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Le dije a Brenan que se adelantara, a ver si Artos podía enviar a una madre para ayudarnos. Mientras esperábamos, fuimos a echarnos al sol, apenas tibio ya, y traté de explicarles a los cachorros que esa gente era como nosotros, y como ellos. Intenté recordar cómo lo había aprendido yo, pero no servía. Todos nosotros nos habíamos criado viendo cambiar a nuestros padres, y aprendíamos a cambiar a voluntad antes de los cinco años. Para nosotros, tomar una forma u otra era una cuestión de comodidad, algo instintivo.

Artos envió a su propia esposa, que llegó corriendo cuesta arriba por delante de Brenan, alborozada al ver a los huerfanitos. Como Luna, compartía la capacidad del Alfa de comunicarse con lobos de otras manadas, y recibió a los pequeños con palabras y gestos afectuosos que calmaron su recelo instintivo sin dificultad.

A pesar de todo, no logramos convencer a los cachorros de que cruzaran el umbral de la gran morada en la que vivían Artos y su familia, junto a los padres de los lobeznos más pequeños.

Los huérfanos aullaron y lloraron cuando me vieron entrar, y acabé yéndome al bosque con ellos. A mis sobrinos no les hizo ninguna gracia, pero insistieron en seguirme.

Me sorprendió que Artos y su esposa se nos unieran después de la cena. Los cachorros se asustaron tanto al verlos en dos piernas que intentaron esconderse bajo mi cuerpo.

—Vamos, pequeños, es Luna —les dije, sintiéndolos temblar entre mis patas.

Ella les habló con su mente y tendió una mano para que la olieran. Como siempre, Quillan fue el primer valiente, mientras su hermana se encogía contra mi pecho, su cabeza bajo la mía hasta que la aparté, dejándola expuesta.

—¡Es ella! —exclamó el cachorro atónito—. ¡Es ella, hermana!

Artos había traído ropas para mí. Me incorporé y la cachorra corrió a esconderse tras Brenan, asomando la cabeza temblorosa tras su lomo, las orejas gachas. Fui junto a ella y la lamí hasta que fue capaz de apartar la vista de su hermano trepado al regazo de una mujer.

—Yo también cambiaré, Sheila —le dije—. Iré allí atrás y volveré como un hombre.

—¡No! ¡No te vayas! —exclamó cuando me aparté.

—No me iré —aseguré, frotándola con mi hocico—. Aguarda aquí y verás.

La cachorra ladró al verme regresar, todo el lomo erizado. Me agaché ante ella sonriendo y la alcé antes que pudiera escabullirse. Se revolvió en mis manos gruñendo.

—Tranquila, pequeña. Soy yo —le dije.

Aprovechando la sorpresa que le causó escucharme, la acuné en mis brazos para que me oliera.

—¡Mael! —exclamó—. ¡Eres hombre!

—No, pequeña, soy lobo. Todos aquí somos lobos.

La acaricié y la rasqué, mi cara junto a la suya, sonriendo mientras ella reía asombrada, hasta que se revolvió para bajarse. La dejé en el suelo y corrió a saltarle encima a la esposa de Artos, que sujetó a un cachorro con cada brazo, estrechándolos contra su pecho.

—¿Qué planeas hacer con ellos, Mael? —preguntó Artos.

—Dejarlos descansar un día o dos y llevarlos conmigo a casa —repliqué.

—Ya ha comenzado a nevar en el paso —terció su esposa con acento grave—. No creo que estén en condiciones de cruzar, tan jóvenes y mal alimentados.

La enfrenté ceñudo y Artos soltó una de sus carcajadas estruendosas, palmeándome la espalda.

—Vamos, que no tienes tiempo para criar huérfanos. Déjalos aquí con nosotros. Ya los llevaremos a visitarte en un par de años.

—¿Quieren quedarse aquí, pequeños? —inquirí tomando a Sheila en mis brazos.

—¿Aquí contigo? —preguntó la cachorra lamiendo mi cara.

—Aquí con Artos y Luna y toda su familia.

—¡Sí! —exclamó Quillan, panza arriba sobre la falda de la esposa de Artos.

—Bien, vamos a casa entonces —sonrió mi tío.

Esa noche me dormí con los cachorros en mi cama, acurrucados contra mi pecho, entre mis brazos. Y desperté a la mañana siguiente con Quillan estirado sobre mi espalda y Sheila contra mi costado, la cabeza metida bajo mi axila. Más tarde los llevé con los otros lobeznos. Aguardé hasta que perdieron el miedo de sumarse a los juegos y me escabullí con sigilo.

