3.

Alba

—Amor, te presento a Gian, mi hermano —dijo Cristel, sacándome de mis libidinosos pensamientos. 

—Es un gusto conocerte por fin, Alba —contestó él con una voz tan gruesa, sensual y seductora que pensé que me desmayaría. 

Gian me sujetó por la mano derecha y la alzó para besarla, ocasionando que mi respiración se detuviera. No entendía qué diablos era lo que me estaba sucediendo, pero desde luego no podía permitir que se descontrolara. Yo amaba a mi novia, tenía claro que ningún hombre volvería a hacerme caer en sus redes por más que me atrajera.

«Maldita sea, ¿por qué no soy lesbiana como Cristel?».

Mi chica era lesbiana, no sentía ninguna clase de atracción por los hombres, pero yo sí, y eso ahora me parecía un defecto. 

—Lo mismo digo, señor Lefebvre —respondí, retirando la mano para alejarme de ese fuego tentador y del cosquilleo insano que me causaba. Echar por la borda mi relación no estaba en mis planes. 

Aquel señor Lefebvre, lo hizo sonreír. 

—Llámame por mi nombre, por favor —pidió.

—Discúlpala, es que luces algo viejo —bromeó Cristel, pasándome el brazo por la cintura. 

La mandíbula de Gian se tensó, y no supe si fue por el apelativo viejo o por la manera en que ella me sujetaba, puesto que sus ojos se dirigieron a la zona. 

—Solo tengo treinta y cinco años, cariño.

—Pero nosotras tenemos veintitrés, así que sí eres viejo. —Cristel le sacó la lengua.

—Cristel, no digas esas cosas —la reprendí entre dientes. 

—Calma, ma chère —dijo él. 

Pasé saliva, pues comprendía lo que significaba y también porque ese acento francés me hizo arder más. Esto iba a terminar muy mal para mi pobre cuerpo si no se terminaba pronto. 

¿Acaso extrañaba tanto tener un pene entre las piernas? 

—¿Por qué no vamos de una buena vez a la mesa? —preguntó Cris, ajena a las miradas que Gian y yo nos dedicábamos. 

Sabía reconocer cuando un alguien se sentía atraído por mí, pero este hombre iba más allá. Parecía que de un momento a otro saltaría sobre mí sin importarle su hermana, cosa que era una bandera roja del tamaño del planeta. 

La carta estaba en francés, pero me las arreglé para seleccionar algo antes de que llegara el mesero. La mirada de Gian, que estaba sentado al lado de mí, permanecía fija en la carta, pero de pronto sentí una mano acariciar mi pierna, lo que erizó toda mi piel. 

Y no era la de Cristel, ella estaba a mi izquierda, al lado del barandal, con vista al agua. 

Pensé en apartarme, pero me quedé quieta, paralizada por el miedo, el enfado y la excitación que me ocasionaba el toque delicado y sensual de ese hombre. ¿Se podía ser más descarado? No, tal vez no. 

Me daba mucha rabia sentirme tan excitada y tan húmeda como consecuencia de ello. Era irreal lo que este tipo me estaba haciendo, quizá pronto despertaría. 

—¿Ya eligieron algo? —indagó Gian, quitando su mano para subirla a la carta. 

En ese momento, Cristel volteó a verlo. 

—Sí, hermano, ya elegí. 

—¿Y tú, Alba? —me dijo a mí, mirándome con cierta burla. 

«Elegí golpearte, pero mi cerebro es incapaz de reaccionar», pensé con ironía, pero terminé sonriendo. 

—Sí, también ya elegí. 

Él dejó escapar un soplido, como si tratara de calmarse. Luego me miró con tanta intensidad, que percibí que sus ojos no eran marrones, sino de un gris muy oscuro. 

¿En dónde estaban los celos de Cristel cuando los necesitaba? ¿Y dónde estaba la gente? ¿Acaso a nadie le gustaba comer afuera? 

Mi corazón cada vez latía más rápido, causando que mi estómago doliera y que tal vez no aceptara comida. Aun así, mantuve la compostura y me volví hacia mi novia para romper el silencio. 

Pero antes de que pudiera hablar, él lo hizo. 

—Alba, cuéntame un poco sobre ti —solicitó con tono amable, pero me puso los nervios de punta. Cristel sonrió emocionada y decidí que no le rompería la ilusión. 

Me volví hacia Gian y di mi respuesta, la cual parecía esperar con ansias. 

—Honestamente, no soy una persona muy interesante. —Me encogí de hombros—. El 70 % de las cosas buenas que Cristel haya podido decirte es mentira. 

Gian sonrió y dejó escapar una pequeña risa mientras bajaba la vista, un gesto demasiado sexi para mi gusto. 

—Dios, Alba, no te menosprecies, eres muy buena —me reprendió Cristel con tono cariñoso—. Por eso estoy enamorada de ti. 

Sonreí como una idiota, pero mi expresión se esfumó al ver cómo él negaba ligeramente con la cabeza y sonreía mientras daba un sorbo a su vino, uno del cual no conocía el nombre y ni me interesaba saberlo. 

Cristel sí era fanática del vino, incluso los Lefebvre producían vinos en Francia, concretamente en Burdeos, una de las regiones vinícolas más conocidas en el mundo. 

—Soy una desorganizada, Cristel siempre tiene que empujarme a mantener en orden el departamento —conté sin reparos.

Me daba mucha vergüenza exponerme de esa manera, pero no veía otra salida para que él dejara eso tan raro que estaba haciendo. 

—No me gustan los vestidos y soy fan de la comida chatarra —proseguí, esperando que él se horrorizara—. Y sí, eructo, muy fuerte. 

—Nena, ¿qué te ocurre? —me preguntó Cristel, riéndose de manera nerviosa. 

—Oh, lo siento, a veces soy muy honesta y digo datos innecesarios —respondí.

—¿Sabes? Me gustan esos datos innecesarios —dijo Gian, mirándome con más interés—. Me agradan las personas honestas como tú.

—Puede que esté mintiendo —refuté con cinismo.

—No lo creo. 

—Iré al baño en lo que viene la comida —murmuró Cristel. Gian se levantó como todo un caballero, y desde mi silla se veía tremendamente alto. 

Bueno, es que era alto. Muy alto para mi presión arterial. 

—Te acompaño, amor. —Traté de levantarme, pero ella me obligó a mantenerme sentada.

—No, necesito ir sola —murmuró y yo me temí haberla dejado en ridículo. Parecía molesta. 

Permanecí quieta, viendo cómo se iba, y mi vista volvió hacia mi copa a medio tomar. 

Estaba perdida. 

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