Arsendina Francisco miró por la ventana de la habitación que le servía de aula y vivienda; y atisbó la lejanía. Una majada de cabras flacas bajaba desde la sierra guiada por un pastor no menos flaco. La comarca estaba cada vez más pobre.
Aprovechando la implacable luz del atardecer serrano, sentada en uno de los pupitres que habían usado sus alumnos por la mañana, Arsendina se dispuso a leer la carta.
Era una de las pocas personas de la aldea que sabía leer y escribir. De modo que estaba acostumbrada a que las vecinas llamaran a su puerta con papeles en las manos, ansiosas por que les leyera las cartas que les enviaban sus maridos emigrados. Arsendina podía percibir la ansiedad pintada en el rostro de esas mujeres, la angustia por recibir noticias de quienes habían partido uno o dos años antes en busca de un porvenir mejor que el que les deparaban esas áridas serranías. Le había tocado brincar de alegría con la que recibía la nueva de que el compañero estaba bien instalado y prosperando; y que la aguardaba del otro lado del Atlántico en el nuevo hogar que le había construido, y le había tocado contener el llanto de aquella a la que unas líneas impersonales garabateadas por algún funcionario encargado de enfermedades o naufragios la declaraba viuda.
Ahora le tocaba a ella. Y no había nadie que la contuviera. Por eso había esperado que sus dos hijas, las pequeñas Irma y Beatriz, estuvieran fuera: para que no fueran testigos de ninguna explosión de llanto, y estar entera y compuesta si tenía que darles una mala noticia.
Arsendina había cumplido los treinta años el verano pasado y era una de las mujeres más respetadas de la comarca, además de las más bellas. No sólo cumplía funciones de maestra, sino también de enfermera, partera y –en ocasiones, aunque eso jamás se decía en voz alta- abortera. Es que en esas serranías olvidadas de Dios y del gobierno, encajadas en un rincón entre España y Portugal, rara vez recalaba un médico o un maestro titulado. El cura era lo más parecido a una autoridad administrativa que existía. Y era, además, el tío de Arsendina, que había tenido que vivir con él desde una muy temprana edad, cuando una de las pestes que diezmaban periódicamente a la población campesina se llevó a sus padres.
No hay mal que por bien no venga. La prematura orfandad de Arsendina la llevó a tener una educación más esmerada que las otras niñas de la aldea. Mientras ellas estaban cuidando el ganado de su familia, lavando la ropa en el río y cociendo panes, Arsendina estaba tomando lecciones de aritmética, gramática, geometría e historia sagrada a cargo de su tío, el padre Manolo, en el salón parroquial.
La niña demostraba poseer una despierta inteligencia y una capacidad de aprendizaje poco común. Además, era muy gentil y cariñosa. De manera que, muy pronto, las aldeanas empezaron a mandarle a sus hijos para que le enseñara a leer y a escribir. El padre Manolo, entonces, le cedió el salón contiguo a la parroquia para que improvisara en él una modesta escuelita. Allí Arsendina enseñaba el catecismo y las primeras letras, pero también despiojaba cabezas, quitaba espinas enterradas, restañaba raspones en las rodillas y servía tisanas para bajar la fiebre.
El padre Manolo estaba satisfecho, pero al mismo tiempo lamentaba que Arsendina no fuera varón para poder destinarla al seminario donde había estudiado él. Era consciente de que –a medida que la muchacha creciera- le iba a ser cada vez más difícil mantenerla en su casa. Solamente había dos caminos posibles para las mujeres en esa región: el matrimonio o el convento. Y Manolo sabía que no podía casar a su bella y culta sobrina con ninguno de esos toscos aldeanos, pero le daba mucha pena confinarla en un claustro.
La solución se la dieron las monjas del convento de un pueblo cercano, que tenían un problema simétrico y opuesto al suyo. El problema se llamaba Esteban del Carmen.
Esteban había sido abandonado con pocos días de vida en el torno del convento, el día después de Navidad. En la canasta con mantas donde lo dejaron, no había ninguna nota explicativa ni ningún otro indicio que pudiera dar cuenta de su origen o filiación. Así que las monjas le dieron como nombre el del santo del día: 26 de diciembre, San Esteban, Mártir; y como apellido, el nombre del convento: Nuestra Señora del Carmen.
