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Aquella plática con madre me dejó un resabio amargo que no logré quitarme en los días siguientes. Sabía que no servía de nada discutir y argumentar. Mi única alternativa era probarle con hechos concretos que no estaba obsesionado con la guerra, sino con la paz. Y de momento no podía hacerlo.

Al fin me harté de estar encerrado en el castillo con mis cavilaciones. Dejé a Milo a cargo de todo y me marché con los hijos de mi hermana hacia el oeste.

Los curas del monasterio eran nuestro principal vínculo con lo que llamábamos los clanes perdidos, manadas sin vínculos de sangre con nosotros, diseminados en las tierras más allá de las montañas, con quienes teníamos escaso contacto directo debido a la distancia que nos separaba de sus territorios.

Cada año, las exploradoras intentaban contactar una de esas manadas, pero no siempre tenían éxito. En ocasiones, los parias y los humanos daban cuenta de ellos, o los obligaban a buscar un nuevo territorio, y las exploradoras pasaban semanas viajando para volver con las manos vacías.

La iglesia seguía siendo nuestra mejor fuente de información. Los curas que viajaban de parroquia en parroquia tenían noticias, que eventualmente llegaban a oídos de los que vivían en el monasterio entre nuestro valle y el Valle Esmeralda.

De modo que se me ocurrió visitarlos antes que la nieve cerrara los pasos de montaña.

Hacía al menos diez años que no teníamos noticias del clan de Egil, en el gran bosque al sudoeste del Valle, y las que nos dio el abad no eran prometedoras.

Dos o tres años atrás, los humanos de las llanuras vecinas al territorio de Egil habían comenzado a hablar de monstruos en sus bosques. No todas las descripciones sugerían lobos, porque así son los humanos. Unos decían haber visto osos gigantes y hasta dragones. Otros juraban que se trataba de demonios, mitad cabra, mitad hombre. Otros les discutían que eran centauros, no hombres cabra. Como fuera, se habían organizado y habían enviado grupos armados a dar buena cuenta de los monstruos. No habían regresado con trofeos, pero los rumores habían cesado.

Lo cual, para nosotros, era preocupante.

Las rodillas del abad pronosticaban al menos un mes más de buen clima antes que empezaran las nevadas, así que decidimos que valía la pena arriesgarnos y visitar esos bosques, para ver qué había sido de ese clan.

Tuvimos que bajar al Valle Esmeralda, porque mi tío Artos, Alfa de ese territorio, se ofendería si llegaba a enterarse que habíamos cruzado por sus tierras sin detenernos a saludar. No resultó una visita inútil, porque un grupo de mercaderes se disponía a regresar al sur antes del invierno, y se ofrecieron a mostrarnos el camino más directo a nuestro destino. El único inconveniente era que todavía no estaban listos para partir.

Inconveniente para mí, porque llegamos al valle en vísperas de la Luna de Nieve, y la expresión de mis sobrinos me recordó la conversación con madre, acerca de atender a las necesidades de los míos. De modo que me tragué mis objeciones y pasamos los siguientes tres días como huéspedes de Artos, participando de la última cacería antes del invierno, banquetes y fiestas, para alegría de los muchachos. Ninguno de ellos se imprimó, pero al menos se divirtieron.

Cuando al fin partimos del valle hacia el sur, no tardamos en comprender que si seguíamos al paso de las carretas de los mercaderes, no podríamos regresar antes que la nieve cerrara los pasos. Los dejamos atrás al día siguiente. Tuvimos la suerte de cazar dos leones y un oso, de modo que iniciamos el descenso de las montañas con el estómago lleno y de excelente humor.

Pronto dejamos el camino para internarnos en el bosque, porque encontramos una aldea de pastores de la que no sabíamos nada, encaramada en la ladera como las cabras que pastoreaban.

A pesar de separarnos para cubrir más terreno, y dedicar varios días a explorar hasta los lugares más recónditos, no encontramos señales de que jamás hubiera habido lobos allí.

Salimos del reparo del bosque por la noche para continuar hacia el sur, y atravesamos inadvertidos una aldea de campesinos. El cielo comenzaba a clarear cuando dejamos atrás aquella apacible pradera para internarnos bajo los árboles que la acotaban por el oeste. Éste era el territorio del clan de Egil. Se trataba de un bosque mucho más extenso, y ninguno de nosotros sabía con exactitud dónde tenía sus moradas la manada. No nos quedaba más alternativa que explorarlo a consciencia, aunque era evidente que nos demandaría al menos una semana.

Una tarde, después de tres días sin hallar más que rastros antiguos de la manada, Brenan, que abría la marcha, se detuvo expectante a la vera de un arroyuelo. Lo imitamos de inmediato.

—A la izquierda, tras el roble —indicó.

El ruido de ramillas aplastadas en esa dirección, al otro lado del arroyuelo, reclamó nuestra atención.

—Aguarden aquí —les dije.

