5

Considerando que los hijos de Mora habían venido al sur conmigo, recayó en los hijos de Mendel encargarse de montar el campamento, cerca del Nicho, para nuestra estúpida visita anual al pueblo. Y allí se fueron, guiando los caballos porteadores y los de refresco, a sacudirse lo que les quedaba de la borrachera con la que recibieran el año. Los despedimos compartiendo nuestras dudas de que serían capaces de llegar sin caerse de la silla, y de que hallaríamos el campamento en el lugar correcto.

Dos días después, me disponía a dejar el castillo al anochecer cuando madre me llamó. Les avisé a mis hermanos que tal vez demorara y recorrí a paso rápido la galería hacia los aposentos de madre.

Lenora me esperaba con la puerta abierta. Era una de mis hermanas de la última camada y dama de compañía de madre, que me recibió de pie en medio de su salón. Me tendió una mano para ir a sentarnos juntos frente al fuego y advertí que Lenora se llevaba a las otras damas, hijas de mis primos, dejándonos completamente solos.

—Necesito pedirte un favor ahora que te diriges al pueblo, hijo —dijo sin rodeos.

—Por supuesto.

—Se trata de la muchachita blanca. —Madre adivinó mi sorpresa y asintió respirando hondo con una mueca, como tomándose un momento para elegir con cuidado sus palabras—. Tea, la sanadora, te explicó que no nació así, ¿recuerdas? Durante sus primeros años se veía como cualquier otro niño humano, y entonces sus ojos cambiaron.

—Sí —murmuré, haciendo memoria para recordar aquella conversación de meses atrás.

—Y luego pasaron otros cinco o seis años antes que su piel y su cabello comenzaran a perder color, hasta quedar como es ahora. Bien, ¿recuerdas que hace tres días me hallaste a las puertas con Marla, despidiendo a Tea?

—Dilo ya, madre. ¿Qué ocurre con la blanquilla?

—¡Mael! No seas cruel —me reprendió, como si aún fuera un lobezno pegado a su falda.

Y tal como hacía entonces, tomé su mano y la puse sobre mi cabeza. Me jaló suavemente el pelo, riendo por lo bajo y meneando la cabeza.

—Eres imposible —rezongó—. Bien, tal parece que la muchacha cayó gravemente enferma después que la viste, y Tea pasó las últimas semanas tratando en vano de sanarla, pero nada de lo que intentó ha funcionado para aliviar lo que parece una pulmonía.

—No pretenderás…

—Que te cerciores si sigue viva y si recuperó la salud.

—¡Madre!

Alzó una mano para acallarme.

—No lo comprendes. Tea se arriesgó a venir a verme, a pesar de que los caminos están casi cerrados por la nieve, porque temía que no se tratara de una simple pulmonía. ¿Escuchaste algo de lo que dije? Cada cinco o seis años sufre algún cambio que la acerca más a los parias. Hasta ahora, según Tea, sólo ha cambiado su apariencia. Pero en esta ocasión sospecha que tal vez sea algo más profundo.

Me envaré al escucharla.

—¿Tú crees…?

—No lo sé, Mael, por eso quiero que veas cómo está.

—Si la encuentro viva, me encargaré de corregir su situación antes de dejar el pueblo.

¡Mael!

Hundí la cabeza entre los hombros, la cara contraída cuando su voz resonó en mi cabeza como una gran campana de bronce. Era algo que padre precisaba hacer de tanto en tanto, cuando yo era más joven y me ponía demasiado rebelde y obtuso. Pero era la primera vez en mi vida que madre me hacía sentir toda su autoridad de Luna así.

—Lo siento, mi reina —murmuré, los ojos llenos de lágrimas y el aire escaso en mi pecho.

Madre alzó las cejas, como diciendo que me lo tenía merecido, y continuó con acento grave.