Esteban creció con las monjas, educado por ellas y ayudándolas en sus labores. Les hacía de jardinero, asistente y recadero. Una vez por semana, bajaba al pueblo a vender los dulces y confituras que ellas preparaban y a comprar provisiones. En el pueblo corrían diferentes versiones acerca de su origen. Sus labios gruesos, sus ojos oscuros y su poblado entrecejo hacían que muchos conjeturaran que era hijo de moros o gitanos. Otros, más pícaros, sostenían que era el fruto de una relación clandestina entre una de las monjas y el confesor.
Cuando su estatura le permitió recoger los albaricoques del huerto sin usar escalera y sus mejillas se cubrieron de un vello ralo y negro, algunas monjas empezaron a sentirse incómodas. Y cuando la hermana lavandera se empezó a negar a lavar las sábanas del muchacho, la abadesa decidió que había que tomar una decisión drástica. Le escribió a su primo, cura en el pueblo vecino, diciéndole que le encomendaba al portador de la presente, Esteban del Carmen, para que lo acogiera en su casa como a un hijo y le sirviera de sacristán y ayudante de misa.
El padre Manolo terminó de leer la carta de su prima y se rascó la cabeza con ademán reflexivo. El visitante aguardaba de pie. Entonces llamó a Arsendina, le presentó al recién llegado como el nuevo sacristán de la iglesia y le anunció que sería su esposo. Un hombre y una mujer, no pueden vivir juntos bajo el mismo techo si no tienen lazos de sangre o están unidos en santo matrimonio, les explicó. Otra cosa es tentar al diablo.
Los dos jóvenes se miraron y les pareció bien. Él era un hombre fuerte, apto para proveer a una familia en ese medio rural y ella una mujer sana, apta para tener hijos y gobernar una casa. Con eso bastaba No conocían el amor romántico ni siquiera por el cine, invento que aún no había llegado a esos parajes recónditos.
El propio cura ofició la boda unos días después, con el matrimonio más viejo de la aldea como testigos. Como regalo, les cedió el salón donde Arsendina daba clases y otra habitación más como vivienda, y otros aldeanos les trajeron gallinas y una cabra.
Los esposos vivieron en relativa armonía y sin mayores desavenencias. Se sospecha que el matrimonio tardó en consumarse, porque sólo unos años después del mismo nació Irma; y un poco más tarde, Beatriz.
Pocos episodios turbaron el monótono devenir de los días de la familia en esa aldea serrana. La muerte del padre Manolo fue uno de ellos. La muerte prematura del tercer hijo de la pareja, a pocos días de nacido, otro. Las sequías y las epidemias que periódicamente azotaban la región, ya estaban incorporadas al ritmo habitual de la vida.
Nunca se supo bien cuál fue el primero en irse. Pero de a poco, los habitantes de la aldea empezaron a emigrar.
Entre los que quedaban corrían anécdotas fabulosas y contradictorias, que supuestamente se conocían por cartas de los parientes emigrados. Algunos hablaban de riquezas fabulosas del otro lado del Atlántico, de una tierra de abundancia y riquezas fáciles. Otros contaban historias truculentas de masacres, ataques de bandidos y salvajes bebedores de sangre.
Hasta que un día, Esteban del Carmen le dijo a su mujer que él también se marchaba. Qué eso ya no era vida. Que no quería perder otro hijo, y que quería labrar un porvenir mejor para Irma y Beatriz.
“¿Qué va a ser de ellas aquí, mujer?. Esto está está cada vez, más pobre. Me voy con los compadres Mansilla y Carreira. Nos vamos por La Coruña. Cuando esté establecido en América, mandaré por vosotras. Seremos ricos, ya verás”.
Arsendina era una mujer práctica. No compartía el optimismo de su esposo, pero sabía que oponerse a la aventura sería en vano. Así que fue a prepararle el hato para el viaje; y el día de la partida, lo despidió Apretando firmemente las manos de sus hijas, haciendo fuerza para no llorar frente a ellas, vio como Esteban se despedía agitando el sombrero, a bordo del coche que se alejaba con rumbo a la ciudad.