Los tres muchachos permanecieron en la orilla mientras yo cruzaba el cauce poco profundo. Me inmovilicé apenas hice pie al otro lado, porque la brisa había cambiado de dirección, trayéndome una esencia inconfundible desde donde oyéramos el ruido.

Como Alfa, podía comunicarme con la mente con cualquier lobo, aun si no pertenecía a mi manada. Era la primera vez que intentaría alcanzar a un lobo desconocido, y sentía curiosidad por ver cómo resultaba.

—Hermano —dije, sentándome.

Aquella única palabra provocó un revuelo tras los arbustos que crecían en torno al roble. Aguardé con paciencia, oyendo que mis sobrinos bebían del arroyuelo y se echaban junto a la orilla. Era evidente que había al menos un lobo tras esos matorrales, y no lograba imaginarme por qué no respondía ni se dejaba ver. Opté por imitar a los muchachos y echarme también.

Oí más ruidos de hojas y ramillas detrás del roble, y una voz aguda que pareció  golpearme en la frente.

—¡Aguarda!

Ahora comprendía a qué se había referido madre al decir que escuchar lobos de otras familias a veces resultaba incómodo.

En ese momento asomó una sombra parda tras los arbustos, y vi sorprendido que era un lobezno muy delgado, de dos o tres años. Me observó con una mirada extraña, entre desconfiada y suplicante, las grandes orejas erguidas. Le sonreí y moví la cola para alentarlo a acercarse. El cachorro daba un paso hacia mí cuando otro cachorro le saltó encima, intentando detenerlo.

—¡No! —exclamó con su voz chillona, empujándolo con tanta brusquedad que lo derribó.

—Tranquilos, no les haré daño —dije.

Los dos se volvieron hacia mí con los ojos muy abiertos, las orejas tan rígidas como sus frágiles cuerpitos.

—Somos como ustedes y vinimos a ayudarlos —agregué con cuanta suavidad pude.

El cachorro que se asomara primero ladró y movió la cola, acercándose a los saltos antes que el otro pudiera volver a detenerlo. Hice ademán de levantarme y se detuvo abruptamente, atemorizado, de modo que volví a echarme. Terminó de acercarse con más cautela, haciendo pausas para olerme desde lejos. Era tan menudo que tuve que bajar la cabeza para olerlo cuando al fin llegó frente a mí.

—¿Tienes nombre, pequeño? —le pregunté, moviendo la cola mientras lo dejaba olerme, para terminar de calmar su recelo.

—¿Nombre? —repitió oliendo mis patas, su vocecita como un silbido en mi mente.

—Una palabra que te identifica sólo a ti. Yo soy Mael, ése es mi nombre.

—Hermano —respondió de inmediato.

—¿Y con quién estás?

—Con Hermana.

Alcé la vista hacia la cachorra, que se apresuró a ocultarse tras el roble. Toleré las cosquillas mientras el cachorro me olía el hocico, rozándome con sus bigotes, y le lamí la cara. Retrocedió riendo y ladró, moviendo la cola erguida. Estiré el cuello y volví a lamerlo. Me saltó a la cara con un gruñido juguetón y lo empujé suavemente hacia el costado. Se me hizo un nudo en la garganta cuando se acercó a pegarse contra mi hombro y se estiró para lamerme el hocico. Se apretó contra mí cuando seguí lamiéndolo, y su suspiro entrecortado me estrujó el corazón.

—¿Y tu madre, pequeño? —pregunté, bajando la cabeza para que se frotara.

—¿Qué es madre?

Precisé un momento para dominar mi turbación. ¿Cuánto tiempo habían pasado estos dos lobeznos solos, para no recordar a su madre? Me volví hacia la cachorra, que asomara medio cuerpo y miraba a su hermano con las orejas gachas, como si envidiara las atenciones que él recibía pero no se atreviera a buscarlas para ella.

—Ven, Hermana —llamé con suavidad.

Irguió las orejas, una vez más sorprendida de que le hablara, o de escucharme. El cachorro se adelantó hacia ella ladrando y brincando. Se detuvo a mitad de camino y se volvió hacia mí, ladrando otra vez.

Me incorporé con lentitud para no asustarlos y me acerqué a paso lento, moviendo la cola y sonriendo, la cabeza gacha. Me eché otra vez tan pronto llegué a su lado. La cachorra me dejó olerla y descubrí que tenía un rasguño abierto detrás de una oreja. Intentó apartarse cuando lo lamí.

—Tranquila, esto te hará bien —le dije.

Me dejó lavarle el rasguño, que estaba cicatrizando sucio de tierra, y un poco infectado. Mientras tanto, el cachorro se había echado contra mi costado, entre mis patas, la cabecita sobre las suyas, observando a su hermana.

—¿Los otros? —preguntó de pronto.

—Son mis sobrinos —respondí, terminando de cerciorarme que la cachorra no tuviera más rasguños ni raspones—. Los hijos de mi hermana.

—¿Hermana? —repitió confundido.

Resoplé, comprendiendo que no entendían a qué me refería.