—Caben dos posibilidades: Tea tiene razón, y la muchachita está atravesando un cambio más profundo, o la marca que le dejó el vampiro acabó haciéndola inmune a la medicina para humanos.

Hizo una pausa, pero no me atreví a decir nada, mis sienes aún latiendo después de aquel latigazo de poder.

—Ya tomé las precauciones del caso, de modo que sólo preciso que me digas si sigue viva y si se ve bien.

—¿Precauciones? —osé preguntar.

—Marla le dio nuestro tónico más fuerte para curarle los pulmones. Si lo que evita que se cure es el rastro del blanco, nuestra medicina curará su afección.

—¿A un humano con la sangre sucia?

—Claro, creí que lo sabías: cualquier cosa que cura a un lobo, cura a un paria, especialmente a un blanco. Y por las dudas, junto con el tónico, le di a Tea una de mis lunas de adularia.

—Explícate, madre, que no soy sanadora como ustedes —gruñí.

—Si la sangre del blanco sigue obrando en ella, la luna anulará la acción curativa del tónico, la adularia le quemará la piel y la piedra se quebrará. De modo que si cuando vas al pueblo la hallas de buena salud, era simplemente una pulmonía y no tenemos nada de qué preocuparnos.

—Por ahora —mascullé.

No la matarás.

—¡Madre! —gemí apretándome las sienes, otra vez encogido en mi asiento.

—Tu palabra, Alfa.

—Tienes mi palabra que no le haré daño —resollé estremecido.

Madre me enfrentó al fin con una de sus sonrisas cálidas, como si nada hubiera sucedido.

—Gracias. Busca a Tea entre la gente. La muchachita vive con ella, y si sobrevivió, estará a su lado.

—¿Y si no está? ¿Le llevo una botella de sangre de tu parte?

—Sólo sé discreto —suspiró—. Tea misma te ayudará.

—Con gusto, mi reina —gruñí, todavía sacudido por lo que ocurriera.

Ella descansó una mano en mi mejilla, acariciándome con ternura.

—Te amo, hijo —susurró—. Ahora vete, que tus hermanos te esperan. Corre por el bosque, siente el viento, el sol, la luna. Y elige otras tres muchachas que no despertarán el interés de nadie con sus veleidades.

—¿Tú también crees que es en vano?

—Hace diez años que lo digo —rezongó meneando la cabeza—. A ver si encuentras una buena excusa para acabar con esta tontería.

—Oigo y obedezco, mi reina —sonreí besando su mano.

—Y no te olvides de fijarte si la muchachita está bien —dijo cuando me incorporaba—. Tal vez ya tenga edad para traerla.

—¿Aquí?

—Por supuesto.

—¿Para tenerla vigilada?

—Para dejar de ser la única rara en el castillo. Dime si no nos veríamos bonitas juntas.

No pude menos que asentir, riendo con ella.

Mis hermanos ya habían partido, dejando a los primogénitos de Mora para esperarme.  No me quejé porque los muchachos eran buena compañía. Y mis hermanos se sentían más tranquilos si sabían que no llegaría solo a la parte del Valle en la que se movían en libertad los humanos, incluidos los espías de los parias.

Me estaba ablandando demasiado, pensé lanzándome a todo correr hacia el bosque. Le daba gusto a mis hermanos, aceptaba hacer recados para madre. En cualquier momento comenzaría a buscar compañera.

Llegamos al campamento poco antes del alba, cansados pero revitalizados, como siempre que pasábamos la noche en el bosque. Para mejor, tuvimos oportunidad de despertar a mis hermanos por sorpresa.

Pasamos el día allí, cazando, descansando, disfrutando aquella oportunidad de estar juntos lejos de las obligaciones, como cuando éramos más jóvenes. Mora era la que mejor la pasaba, liberada por unos breves días de sus responsabilidades de administrar el castillo.

