- Buenos días, señorita Ida.
Matilde entró al cuarto de su joven patrona portando la bandeja del desayuno. La dejó sobre la mesa del tocador y se dirigió a correr las cortinas. La estancia se inundó de luz. Una joven de cabellos ensortijados. se revolvió, somnolienta, entre las sábanas de lino labrado.
- Hummm… buenos días, Matilde… ¿cómo está el tiempo hoy?
-Hace un día hermoso, niña. Hasta parece primavera.
Ida se incorporó en la cama.
- Qué bueno, porque hay bastantes cosas para hacer hoy. Van a venir los Alcázar a tomar el té, va a estar el hermano mayor, que es militar y es un churro..- apuntó con picardía- Me vas a tener que ayudar a elegir un vestido y a peinarme, Matilde. No mejor, me vas a acompañar a la peluquería. De paso te hacés algo vos.
- Señorita, no..
-Dale, no seas tonta. Total, lo anotamos en la cuenta de papá. No se va a dar cuenta, y va a ser divertido. … ¿Te cuento una cosa?
-¿Qué señorita? _ dijo Matilde, edulcorando el café con dos cucharadas de azúcar como a la niña le gustaba y poniéndolo junto con el platito de bizcochos y la lecherita sobre una mesita de nácar para llevarlo sobre la cama.
- Voy a empezar a trabajar.
_-Qué bueno, señorita. La felicito.
-¿Sabés donde? En la escuela de la Movediza, cerca de la casa de tu tía. Me ofrecieron un grado ahí.
_-Qué bueno, señorita. Con la falta que hacen buenas maestras por esos lugares...van todos los hijos de los picapedreros.
-Voy a tratar de serlo.
_-Sin duda lo será, señorita.
Mientras Ida desayunaba, Matilde arreglaba el cuarto y abría las ventanas para que se ventile. Después, recogió la bandeja con el servicio y regresó a la cocina para lavarlo.
Allí se cruzó con Benigno.
- ¿Cómo estás hija? ¿Qué tal el domingo?
Por la expresión de su padre, y sabiendo que vivía en un pueblo donde los chismes volaban, Matilde advirtió. que su padre ya conocía con pelos y señales todo lo acontecido.
- Papá, es inútil seguir fingiendo que no pasó nada. Usted ya sabrá que mamá está en Tandil, alojada en casa de tía Beatriz. Y qué quiere que le diga, ya sé que ella se portó mal. Pero es mi madre, y no está muerta. Yo sería una hija muy ingrata si le volviera la espalda. Y usted no me educó de esa manera. Usted me educó con la Biblia, que dice que hay que honrar al padre y a la madre.
Benigno se sentó en la mesa de la cocina, y apoyó la cabeza en entrambas manos en un gesto de desaliento.
-Yo sé que soy un fracaso como hombre. No pude hacer feliz a mi mujer. No pude protegerlas a ustedes. Sé todo lo que dicen en el pueblo de mí, y es verdad: soy un cobarde. Pero tú eres la luz de mis ojos, Matildita. Y por lo que más quieras te lo pido. Ten cuidado con ese italiano socialista. Esa gente siempre termina en prisión…o cosas peores. ¿Acaso piensas que eso es una vida? ¿Vivir visitando presos o cuidando heridos? Con tu madre ya es suficiente, no atraigas más desgracias sobre esta familia, niña, por favor.
Y el gallego se quebró en un sollozo. Matilde dejó lo que estaba haciendo y acudió a abrazarlo y besarlo.
-Yo siempre estaré a su lado, padre.
Antonieta Phers, la mayor de las hermanas, entró a la cocina.
Benigno, por favor, saque el auto. Vamos a ir de compras con Ida y mamá. No te preocupes por la comida, Matilde, vamos a almorzar afuera, y papá se arregla con lo que quedó de anoche. Eso sí, que para las cinco esté todo listo para el té con los Alcázar.
Voy a aprovechar para lavar ropa, señorita- dijo Matilde.
Cuando las mujeres de la casa se fueron, Matilde se dirigió al lavadero, y preparó la ropa para lavar. Llevaba dos horas sumida en esa tarea, cuando desde el interior de la casa le llegó el sonido de la campanilla. El señor Phers la requería. Preocupada, Matilde pensó en que probablemente estuviese desde un rato antes, sin que ella lo oyera por el ruido de los grifos y la distancia que separaba al lavadero del resto de la casa, y particularmente del primer piso, donde tenía su gabinete el señor Phers. Apurada, secándose las manos en el delantal, atravesó el patio corriendo y subió las escaleras de igual modo.
¿Llamaba señor?- dijo entrando al escritorio del señor Phers…
Sí…pero caramba, chiquita… estás agitada.
-Es que estaba en el lavadero- se excusó Matilde- Vine corriendo ni bien oí la campanilla.
-No hay tanto apuro, chiquita… hay más tiempo que vida… sentate un rato, para reponer fuerzas.
Extrañada por el ofrecimiento, Matilde consideró de buen tono rechazarlo.
-No hace falta, estoy bien. Mande señor.
