LIBRO 1: INVIERNO
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Un simple vistazo a la expresión de mi hermano bastó para que riéramos burlones.
—Alguien terminará el año sin haber cazado un solo león —se mofó Milo.
—¿Recuérdame cuántos osos cazaste en los últimos meses? —replicó Mendel molesto.
—Ya, ya. Tendré que encargarme yo mismo —tercié, apartándome de ellos.
—¿Qué haces? —me preguntó Milo sorprendido—. Se suponía que regresemos a casa esta noche.
—Ustedes, imprimados —repliqué—. Yo puedo pasar la noche donde quiera.
—No hagas trampa —dijo Mendel a mis espaldas—. Un solo intento. Si regresas con la piel después de mañana, no cuenta.
—Salúdenme a mis hermanas —repliqué alejándome al trote.
El sol aún estaba alto. Si seguía el río, podría llegar a la cascada al anochecer. La hora perfecta para emboscar al león y terminar aquella breve temporada de descanso con un trofeo más que mis hermanos, aunque no fuera un oso. Bien, tal vez tuviera suerte y encontrara uno por el camino.
Cacé un zorro desprevenido poco antes de alcanzar el barranco de la cascada y me demoré merendándolo. La noche se cerraba sobre el bosque cuando bajé por el cauce seco de un arroyo de deshielo.
Descubrí huellas frescas del león en la delgada capa de barro al final del cauce, y podía oler rastros de su esencia. Agucé el oído. No, el predador no estaba en las inmediaciones, pero había pasado por allí hacía muy poco. Se estaba acercando demasiado a la aldea. Se me ocurrió que tal vez pudiera ofrecerle un cebo que lo engañara y lo empujara a exponerse.
Continué hasta el estanque disfrutando la calma de aquel anochecer otoñal. No quería ni pensar en lo que traerían los próximos meses. Organizar la defensa, decidir quiénes la liderarían, asegurarme que los más jóvenes estuvieran listos para luchar, convencer a los más viejos que era tiempo de dejar la primera línea.
Y en medio de todo ese ajetreo, tendría que interrumpir los preparativos para bajar al pueblo con mis hermanos. De sólo pensarlo me ponía de mal humor. No entendía por qué nos empeñábamos en mantener esa costumbre inútil de traer humanas al castillo. Como si las que trajéramos en los últimos años hubieran despertado el interés de alguien.
¡Humanos! Cortos de vida, cortos de miras, cortos de entendederas. Jamás había comprendido por qué Padre les había permitido asentarse en el Valle. Menos aún por qué les había dado tanta libertad en nuestras tierras.
El verano, me repetí por enésima vez. Todo cambiaría este verano. Entonces limpiaríamos el Valle de humanos de una vez por todas. Los devolveríamos a la frontera, donde pertenecían, y empujaríamos a los parias de regreso a las orillas de sus lagos congelados. Y allí los mantendríamos, acorralados, mientras buscábamos a los otros clanes. Una vez que nos reuniéramos con ellos, ya no necesitaríamos procrear con humanas y tendríamos las fuerzas necesarias para el asalto final.
Precisaríamos planear la logística con cuidado, pero confiaba en que Milo se encargaría con su eficiencia acostumbrada.
Absorto en mis pensamientos, me di cuenta que estaba a pocos pasos de la cascada. Un rumor en la vegetación reclamó mi atención, pero no vi ni olí nada. Seguramente había sido un conejo escabulléndose para esconderse de mí. Cambié y me sumergí en el agua helada. Si el león rondaba cerca, no resistiría la tentación de un hombre solo, aislado en medio del bosque en plena noche. Fui a pararme bajo la cascada misma para exponerme más y ocultar mi esencia a su fino olfato.
La luna asomó por encima del barranco y el bosque pareció transformarse en su sereno resplandor. Me aparté de la cortina de agua para mirar alrededor, disfrutando aquel paisaje único.
Sólo entonces advertí un olor que no tenía nada que hacer allí. Observé las orillas con mirada atenta, en busca del humano que percibía, pero no logré descubrirlo. Su esencia parecía apocada, y mezclada con salvia o algo similar. Sabía que las mujeres del pueblo venían hasta aquí en busca de hongos en esta época del año, y la sanadora solía adentrarse hasta el barranco en busca de sus hierbas medicinales. ¿Tal vez una de ellas había estado aquí por la tarde?
Recordé que pretendía actuar como cebo y nadé por el estanque sin hundir la cabeza, todavía concentrado en esa esencia débil, pero demasiado persistente para ser un rastro de horas atrás. No, quienquiera que fuera, todavía estaba cerca. En plena noche. En medio del bosque. Junto al estanque donde todas las bestias venían a abrevar, predadores incluidos.