Cuando cayó la temprana noche invernal, cenamos y montamos para bajar al pueblo. Los muchachos, mientras tanto, cambiaron y nos siguieron a distancia para emboscarse en las callejas desiertas y sombrías, con la misión de cubrirnos la espalda.

De sólo ver la multitud apiñada allá adelante, en torno a la plaza, tuve que contener mi urgencia por volver grupas y largarme de allí. Como cada año, todos los humanos se habían dado cita para vernos, a pesar de que era una noche tan fría que dolía al respirar.

—Betas —dije mientras desmontábamos ante el lado sur de la plaza, que los aldeanos habían terminado por aprender que no debían ocupar.

—Cobarde —se burló Mora, adelantándose con Milo.

—Oye, que los solteros son tus hijos.

—Tiene miedo que le guste una humana —terció Milo.

—¿Lo imaginan? —rió Mendel, que permaneciera a mi lado.

—Ya. Soy Alfa —repliqué, poniendo fin a la conversación.

Un Alfa sólo procrea con su compañera, porque un Alfa engendra Alfas.

De modo que allí fueron. Y como cada año desde que padre nos pusiera a cargo de aquel engorro, las antorchas iluminaron las expresiones turbadas de los humanos al ver la inusual melena rubia de mi hermana, que solía soltársela sólo para incomodarlos.

Mientras Milo y Mora recorrían la línea de muchachas, engalanadas como si fuéramos a llevarlas de la plaza al altar, intenté darle gusto a madre y ver si lograba hallar a la sanadora y su protegida.

Allí estaba la anciana, en la esquina sur, a varios pasos del apretado cerco de gente. No estaba sola. Una figura encapuchada, envuelta en un amplio manto negro, se erguía hombro con hombro con ella. La luz en esa esquina era demasiado tenue para apreciar detalles, pero lo poco que veía de su cara era pálida, y sus ojos a la sombra de la capucha eran mucho más claros que los de los demás humanos.

De modo que la muchachita estaba lo bastante saludable para soportar el plantón en aquel frío cruel. Imaginé que madre se alegraría de saberlo.

—¿Qué opinan? —preguntó Milo, deteniéndose con Mora frente a las tres muchachas ubicadas casi en el centro de la hilera.

—Como si importara —gruñí.

—Para mí son todas iguales. Decidan ustedes —respondió Mendel.

Mora señaló a las tres muchachas y dos de ellas se abrazaron alborozadas. La otra, en cambio, se arrojó de rodillas ante mi hermana, llorando desconsolada.

—¿Qué le ocurre? —inquirí irritado.

—No quiere venir —replicó Mora desconcertada.

—Elige otra y ya —gruñó Mendel.

—Las reglas son las reglas —protestó Milo enfadado.

—Mira, allí —le indiqué a Mendel, observando a un muchachito que intentaba irrumpir en la plaza.

—Oh, bien, eso lo explica.

—Tiene un amante —dijo Mora, que notara lo mismo que yo.

La voz de Milo era grave y profunda al hablarle a la muchacha, acallando los murmullos sorprendidos de la gente.

—De pie —ordenó.

Las otras dos la ayudaron a incorporarse, aunque la muchacha conservó la cabeza gacha ante mis hermanos.

—Puedes rechazar el privilegio de haber sido elegida —dijo Milo con acento severo—, siempre y cuando una mujer núbil de tu familia tome tu lugar.

—¡Milo! ¡No quiero pasar la noche aquí! —rezongó Mendel.

Me limité a suspirar para no dar rienda suelta a mi irritación por aquella demora.

En ese momento, una figura menuda se abrió paso entre la gente de la esquina sur, adelantándose para arrodillarse en la nieve a mitad de camino entre los espectadores y el pozo, completamente oculta bajo su manto y su capucha. El murmullo de repudio que corrió entre la gente reclamó mi atención.

—Mis señores —dijo una vocecita temblorosa que no me costó reconocer—. Soy su hermana y soy núbil.

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