Las madres solicitaron mi presencia por la tarde. Al parecer, las que estaban amamantando habían logrado comunicarse un poco con los cachorros, aunque lo único que les habían entendido era mi nombre. Así que tuve que pasar un par de horas en medio de todos aquellos críos alborotadores, con Quillan y Sheila echados junto a mí, jugando entre ellos y mordisqueándome. Estaban tranquilos y contentos, aunque todavía no lograban hacer a un lado todo su recelo, y yo resultaba la figura más familiar en aquel entorno desconocido.

Esa noche, una de las madres intentó llevárselos a dormir con sus propios cachorros, pero la pequeña despertó gritando mi nombre. Su vocecita me arrancó del sueño con un sobresalto, y seguí su llamada hasta dar con ella.

La estreché en mis brazos, una mano en su cabeza, hasta que se calmó. Entonces alcé también a Quillan, que nos observaba angustiado, y me los llevé a dormir conmigo.  

Les tomó casi una semana pasar la noche sin despertar llamándome. Dos días después me acerqué por última vez al prado donde jugaban con sus nuevos amigos. Permanecí a distancia segura para que no advirtieran mi presencia, y después de cerciorarme que estaban bien, les agradecí a las cuidadoras con un cabeceo y me alejé hacia donde me esperaban mis sobrinos.

Sabía que no volvería a verlos en muchos años, pero no importaba. Los habíamos salvado de una muerte segura allá al sur, y eran tan jóvenes que no tardarían en integrarse a la manada de Artos como si hubieran nacido en ella. Además, su presencia me daba esperanzas de que hallaríamos más de los nuestros al sur de las montañas, a pesar de que la población de humanos seguía creciendo y expandiéndose.

Era cierto que había estado nevando en el paso, tal como pronosticaran las rodillas del abad para esas fechas. Hicimos noche en el monasterio y por la mañana iniciamos al fin el último tramo del camino a casa.

Llegamos al castillo en la mañana misma de Nochebuena, y reuní a mis tres hermanos en los aposentos de madre para contarles sobre mi viaje.

Antes que naciéramos, padre había encargado a uno de nuestros primos, que era el cartógrafo de la familia, un atlas especial para mi madre, en el que cada trazo de cada mapa tenía un ligero relieve para que ella pudiera leerlo con las yemas de sus dedos. Así que nos sentamos los cinco con aquel atlas voluminoso, y guié el dedo de madre para mostrarles el camino que habíamos seguido, y dónde habíamos hallado a los huérfanos.

La noticia de la desaparición del clan de Egil era un revés para todos, aunque siempre cabía la posibilidad de que algunos de ellos hubieran podido escapar a otras tierras. Tal vez los humanos los habían obligado a dispersarse, y la madre de los cachorros había quedado aislada, incapaz de reunirse con los suyos antes que la asesinaran.

Mora me reprochó que hubiera dejado a los cachorros con Artos.

—¿Criar seis no te basta? —rió Mendel divertido.

—Podría criar veinte, como hizo madre —replicó ella encogiéndose de hombros—. Lo que molesta es el parto.

Me volví hacia madre, que aún estudiaba el gran mapa con ambas manos.

—¿Dices que hay una aldea aquí? —inquirió, señalando la pradera entre los bosques.

—Sí, y aquí —asentí, moviendo una de sus manos a las laderas de las montañas—. Pastores. Cualquier día intentarán mudarse al Valle Esmeralda.

—Me gustaría verlos cuando se encuentren con el clan de Artos —sonrió Milo.

Madre frunció el ceño, concentrada en el mapa, y movió sus manos con lentitud hacia el este, rodeando nuestras montañas, y hacia el norte, hasta un extenso bosque con un lago en el centro. Sus dedos fueron y vinieron, como calculando la distancia.

—¿Tal vez los sobrevivientes hayan intentado regresar a la Cuna? —terció.

Todos nos inclinamos para estudiar el mapa. Aquel bosque se hallaba en la ruta que siguieran los lobos hacia el oeste al dejar Saja. Durante aquel viaje de miles de kilómetros, los padres de nuestra raza habían acabado dispersándose en grupos muy reducidos o solos. Hasta que volvieron a reunirse en la Cuna, donde se habían formado las familias que luego dieran origen a nuestros clanes y a las manadas con las que intentábamos mantenernos en contacto.

Allí se habían conocido mis padres. Y mi abuelo paterno, ya viudo y Alfa de un pequeño clan, había acogido a mi madre sin prejuicios por su extraña apariencia o su ceguera. Era la compañera de su hijo menor, y considerando lo vulnerable que era ella, no los forzaría a enfrentar solos los desafíos de formar una familia sin la protección de una manada.