No tuvo noticias hasta después de un año, cuando recibió esa carta.
Mi querida Arsendina:
Espero que os encontréis, las niñas y tú, en buen estado de salud. Este tiempo alejado de vosotras ha sido duro. La travesía por mar, gracias a Dios, fue tranquila y sin sobresaltos. Llegamos a Buenos Aires en el tiempo previsto.
Una vez aquí, nos registramos en la oficina del puerto y nos alojamos en el Hotel de Inmigrantes. Empezamos a buscar trabajo. El compadre Mansilla encontró como mozo en una fonda, y el compadre Carreira, como dependiente en una tienda. Yo podría haber entrado a trabajar también, pero seguí esperando la oportunidad de algo más grande, que me permitiera traeros pronto a mi lado
La quinta vez que vine a la oficina a averiguar, me crucé con un hombre que me miró de arriba abajo. Me pidió que me quitase la chaqueta y que hiciese fuerza, y me palpó los músculos de los brazos. Me dijo que yo era fuerte, y que tenía condiciones para trabajar en las canteras. Cuando escuché la paga ¡Ostias! Era tres veces lo que ganaban mis compadres. Le dije que ya quería empezar, que adónde íbamos. Se rio y me dijo que quedaba lejos para ir ahora. Que lo esperara mañana en ese mismo lugar.
Como te imaginarás, al otro día estaba allí plantado como un solo hombre. En realidad, había también otros mozos, como cuarenta o cincuenta. Había españoles como nosotros, pero también italianos, rusos, polacos y de otros lugares con idiomas raros. Vino el hombre. y nos hizo subir a todos a un carro. De ahí nos llevo hasta la estación y abordamos un tren. Recién entonces se me ocurrió de preguntar adónde íbamos y alguien me dijo que a Tandil.
Pregunté donde quedaba ese lugar, y me dijeron que muchas leguas más al sur.
Otro español me dijo que había escuchado que el nombre de ese lugar significa “la piedra que late” en el idioma de los indios de esa comarca, porque allí hay una roca gigante, con forma de corazón que se mueve. Supuse que me estaban queriendo hacer el chusco, y no pregunté más nada.
El viaje se hizo tan largo que pensé que me estaban llevando a otro país. Es que la Argentina es endiabladamente grande, mujer. Ni te imaginas: viajamos durante todo el día. Y todavía me dicen que sigue leguas y leguas más al sur, hasta uno páramos donde siempre hay nieve; y también se puede ir leguas y leguas al norte hasta lugares donde hay palmeras y hace más calor que en África. Es de no creer.
Finalmente, llegamos, y que te cuento, mujer, que lo de la piedra no era mentira. Parece cosa de brujería: es una piedra gigante, grande como una iglesia, en la cima de un cerro, apoyada apenitas en la punta, que se mueve y que nunca se cae. Los muchachos juntaron botellas y las pusieron debajo y mira aquí que la piedra las hizo polvo… y me dijeron que siempre estuvo así, miles de años ha que se hamaca sin caerse.
Aquí cerca de la piedra movediza, es donde nos han dado el trabajo. Tenemos que picar piedra para hacer adoquines para las calles. El trabajo es duro, pero ya me acostumbré. Al principio no me salían más de un puñado de adoquines por día, ahora ya los hago como quien sopla y hace botellas.
Aquí mismo tenemos unas casitas muy cómodas, una fonda donde podemos comer y comprar vituallas. El patrón parece un buen hombre, y nos trata bien, pero hay unos que siempre se quejan. Dicen que son anarquistas o comunistas. Creo que son de esos, que decía tu tío Manolo, que no creen en Dios y que se visten de rojo. Son un poco pesados, pero no parecen mala gente, y aquí muchos les quieren porque dicen que antes de que ellos llegaran los patrones les trataban mal, no les pagaban con plata de verdad sino con una que solo servía aquí adentro, y que trabajaban todos los días; y que ahora, por algo que hicieron estos rojos, parece que los patrones les tomaron miedo y por eso nos dan moneda buena y nos dejan descansar los domingos. Sí, tenemos todo el domingo para hacer lo que queramos, y nos pagan igual. Algunos se van para el pueblo, pero yo casi siempre prefiero quedarme aquí. Nos divertimos. Jugamos a ver quién puede subir al cerro cargando más peso. Yo una vez gané, cuando los más cojonudos se habían ido al pueblo. Me premiaron con un cajón de cerveza, que terminé compartiendo con los otros chavales. Tú ya sabes que no bebo mucho.