—Están conmigo. ¿Tienen hambre?

—¡Hambre! —exclamó la cachorra.

—Si vienen conmigo, buscaremos comida.

Llevó un tiempo convencerlos, pero al fin logré que me siguieran hasta el arroyo. Tuvieron un momento de pánico cuando Kellan vino hacia nosotros. Mi sobrino se dejó oler, jugó un poco con el cachorro, y al fin pudo sujetarlo por el cuero de su nuca para cruzarlo a la otra orilla. Lo seguí con la cachorra, que se estremeció de dolor cuando la alcé, aunque me dejó llevarla.

Pasamos el día allí. Los pobrecillos estaban famélicos, y Brenan y sus hermanos se entretuvieron cazando liebres y hasta un alce para todos. Los dejamos comer hasta hartarse y luego se acurrucaron entre mis patas a dormir muy juntos.

—¿Crees que están solos? —preguntó Declan oliéndolos.

—No saben qué significa la palabra madre —respondí—. Es un milagro que sigan vivos.

—Te ves bien —bromeó Brenan, dando buena cuenta de la última liebre.

—Oh, cállate —gruñí.

Nos demoramos en ese bosque una semana más, y cuando los cachorros comprendieron que todos teníamos nombre, me pidieron que les diera uno. Los llamé Quillan y Sheila. Mientras tanto, mis sobrinos continuaron explorando el bosque, hasta dar con un claro vecino a un arroyo, donde se había producido un incendio. No les costó hallar los escasos vestigios de una aldea de cabañas que ardieran hasta los cimientos. A juzgar por la vegetación que cubría las ruinas, el incendio había tenido lugar hacía uno o dos años.

Los cachorros no sabían nada de aldeas ni incendios y nos mostraron su refugio en un árbol hueco, a menos de un centenar de pasos de donde un oso había estado afilándose las garras hacía poco. Era evidente que habían nacido después del ataque al clan de Egil, y en verdad era un milagro que estuvieran vivos.

Una noche, desperté cuando Quillan trató de treparse a mi flanco para dormir. Sheila era un bulto pardo entre mis patas delanteras, la cabeza contra mi pecho. Sabía que a los cachorros los reconforta sentir los latidos del corazón de sus padres, de modo que no lo rechacé. El muy descarado se echó sobre mí con las patitas separadas y la panza contra mi costado, y se durmió con un suspiro de satisfacción. Oí las risitas burlonas de mis sobrinos y los fulminé con la mirada.

Los muchachos se divertían bromeando sobre mi inesperado espíritu paternal a pesar de mi soltería empedernida. Los dejé reír a costa mía, algo que al parecer también caía bajo el manto de mi nuevo espíritu paternal. Sabía que era uno de los cambios de los que madre hablara. Parte del rol del Alfa es ser el padre de la manada, y desde que lo asumiera, sentía una responsabilidad protectora hacia mi familia en particular y cualquier lobo en apuros en general. Y estos dos pequeñuelos perdidos, desamparados, necesitaban cuanta protección pudiera ofrecerles. Si no tenían una familia, una manada, yo les daría una, y la oportunidad de una buena vida.

No me molestaba enfrentar aquella nueva faceta de mi carácter, como no me molestaba que los críos me estuvieran encima todo el tiempo, o que mis sobrinos se burlaran, aunque les gruñera para prolongar la broma. El cambio se produjo durante esas semanas de una manera tan natural, tan instintiva, que de no haber estado los muchachos allí para señalarlo, tal vez habría pasado inadvertido.

Durante esos días alimentamos a los cachorros, jugamos con ellos, los consentimos. Todavía no escuchaban a mis sobrinos, de modo que sólo se comunicaban conmigo. Cuando les dije que queríamos llevarlos con nosotros, aceptaron sin vacilar.

Emprendimos el camino de regreso cuidándonos de no agotarlos. Hasta que alcanzamos el linde del bosque. Descansamos todo ese día, y por la noche volvimos a cruzar la pradera hacia el norte. A pesar de que íbamos a un trote tranquilo, los cachorros tenían que correr para no quedarse atrás. Los mantuvimos entre nosotros, sin detenernos hasta el bosque del que descendiéramos.

Los pobres estaban derrengados tras aquella larga marcha. Un par de semanas de alimentarse bien no suplían meses enteros de pasar hambre mientras crecían, y todavía estaban débiles. Los dejamos descansar todo el día siguiente y comer cuanto quisieran.

Cruzar las montañas nos tomó varios días. Por suerte, los leones que quedaban en la zona eran tan estúpidos como los que ya nos merendáramos, de modo que no nos faltó comida.

Los cachorros se detuvieron bruscamente cuando comenzamos a descender hacia Valle Esmeralda.

—¡Hombres! —susurró Quillan atemorizado, los ojos fijos en la gente que se movía allá abajo.

Gruñí para mis adentros. No sabían lo que significaba madre, pero ver seres en forma humana los paralizaba de miedo.

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