En ese momento oí que un arbusto se agitaba a varios metros, cerca de la embocadura del río. ¿Además me espiaban? Apreté los dientes para controlar mi irritación. Malditos humanos. Parecían incapaces de seguir reglas, por simples que fueran. Tan simples como no aventurarse de noche por el bosque. Y si quien se ocultaba tras el arbusto me había visto cambiar, el castigo les recordaría a esos simplones que aún éramos sus señores.
Salí del estanque, volví a cambiar al pasar tras un árbol y me marché por donde viniera. Pero no me alejé demasiado. Me detuve a medio centenar de metros del estanque y dejé el sendero para regresar sin ruido hacia la cascada.
Decidí que devolvería la atención y me oculté para esperar que el mirón saliera de su escondite. Y me sorprendí al ver que ya lo había hecho. ¡Una niña! ¿Qué hacía una niña sola en medio del bosque a esa hora? Se había sumergido en el estanque hasta la cintura, y parecía rebuscar bajo el agua junto a la orilla.
Entonces otro olor reclamó mi atención. El león estaba cerca. Lo descubrí agazapado en una rama baja al otro lado del estanque, acechando a la muchachita, que le daba la espalda, ignorante del peligro que corría. Me preparé para intervenir.
La muchachita arrojó una bota a la orilla, y volvía a rebuscar bajo el agua cuando el león gruñó por lo bajo. Ella volteó de inmediato, y a pesar de que la bestia estaba oculta entre el follaje, pareció descubrirla sin dificultad. Se apresuró hacia la orilla en la que yo estaba y la fiera se aprestó a caerle encima tan pronto saliera del agua.
Y así fue. Salí de mi escondite de un salto, enviándola de un cabezazo de vuelta al estanque para entenderme con el león. Retrocedí lo indispensable para que no me cayera encima y me arrojé sobre él. No le di tiempo a defenderse. Hundí los dientes en su garganta y lo sacudí, indiferente a los zarpazos que me lanzó antes que su cuello se quebrara.
La muchachita me contemplaba desde el agua, paralizada de miedo. Arrojé a un lado el cuerpo sin vida del león y me volví hacia ella sin ocultar mi enfado. Inclinó la cabeza llorando. Retrocedí. Quería verla de cerca. Quería olerla. Así la reconocería cuando bajáramos al pueblo en el invierno y le daría su merecido.
Tuve que gruñirle para que apartara las manos de su cara. Pero tenía la cabeza envuelta en un grueso chal y me resultaba imposible verla bien. Me armé de paciencia y me senté, indicándole con la cabeza que saliera del agua de una vez.
Pareció comprender, pero apenas había dado un paso hacia la orilla cuando volvió a hundirse, como si hubiera resbalado en las rocas del fondo. Me incorporé a medias, por si además de salvarla del león también tenía que salvarla de su propia torpeza. No fue necesario. Se acercó renqueando y se las compuso para salir del agua.
Se echó de rodillas ante mí tan pronto trepó a la orilla, doblada sobre sí misma hasta que su cara tocaba la hierba.
—¡Perdón, mi señor! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Todo esto es mi culpa!
Bien, al menos lo reconocía. Pero estaba tan embrollada con sus propias ropas, que lo que tenía ante mí no era más que un lío de telas empapadas. Me acerqué a olerla y su esencia me arrancó un gruñido. Porque mezclado con su olor humano, reconocía ese rastro débil, casi imperceptible, como a láudano. ¡Una sierva! La muchachita no sólo era uno de los espías que los parias infiltraban entre los refugiados humanos: ¡obedecía órdenes directas de un blanco!
Me obligué a controlarme y le aparté el lío que le cubría la cabeza tratando de no lastimarla. Retrocedí incrédulo al ver su cabellera. ¿Qué demonios? ¿Qué clase de abominación tenía ante mis ojos? ¿Cómo podía oler a humano y verse como blanco?
Apestaba a miedo, y bien que hacía. Cuando me disponía a saltarle al cuello, irguió el torso para sentarse en sus talones, las lágrimas rodando por su piel antinaturalmente pálida, y alzó sus manos temblorosas para abrir el cuello de su vestido. Vi perplejo que cerraba sus ojos de sangre y echaba la cabeza hacia atrás, ofreciéndome su garganta. ¿Qué diablos hacía? ¿Ocultaba un arma entre sus ropas e intentaría atacarme si me acercaba para matarla?
La observé tratando de decidir qué hacer. La blanca había cruzado las manos sobre su falda y permanecía completamente inmóvil ante mí, la garganta expuesta, los ojos cerrados, destilando miedo por cada uno de sus poros, el corazón batiendo en su pecho como si estuviera a punto de estallar.
