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Mora no se alegró cuando supo que precisábamos la sala del consejo abierta y caldeada después del almuerzo, pero no se atrevió a poner objeciones.

Dejé que mis hermanos se ocuparan de llamar a la inesperada reunión y subí con mis tíos. Cuando quedé solo con Artos, pasó un brazo por mis hombros y me instó a acompañarlo a sus habitaciones, haciendo gala de su sarcasmo con sus previsiones sobre lo que ocurriría por la tarde.

—Espero que lo desafíes. Será todo un espectáculo, ver a ese vejete impertinente plantarte cara —se carcajeó.

—No quisiera llegar a tanto —suspiré—. Aunque sea una piedra en la bota, es familia. Lo último que quiero es matarlo.

Artos me echó una mirada de soslayo y asintió sonriendo de costado.

—Has crecido, muchacho. Cualquiera diría que has encontrado una compañera que atempera tus ímpetus.

Por suerte, en ese momento su esposa nos abrió la puerta, y para mi sorpresa, dejó entrar a Artos y salió al corredor, tendiéndome lo que traía en sus manos: un rollo de papel g
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