70

El eco distante de cuernos me despertó sobresaltado a la mañana siguiente. Salté de la cama y comencé a vestirme apresurado, mientras Risa se hacía un ovillo bajo las mantas.

—Despierta, amor mío —la llamé sin alzar la voz—. Los clanes ya están llegando.

Me eché encima la camisa, y al volverme hacia ella, vi que la odiosa cinta negra se había desatado y Risa la sostenía sobre sus ojos con sus propias manos.

—Buenos días, mi señor —murmuró adormilada, atándola una vez más—. Ve, pues. Que tengas un buen día.

—Tal vez no pueda venir esta noche, ni mañana —le advertí, y de sólo pensarlo se me retorcía el estómago. ¿Dos días sin ella?

—No creí que la fiesta duraría toda la noche —dijo contrariada.

—A menos que no te importe que llegue tarde —sonreí besando su frente.

—Claro que no me importa.

—Entonces por supuesto que vendré, pero no me esperes despierta. ¿Un beso para la buena suerte?

Me echó los brazos al cuello y me besó con un ímpetu que me resultó delicioso.

—Ve y brilla, mi señor —s
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