Bien, te escribo estas líneas para darte razón, decirte cuanto te añoro a ti y a las niñas y expresarte el deseo de reunirme bien pronto con vosotras. Con el dinero que reuní, ya dejé pagos tres pasajes de ida en el buque “La Candelaria”, que sale de Oporto. Cuando recibas la presente, si mis cálculos no me fallan estará al partir. Así que arregla los asuntos y parte sin demora.
Te ama tu esposo
Esteban.
- ¡Niñas! - llamó Arsendina plegando las cuartillas - ¡Niñas, venid, ya!
Las pequeñas Irma y Beatriz, de siete y seis años, penetraron en el recinto.
- ¡ A juntar sus cosas, niñas! Nos vamos de viaje.
La misa de once en Santa Ana se le hizo a Matilde eterna. Dos veces miró disimuladamente hacia la puerta, ocultando la cara con su mantilla. Hasta que Rosita, que estaba a su lado, comprendiendo el motivo de la inquietud de su amiga, le susurró- No busques a Giuseppe, que no va a venir…- y en tono aun más confidencial, acercando casi sus labios al oído de su amiga, murmuróEs socialista.Una vez más, la mantilla le vino bien a Matilde para disimular su rubor. Se sentía pillada en una falta.Para colmo de males, el nuevo párroco que ocupaba el curato desde el fallecimiento del padre Chienno, el joven e impetuoso padre Asís parecía haber adivinado la turbulencia de los pensamientos de Matilde y haber compuesto la homilía especialmente para ella._ Queridos hermanos…nuestra patria está viviendo horas dramáti
Arsendina Francisco recostó su cabeza afiebrada sobre la dura almohada de la estera de su camarote de tercera clase. Había intentado mojarse la cabeza con paños fríos para bajarse la fiebre, pero fue en vano. En un rincón de la minúscula habitación, las pequeñas Irma y Beatriz veían con desorbitados ojos de horror a su madre retorcerse y delirar.Cuando empezó el viaje, creyó que sus mareos se debían a los movimientos del barco, y era comprensible -era mujer de la sierra, era la primera vez que navegaba en su vida- y no le dio importancia pensando que en un par de días se acostumbraría.Pero todo fue peor.A los mareos siguieron la fiebre y la absoluta incapacidad de comer nada sin vomitar.Y llegó un momento, el que apenas pudo levantarse de la estera.El único médico a bordo la revisó, y revisó a otro pasajero que p
- Buenos días, señorita Ida.Matilde entró al cuarto de su joven patrona portando la bandeja del desayuno. La dejó sobre la mesa del tocador y se dirigió a correr las cortinas. La estancia se inundó de luz. Una joven de cabellos ensortijados. se revolvió, somnolienta, entre las sábanas de lino labrado.- Hummm… buenos días, Matilde… ¿cómo está el tiempo hoy?-Hace un día hermoso, niña. Hasta parece primavera.Ida se incorporó en la cama.- Qué bueno, porque hay bastantes cosas para hacer hoy. Van a venir los Alcázar a tomar el té, va a estar el hermano mayor, que es militar y es un churro..- apuntó con picardía- Me vas a tener que ayudar a elegir un vestido y a peinarme, Matilde. No mejor, me vas a acompañar a la peluquería. De paso te ha
Los pocos transeúntes que fatigaban las calles de Tandil a esas horas de la madrugada del 29 de febrero de 1912, tropezaron con el macabro hallazgo: parecía un bulto negro abandonado en la calle, pero era el cadáver de un hombre. Cuando el policía que hacía su ronda nocturna por las calles del poblado lo dio vuelta y le vieron la cara, uno de los curiosos dio un grito de asombro. “¡Pandereta!”Al loco “Pandereta” lo conocía todo el mundo. Solía entrar a los bares, donde cantaba y bailaba a cambio de unos tragos. A veces la policía lo detenía y lo dejaba en el calabozo unos días, pero después lo largaban. Con el tiempo dejaron de molestarlo, porque era el bufón oficial del pueblo. No se le conocía familia alguna, y nadie recordaba cómo había llegado a Tandil. “Estuve siempre”&hel