Necesitaba respuestas, y no sería así que las obtendría. Retrocedí varios pasos más, alejándome de ella, y me lancé hacia la espesura. Me alejé hasta que casi no la escuchaba. Entonces, tal como hiciera antes, retrocedí con sigilo.
La blanca se cerraba el vestido temblando como una hoja y llorando con todas sus fuerzas. Al parecer le alcanzaban las luces para comprender que sus horas estaban contadas. La observé incorporarse con dificultad y alejarse hacia la aldea a paso lento, renqueando y llorando.
Le permití adelantarse. Ya tenía su esencia, m*****a fuera. No precisaba tenerla a la vista para seguirla.
Tardó una eternidad en salir del bosque, ahogando gemidos de dolor a cada paso. Y noté que tomaba el camino más directo, demostrando que no estaba perdida ni había llegado a la cascada por azar.
Cuando al fin entró a la aldea, siguió el canal que bordeaba los cultivos hasta un callejón en el otro extremo de la aldea. Troté tras ella tan pronto dejó el sendero junto al canal. Quería ver cuál era su puerta.
Cuál no sería mi sorpresa al verla entrar a la única casa del pueblo que reconocía. ¿La sanadora? Hasta alcancé a oír la voz de la anciana regañándola. Di media vuelta y me alejé de regreso hacia el sur. Tenía un león por cenar antes que algún oso me lo robara. Y en la mañana, la sanadora tendría que explicarse si apreciaba su vida.
Pasé la noche en el Nicho, al tope del barranco, donde quedaran ropas de nuestra última visita. Y temprano en la mañana, me encaminé a pie hacia la aldea. La sanadora me reconoció de inmediato, y se llevó un dedo a los labios atisbando hacia atrás por sobre su hombro.—Aguarda —susurró.Dejó la puerta abierta para retroceder hacia la cocina. Di un paso dentro de la casa y me asaltó una verdadera avalancha de olores, no todos agradables. Espié lo que hacía y descubrí la figura dormida en el suelo frente al hogar. La sanadora le destapó la cabeza para vendarle los ojos, dejando a la vista la larga cabellera blanca. Verla me causó un escalofrío de rechazo, y detecté su esencia apocada en medio de aquel caos de aromas.La anciana notó mi expresión al regresar hacia mí.—¿En qué puedo ayudarte, mi señor? —preguntó en voz baja, intentando disimular su súbita aprensión.—Tal vez podrías decirme por qué das refugio a un maldito vampiro —gruñí cruzándome de brazos.—¿Un…?Alcé las cejas, señal
Aquella plática con madre me dejó un resabio amargo que no logré quitarme en los días siguientes. Sabía que no servía de nada discutir y argumentar. Mi única alternativa era probarle con hechos concretos que no estaba obsesionado con la guerra, sino con la paz. Y de momento no podía hacerlo.Al fin me harté de estar encerrado en el castillo con mis cavilaciones. Dejé a Milo a cargo de todo y me marché con los hijos de mi hermana hacia el oeste.Los curas del monasterio eran nuestro principal vínculo con lo que llamábamos los clanes perdidos, manadas sin vínculos de sangre con nosotros, diseminados en las tierras más allá de las montañas, con quienes teníamos escaso contacto directo debido a la distancia que nos separaba de sus territorios.Cada año, las exploradoras intentaban contactar una de esas manadas, pero no siempre tenían éxito. En ocasiones, los parias y los humanos daban cuenta de ellos, o los obligaban a buscar un nuevo territorio, y las exploradoras pasaban semanas viajand
Le dije a Brenan que se adelantara, a ver si Artos podía enviar a una madre para ayudarnos. Mientras esperábamos, fuimos a echarnos al sol, apenas tibio ya, y traté de explicarles a los cachorros que esa gente era como nosotros, y como ellos. Intenté recordar cómo lo había aprendido yo, pero no servía. Todos nosotros nos habíamos criado viendo cambiar a nuestros padres, y aprendíamos a cambiar a voluntad antes de los cinco años. Para nosotros, tomar una forma u otra era una cuestión de comodidad, algo instintivo.Artos envió a su propia esposa, que llegó corriendo cuesta arriba por delante de Brenan, alborozada al ver a los huerfanitos. Como Luna, compartía la capacidad del Alfa de comunicarse con lobos de otras manadas, y recibió a los pequeños con palabras y gestos afectuosos que calmaron su recelo instintivo sin dificultad.A pesar de todo, no logramos convencer a los cachorros de que cruzaran el umbral de la gran morada en la que vivían Artos y su familia, junto a los padres de lo