-¿Qué hay de comer?
- Un poco de guiso…lo caliento y enseguida se lo subo, señor.
-No hace falta…no tengo hambre. ¿Mi mujer y mis hijas salieron, verdad?
_-Sí, señor.
- Entonces estamos solos…el señor Phers se levantó de su escritorio, se sacó los anteojos y se dirigió a la licorera que había en un rincón de la estancia para servirse un vaso de whisky.
-¿Me acompañarías con un trago, Matilde?
-No bebo, señor.
- “Señor”, “señor”…sabés perfectamente que me llamo Jacinto. Cuando estemos solos podés llamarme así…cuando estemos solos- y le guiñó un ojo.
Matilde estaba abochornada y sumamente incómoda. No podía creer que ese hombre que la conocía desde niña, al que siempre había tenido como un esposo y padre ejemplar, estuviera aprovechando la ausencia de su esposa y de sus hijas para comportarse de esa manera.
- ¡Cómo has crecido, Matilde!... pensar que cuando tu mamá te trajo a esta casa, eras una nena. Recuerdo que cuando recién llegaste, te encargábamos que limpiaras las habitaciones y vos te ponías a jugar con las muñecas de nuestras hijas, o hacías barquitos de papel para jugar en las bachas en vez de lavar los platos… vos creías que no te veíamos. Pero te cuento una cosa: los primeros días, mi mujer te quería echar. Decía que eras una mocosa, que no servías más que para estorbo, le quería decir a tu mamá que te llevara. Pero yo me opuse. Le dije que ya ibas a aprender, a medida que crecieras. Y no me equivoqué, mirate, ahora sos toda una mujer.
Mientras hablaba, Jacinto Phers se iba acercando a Matilde hasta susurrar prácticamente las últimas palabras al oído de la doncella, que permanecía paralizada por el terror. Interpretando este terror como una señal de complacencia, el libidinoso patrón enlazó con su brazo izquierdo el talle de la mucama y le pellizcó suavemente el glúteo, mientras le volcaba su fétido aliento alcohólico sobre la cara.
Fue suficiente. Superada por el asco, Matilde reaccionó
-¡Quítese! Gritó empujando al hombre con todas sus fuerzas, y provocando que el vaso de bebida cayese al suelo y se rompiera en pedazos.
El hombre miró los fragmentos de vidrio y el charco en el suelo, y meneó la cabeza con ademán condescendiente.
_ Ay, Matildita, Matildita…qué poco sabés de la vida…si supieras lo que te conviene, no te harías la arisca conmigo… podés ser una reina o una esclava, según cómo te sepas comportar… ¿es que tu mamá no te enseñó nada? Qué egoísmo, caramba…con lo bien que le salió la jugada a ella. Tenés suerte que hoy estoy de buen humor, pero no te abuses. Cambié de opinión, voy a comer, pero bajo a la cocina yo. Vos limpiá este enchastre.
Cuando se quedó sola, Matilde cayó de bruces en el suelo y rompió a llorar amargamente. Por mucho que su madre y sus amigos socialistas le hablaran de un mundo donde reinaran la igualdad y la libertad, en el mundo real donde le tocaba vivir, todos parecían arrogarse el derecho de tratarla como una b****a.
Los pocos transeúntes que fatigaban las calles de Tandil a esas horas de la madrugada del 29 de febrero de 1912, tropezaron con el macabro hallazgo: parecía un bulto negro abandonado en la calle, pero era el cadáver de un hombre. Cuando el policía que hacía su ronda nocturna por las calles del poblado lo dio vuelta y le vieron la cara, uno de los curiosos dio un grito de asombro. “¡Pandereta!”Al loco “Pandereta” lo conocía todo el mundo. Solía entrar a los bares, donde cantaba y bailaba a cambio de unos tragos. A veces la policía lo detenía y lo dejaba en el calabozo unos días, pero después lo largaban. Con el tiempo dejaron de molestarlo, porque era el bufón oficial del pueblo. No se le conocía familia alguna, y nadie recordaba cómo había llegado a Tandil. “Estuve siempre”&hel
- Más té, por favor, Matildita- demandó la señora Phers. Con ademán mecánico, Matilde se acercó con la tetera y volvió a llenar de líquido ambarino.-¡Qué orgullosa debés estar, Gertrudis! -continuó dirigiéndose a la señora de Alcázar. ¡Tus hijos ya son dos hombres! ¡Y uno de ellos, militar de carrera!Gertrudis de Alcázar sonrió, complacida, y su hijo Máximo, se esponjó como un pavo real dentro de su uniforme del ejército. Junto a él, su hermano Ladislao, de apenas diecisiete años, lánguido y delicado, bebía el té con un gesto ausente.-Sí, Máximo es nuestro orgullo, y estoy seguro que Ladislao también nos dará muchas satisfacciones- repuso el Dr. Alcázar.- Aunque a él no se le dio por el lado de las armas, sino por el