- Más té, por favor, Matildita- demandó la señora Phers. Con ademán mecánico, Matilde se acercó con la tetera y volvió a llenar de líquido ambarino.-¡Qué orgullosa debés estar, Gertrudis! -continuó dirigiéndose a la señora de Alcázar. ¡Tus hijos ya son dos hombres! ¡Y uno de ellos, militar de carrera!Gertrudis de Alcázar sonrió, complacida, y su hijo Máximo, se esponjó como un pavo real dentro de su uniforme del ejército. Junto a él, su hermano Ladislao, de apenas diecisiete años, lánguido y delicado, bebía el té con un gesto ausente.-Sí, Máximo es nuestro orgullo, y estoy seguro que Ladislao también nos dará muchas satisfacciones- repuso el Dr. Alcázar.- Aunque a él no se le dio por el lado de las armas, sino por el
_ ¡Barreno!!Tras el grito vino la explosión, y una lluvia de bloques de piedra cayó sobre la cancha. Estaban listos para que los picapedreros empezaran a hacer su labor, transformándolas en cordones y adoquines.Con la camisa arremangada y abierta pegándosele al cuerpo por el sudor, los músculos en dura tensión, Giusseppe Bertucci golpeaba la piedra con la martelina como si tuviera un encono personal contra ella. Ignoraba el sol del mediodía, la sed y el dolor. Cuando el aire abandonaba sus pulmones, respiraba profundo y con recuperada fuerza volvía a acometer contra la roca. A su flanco, sus compañeros seguían en idéntica actitud. Todos se esforzaban en cortar piedra, todos querían producir lo más posible, pensando en las esposas y en los niños que los aguardaban en casa, los casados; y en el baile, las muchachas y el paseo del domingo, los solteros.Giussep
Con los cabellos recogidos cubiertos por una boina y vistiendo un mono azul de trabajo, Catita apilaba las cajas que llevaba desde del andén hasta el depósito. Llevaba dos meses trabajando en la estación, y nunca se había sentido tan feliz. Por primera vez, sentía que había encontrado su lugar.La llegada de una mujer, revolucionó el ambiente ferroviario por dos semanas. Después, los muchachos se acostumbraron y empezaron a tratarla como uno más. Es que Catalina no le hacía asco al lenguaje procaz, ni se espantaba por los chistes verdes, ni le sacaba el cuerpo al trabajo más duro tampoco. Ya Giuseppe les había avisado acerca de la excepcional fuerza física de la muchacha, pero varias veces se veían obligados a recordarle los límites de su anatomía. El capataz, un italiano bonachón y obeso, le había tomado mucho aprecio. Incluso, le enseñó
- Las señoritas no están_ se apresuró a decir Matilde.Erguido frente a la puerta, rígido en su uniforme militar, el coronel Alcázar la miraba, otra vez con la sonrisa petulante bajo su bigote.-Lo sé. La vine a visitar a usted, Matildita.Turbada y sorprendida, Matilde recibió un ramo de rosas y una caja de bombones finos que le tendió el hombre.- ¿Y no me va a invitar a pasar? ¿Así se atiende a las visitas en España?- Soy argentina, señor. Y este es mi lugar de trabajo, no puedo recibir visitas.-Caramba, que impertinencia la mía. Disculpe. En ese caso, mañana es domingo ¿Me aceptaría una invitación para tomar un café en la confitería Colón?-Yo no puedo ir a la Colón. Allí van las señoras.-Ay, Matildita, Matildita… esas cosas están