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LIBRO 3: VERANO

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Las estrellas bañaban el bosque en su luz tenue, y una tibia brisa del sur mecía el follaje a mis pies en la serena noche primaveral. Los pasos ágiles de Milo se acercaron desde la base de las rocas en las que se abría el Nicho, para alcanzarme en mi solitario mirador al tope del peñasco.

—Alfa —saludó al llegar a mi lado, sentándose a mi derecha.

No respondí, la vista perdida más allá de la cúpula del bosque, en las lucecitas vacilantes que señalaban la aldea. Allí, en el rincón noreste de aquel racimo de luces, dormía mi pequeña. Risa, mi compañera, mi amor. Había dejado el castillo con Ronda dos días atrás, y ahora se alojaba en casa de la sanadora, a pocos metros de los cultivos en sombras al este y la oscuridad del Bosque Rojo al norte.

—Todo dispuesto —dijo Milo tras una larga pausa, rompiendo el silencio susurrante de la noche.

Volví a asentir, incapaz de apartar la vista de la aldea

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