Considerando que los hijos de Mora habían venido al sur conmigo, recayó en los hijos de Mendel encargarse de montar el campamento, cerca del Nicho, para nuestra estúpida visita anual al pueblo. Y allí se fueron, guiando los caballos porteadores y los de refresco, a sacudirse lo que les quedaba de la borrachera con la que recibieran el año. Los despedimos compartiendo nuestras dudas de que serían capaces de llegar sin caerse de la silla, y de que hallaríamos el campamento en el lugar correcto.Dos días después, me disponía a dejar el castillo al anochecer cuando madre me llamó. Les avisé a mis hermanos que tal vez demorara y recorrí a paso rápido la galería hacia los aposentos de madre.Lenora me esperaba con la puerta abierta. Era una de mis hermanas de la última camada y dama de compañía de madre, que me recibió de pie en medio de su salón. Me tendió una mano para ir a sentarnos juntos frente al fuego y advertí que Lenora se llevaba a las otras damas, hijas de mis primos, dejándonos
Nos volvimos los cuatro hacia la muchachita postrada en la nieve. Milo y Mora se acercaban a ella cuando se irguió para sentarse en sus talones y echó hacia atrás la capucha de su manto, revelando su piel y su cabellera blancas y sus ojos purpúreos, tal como hiciera conmigo aquella noche en el bosque.—Tranquilo, es humana —le dije a Mendel, que llevara una mano al puñal en su cintura.Los murmullos de la gente se convirtieron en un clamor de repudio e indignación, y comenzaron a insultarla desde todos los costados de la plaza.—¡Demonio!—¡Chupasangre!—¡Abominación!Milo me había escuchado, pero no parecía convencido.—¿Qué eres? —le preguntó, sin ocultar su aversión.La muchachita volvió a doblarse sobre sí misma.—Por favor, mi señor, perdona mi apariencia—dijo—. Sé que no soy digna de servirles, pero si me permitieran tomar el lugar de mi hermana, seré feliz realizando cualquier tarea que tuvieran la bondad de asignarme, por humilde que la consideren.—¿Qué diablos? —murmuró Mend
Inspiré hondo antes de agacharme junto a ella. Los latidos de su corazón seguían siendo débiles, pero se habían hecho más rápidos. Su cuerpo hacía cuanto podía por combatir el frío. Tendría que quitarle la ropa mojada o se nos moriría por el camino.Comencé por las toscas botas de cuero, viejas y rotas. Sus pies estaban morados de frío. Luego aparté las pieles y abrí su tosco vestido de lana. Logré quitárselo antes que se hiciera un ovillo, temblando violentamente, y me impresionó su delgadez.Decidí dejarle el enagua y la alcé con cuidado para tenderla sobre un manto. No pesaba más que un niño. No me sorprendía que le costara recuperarse de una pulmonía. Tal vez su sangre sucia no tenía relación, y lo que la había complicado era lo mal alimentada que estaba. Sólo por p
Creo que nunca antes me sentí tan feliz de que mi anca se hubiera recuperado del lanzazo, y que nunca antes corrí tanto y tan rápido por la nieve, ansioso por llegar al castillo.Fui directamente a los baños, avisándole a madre y a mis hermanos que había regresado y que no me molestaran hasta la cena.Dormí hasta el anochecer, un sueño pesado y sin imágenes del que desperté sintiéndome restaurado. Y famélico. Imaginé que madre querría saber sobre la muchachita, de modo que me vestí con lo primero que hallé y recorrí la galería hasta sus aposentos. Me alegró encontrar allí a Mora, y me senté a devorar cuanta comida me pusieron delante mientras hablábamos.Mi hermana me refirió que había designado a las muchachas directamente al servicio de cocina, sin permitirles sumarse a las demás elegidas
Pasé el resto de la noche despierto, observándola, pensando. Y no sé si fue el malhadado instinto paternal de Alfa o qué, pero por la mañana ya no la veía como la viva imagen de nuestros peores enemigos.Era sólo una muchachita débil, indefensa, que seguramente había pasado buena parte de su vida siendo maltratada por verse como se veía. Imaginé que por eso se había ofrecido para venir como sirviente al castillo: para escapar del maltrato y la marginación constantes. Había sido su desesperación lo que la había empujado a exponerse aquella noche en el pueblo, aunque la insultaran y la apedrearan.Una cachorra sin esperanzas de hallar jamás una manada que la aceptara tal como era, como madre y Mora tenían. Y ella nos había visto como su única esperanza de hallar algo distinto, aunque pasara el resto de sus días de rodillas fre