_ ¡Barreno!!Tras el grito vino la explosión, y una lluvia de bloques de piedra cayó sobre la cancha. Estaban listos para que los picapedreros empezaran a hacer su labor, transformándolas en cordones y adoquines.Con la camisa arremangada y abierta pegándosele al cuerpo por el sudor, los músculos en dura tensión, Giusseppe Bertucci golpeaba la piedra con la martelina como si tuviera un encono personal contra ella. Ignoraba el sol del mediodía, la sed y el dolor. Cuando el aire abandonaba sus pulmones, respiraba profundo y con recuperada fuerza volvía a acometer contra la roca. A su flanco, sus compañeros seguían en idéntica actitud. Todos se esforzaban en cortar piedra, todos querían producir lo más posible, pensando en las esposas y en los niños que los aguardaban en casa, los casados; y en el baile, las muchachas y el paseo del domingo, los solteros.Giussep
Con los cabellos recogidos cubiertos por una boina y vistiendo un mono azul de trabajo, Catita apilaba las cajas que llevaba desde del andén hasta el depósito. Llevaba dos meses trabajando en la estación, y nunca se había sentido tan feliz. Por primera vez, sentía que había encontrado su lugar.La llegada de una mujer, revolucionó el ambiente ferroviario por dos semanas. Después, los muchachos se acostumbraron y empezaron a tratarla como uno más. Es que Catalina no le hacía asco al lenguaje procaz, ni se espantaba por los chistes verdes, ni le sacaba el cuerpo al trabajo más duro tampoco. Ya Giuseppe les había avisado acerca de la excepcional fuerza física de la muchacha, pero varias veces se veían obligados a recordarle los límites de su anatomía. El capataz, un italiano bonachón y obeso, le había tomado mucho aprecio. Incluso, le enseñó
- Las señoritas no están_ se apresuró a decir Matilde.Erguido frente a la puerta, rígido en su uniforme militar, el coronel Alcázar la miraba, otra vez con la sonrisa petulante bajo su bigote.-Lo sé. La vine a visitar a usted, Matildita.Turbada y sorprendida, Matilde recibió un ramo de rosas y una caja de bombones finos que le tendió el hombre.- ¿Y no me va a invitar a pasar? ¿Así se atiende a las visitas en España?- Soy argentina, señor. Y este es mi lugar de trabajo, no puedo recibir visitas.-Caramba, que impertinencia la mía. Disculpe. En ese caso, mañana es domingo ¿Me aceptaría una invitación para tomar un café en la confitería Colón?-Yo no puedo ir a la Colón. Allí van las señoras.-Ay, Matildita, Matildita… esas cosas están
Matilde llegó esa mañana al Centro Cultural Alberti acompañada por la señorita Ida, que había acordado empezar a dar clases de apoyo allí. Se encontraron a Rosita discutiendo con el director del Centro Cultural, con su hermano Félix y con Giusseppe. Entre los tres trataban de convencer a la compañera Rosita que lo que experimentaba era una debilidad femenina por un burgués vicioso y pervertido.-¡Señorita Ida!- exclamó en cuanto vio llegar a las dos mujeres -¡Usted tiene que ayudar al niño Ladislao! ¡Lo quieren meter en uno de esos lugares horribles donde ponen a los locos!-Le estoy tratando de explicar a la compañera- dijo el profesor Sandrelli, director del Centro, circunspecto detrás de sus lentes. Que la homosexualidad o uranismo es una degeneración burguesa muy dañina para el tejido social.-¡Es una enfermedad como c
- Madre. Yo no amo a ese joven.Irma del Carmen permanecía erguida frente a la cama de su madre. Arsendina había despertado muy mal esa mañana, y no había podido levantarse. Irma y Beatriz entonces se organizaron para prepararle el desayuno a su padre, la vianda para que llevara a la cantera, y dividirse las labores de la casa. En el momento en el que fue a llevarle una tisana a su madre y a cambiarle la botella de agua caliente, aprovechó a hacerle la conversación.Unas noches antes, había venido a cenar con ellos un compañero de trabajo del padre, Jordán Ferreira. Jordán Ferreira y Esteban del Carmen se conocían desde que vivían en España. El gallego había pasado una temporada en el pueblito donde estaba el convento del Carmen, y todos allí conocían a Esteban, el niño de las monjas. Vino con su esposa y su hijo Benigno: un muchacho de l
-Matilde, te tengo que pedir un favor.-Lo que usted mande, señorita Ida. ¿Le plancho un vestido? ¿O quiere que la peine?-No es eso, Matilde. Te lo tengo que pedir más como amiga que como patrona.Tomando de la mano a Matilde, Ida le indicó que se sentara a su lado en la cama. Luego, acercando su cabeza al oído de Matilde le dijo en tono confidencial:- Hoy quiero salir con un muchacho…-Me alegra oírlo, señorita Ida…pero en qué la puedo ayudar yo.-Me tenés que acompañar…-¿Yo?- Es que… ¿Sabés con quién me quiero encontrar?... ¡Con Sandrelli!-¿Por el profesor Sandrelli? ¿El director del Centro Socialista?-Sí, así que no lo pueden saber papá y mamá. Imaginate el escándalo que harían si se enteraran que salgo con