33. VINO, LLUVIA Y VERDAD

Decidimos instalarnos en el balcón de mi habitación para evitar que nuestra conversación se filtrara. Colocamos una pequeña mesa de té con una charola repleta de quesos y carne seca para acompañar el vino que seleccionamos. Cielo me aseguró que esa combinación era perfecta para potenciar los sabores, y no se equivocaba. Todo se apreciaba mejor.

Nunca he sido buena con los licores, pero si lo vivido en estos días no amerita una copa, entonces ninguna ocasión lo haría.

El cielo estaba nublado, y el viento fresco sugería que pronto llovería. Al principio hablamos de temas sin demasiada importancia, rodeando con delicadeza lo que en verdad queríamos decir. Pero a medida que se acercaba el descorche de la segunda botella, el valor comenzaba a brotar. Ambas lo necesitábamos. Ambas cargábamos heridas.

Odeth jugaba nerviosamente con su copa, tomándola por el cuello y haciéndola girar entre sus dedos, sin apartar la vista de ella. Tomé la nueva botella y llené su copa con cuidado.

—Cuando se cerró la puerta del carruaje —empezó, por fin—, aquel hombre se lanzó sobre mí.

Aunque las lágrimas aún no escapaban de sus ojos, su voz ya sonaba entrecortada. Las palabras, duras, le nacían del pecho como astillas.

—Me dijo que sobreviviría... y que debía contarle todo lo que me pasara durante el trayecto, porque eso sería solo una muestra de lo que le pasaría a usted si él no pagaba el rescate.

No hice ruido, pero mis lágrimas ya fluían. Elizabeth también estaba atenta dentro de mí, su rabia casi palpable.

—Mis ropas terminaron rasgadas.

Gruesas lágrimas rodaron por su rostro. La copa en sus manos dejó de girar; ahora la sostenía con fuerza.

—Sus manos me tocaron sin permiso… en lugares donde ni siquiera mi ex prometido había llegado. Me dolió. Dolió mucho. Aunque él... parecía disfrutarlo.

Ahí se rompió. El sonido de su llanto se perdió entre el estruendo de la lluvia que comenzaba a golpear con furia la tierra.

—¿Ex prometido? —pregunté, temerosa.

—Sí. Al volver…

Odeth había estado ilusionada con ese compromiso. Pero ese ser despreciable la dejó cuando todos comenzaron a hablar. No quiso casarse con una mujer que, abiertamente, ya no era "pura". No la amaba realmente. No hay otra explicación.

—Perdóname —dije, abrazándola de repente—. Si no fuera por mí, tú no habrías estado en esa carroza. Si no le hubiera insistido al duque en ese viaje repentino… nada de esto habría pasado. Y estarías a punto de casarte.

Me devolvió el abrazo.

—Yo no podría culparla. ¿Cómo iba usted a saber algo así?

Nos separamos con suavidad. Ella sacó un pañuelo y se sonó la nariz para poder respirar de nuevo.

—Mario no soportó la presión social… ni la de su familia. No luchó por mí. Al final solo dijo que, aunque sabía que yo era buena, no tenía suerte… y que él no podía arriesgar su vida por alguien como yo.

Ahora era ella quien llenaba las copas.

—Es un desgraciado. Un poco hombre —vociferó Cielo en mi cabeza.

Siguió con una retahíla de insultos que no me atrevería a repetir, y otros que ni siquiera conocía, pero que definitivamente eran malas palabras.

—No me digas que no… le haré algo muy, muy malo a ese hombre. Me aseguraré de que sufra.

—Haz lo que quieras —le respondí—. Lo que sea que le hagas… se lo merece.

—¿Y qué dijo tu familia? —pregunté con cautela.

Una sonrisa triste se dibujó en su rostro.

—Que era una desgracia. Que ahora que mi prometido me había dejado y todos sabían lo que pasó, ningún hombre querría casarse conmigo. Me recomendaron encerrarme en un convento. Quieren que sea monja.

Me quedé helada. Es tan difícil ser mujer. A veces parece que somos seres desechables para nuestras familias. Objetos cuyo valor depende de...

—Termina ese pensamiento —dijo Cielo, furiosa—. Depende de que un desgraciado te haya metido su pene.

Me habría gustado contradecirla… pero en la mayoría de los casos, es cierto.

—Ya había aceptado ingresar al convento… cuando llegó Alfonso con su carta —ahora su sonrisa era distinta, genuina—. Me alegré tanto al saber que había regresado. Y aún más cuando supe que a usted no la tocaron. Ya bastante tiene con… sus deberes maritales como para añadirle algo más terrible.

Me conmovía su bondad. Una mujer así merece una buena vida. Merece un final feliz. Fui yo quien ahora humedeció los labios en valor líquido.

—Antes de contarte mi parte de la historia… quiero que sepas que esos hombres están muertos. Todos pagaron con sus vidas por ese crimen atroz. Y estoy segura de que sus almas no irán a ningún buen lugar —dije con convicción. Cielo me había explicado algo al respecto—. ¿Eso te hace sentir un poco mejor?

Odeth secó sus ojos y asintió. Una ráfaga de viento nos revolvió el cabello y el agua comenzó a colarse al balcón. Corrimos la mesa hacia el interior, pero dejamos la ventana abierta. Queríamos que el viento fresco se llevara la tensión que comenzábamos a soltar.

—Yo creo que morí —dije, provocando que ambas se giraran hacia mí—. Durante el forcejeo me empujaron al suelo y mi cabeza se golpeó contra una roca. Sentí un dolor muy fuerte… y luego, oscuridad.

Mi amiga me miró con extrañeza, pero no me importó. Sabía que no sonaba sensato, pero necesitaba decirlo.

—Vi mi cuerpo en el piso. Flotaba sobre él. Y de pronto… estaba en otro lugar.

Cerré los ojos y respiré hondo.

—Nunca me había sentido tan bien, tan libre. Estuve tentada a avanzar, pero… algo me detuvo. No sé bien qué fue. Solo… me quedé.

La lluvia ahora era más tenue.

—Un milagro —dijo Odeth, con suavidad—. Estoy segura de que usted está aquí por algo. Dios es grande y misericordioso. Debe haber un propósito…

—¿Cómo puedes seguir creyendo en Él? —la interrumpí, perpleja—. ¿Cómo puede todo esto formar parte de un plan divino?

Agachó la cabeza. Me sentí mal por mi exabrupto.

—Algo más pasó, Odeth. Y tal vez eso es lo único bueno que puedo sacar de todo esto.

Entonces le conté sobre Cielo. Quién era, cómo era su personalidad, quién era su gran amor, y la forma tan particular en que se conocieron.

—Es como si todo se hubiera confabulado para que ellos dos pudieran encontrarse esa noche —dije, convencida.

Hice una pausa.

—¿Quieres que te demuestre que no miento?

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