En esa época, los parias dominaban una amplia zona costera del llamado Mar del Norte. Habían esclavizado a los reyezuelos humanos de esa zona y gobernaban desde las sombras, permitiendo que los humanos conservaran tierras y títulos a cambio de tributos de sangre y obediencia.

Hasta que los lobos en la Cuna se reunieron en número suficiente para expulsarlos. Los parias habían huido hacia el oeste, como siempre, para acabar estableciéndose en su actual territorio. Durante esa guerra, mi abuelo engendró dos hijas con una humana, que vinieron a vivir con nuestra manada.

Concluida la guerra, mi abuelo había dejado la Cuna con su pequeño clan, conformado por mi tío y mi padre, sus compañeras, las hijas de la humana y dos o tres solitarios que se les sumaron. Andando el tiempo habían llegado al Valle, que mi abuelo había considerado un buen territorio para establecerse, sin reclamar y fácil de defender.

Hallar el castillo abandonado en el extremo más protegido sólo confirmó su atinada decisión. Aunque el interior se hallaba en ruinas, los muros de piedra se conservaban bien en aquel clima frío y seco, de modo que no les llevó más que un par de años hacer de él una morada confortable, con espacio de sobra para todos, y los trabajos continuaron hasta convertirlo en un hogar tan bello como inexpugnable.

Mi tío se convirtió en el nuevo Alfa a la muerte de mi abuelo, y cuando sus hermanas crecieron, se imprimaron con los solitarios, que decidieron reclamar los valles vecinos, dando origen a dos nuevos clanes. Luego mi padre había sucedido a su hermano como Alfa, y ahora era mi turno. Aunque siempre nos consideramos una misma familia con los clanes de los otros dos valles, el grado de parentesco era lo bastante lejano para que aún pudiéramos emparejarnos con ellos.

—Hace muchos años que nadie se aventura hasta la Cuna —dije—. Quién sabe cuántos poblados humanos habrán aparecido en el camino desde entonces.

—Tal vez Eamon podría enviar a sus exploradoras —terció Mendel.

Volví a asentir. Sí, definitivamente teníamos que explorar esas tierras y tratar de alcanzar la Cuna antes de acometer la segunda fase de mi plan.

***

Era tradición que en Nochebuena cada uno cenara con su núcleo íntimo, los compañeros con sus hijos. Madre despedía a sus damas al anochecer y las humanas de servicio preparaban cenas frías antes de marcharse a sus hogares. Así que esa noche madre y yo cenamos solos, conmigo como único camarero.

Aproveché que estábamos tranquilos para pedirle que me contara más sobre los años que ella y padre pasaran en la Cuna. Eran recuerdos antiguos, que nos permitían hablar de padre sin que nos ganara la tristeza de su ausencia, especialmente en esas fechas. Y a medianoche bajamos juntos a la capilla para la Misa del Gallo, donde nos reunimos con mis hermanos y sus familias.

Pasé la semana siguiente revisando con Milo y Mendel los últimos reportes de los puestos de avanzada, a cargo de nuestros primos mayores. Los cuervos fueron y vinieron entre los tres Valles a pesar de las nevadas intermitentes, y pudimos terminar de consolidar los planes para mantener a los parias a raya durante el invierno.

El último día del año, di por terminada la jornada al mediodía. Pasaría por los baños y dormiría un par de horas antes de la cena. A diferencia de Navidad, recibíamos el año todos juntos con una fiesta que solía prolongarse hasta el amanecer.

Me sorprendió hallar una de las puertas principales abiertas a pesar del frío, y al asomarme, encontré a madre envuelta en pieles allí afuera con mi prima Marla, la jefa de sanadoras. Resultó evidente que interrumpieron una conversación cuando me uní a ellas.

—No precisas pescarte un resfriado si no quieres asistir a la cena —le dije a madre frotándole la espalda—. Eres la reina, ¿recuerdas? No necesitas excusas.

Madre descansó la cabeza en mi pecho riendo y señaló hacia el prado. Recién entonces vi el caballo viejo, empequeñecido por la distancia, que se alejaba a paso trabajoso hacia el norte, cargando con lo que parecía un bulto informe de pieles.

—Salimos a despedir a una vieja amiga que nos visitó por sorpresa —dijo.

Marla advirtió mi expresión interrogante y se encogió de hombros sonriendo.

—Tea, la sanadora de la aldea —explicó.

—Oh. Bien, disfruten el frío y los chismes. Yo iré a disfrutar un buen baño.

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