágrimas no &n
En la soledad de su cuarto de mucama, Matilde Ferreira terminaba de arreglarse frente al pequeño espejito de latón colgado en la pared. Se había puesto el vestido con flores que le había regalado la señorita Ida (siempre le regalaba su ropa usada cuando se aburría de ella) y un collar de cuentas de vidrio azul que se había podido comprar en la feria con el pago de la última quincena. Le había costado dos semanas sin ir al cine, pero le hizo tanta ilusión cuando lo vio en el exhibidor con las perlas azules, traslúcidas e irregulares largando destellos a la luz del sol, que no pudo resistirse. Le pareció una joya similar a las que usaban las mujeres a las que tanto le gustaba mirar en las fotos de “Radiolandia”, revista que hojeaba tirada en el catre de su cuartito en el tiempo libre que le quedaba después de lavar la ropa y antes de que la señora la llamara para que sir
Arsendina Francisco miró por la ventana de la habitación que le servía de aula y vivienda; y atisbó la lejanía. Una majada de cabras flacas bajaba desde la sierra guiada por un pastor no menos flaco. La comarca estaba cada vez más pobre. Aprovechando la implacable luz del atardecer serrano, sentada en uno de los pupitres que habían usado sus alumnos por la mañana, Arsendina se dispuso a leer la carta. Era una de las pocas personas de la aldea que sabía leer y escribir. De modo que estaba acostumbrada a que las vecinas llamaran a su puerta con papeles en las manos, ansiosas por que les leyera las cartas que les enviaban sus maridos emigrados. Arsendina podía percibir la ansiedad pintada en el rostro de esas mujeres, la angustia por recibir noticias de quienes habían partido uno o dos años antes en busca de un porvenir mejor que el que les deparaban esas áridas serranías. Le había tocado brincar de alegría con la que recibía la nueva de que el c