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Capítulo 49: Placer y Promesa

La manada de los Blancos se había convertido en un lugar de calma, luz y esperanza. Pero para Emma y Diego, los días se habían teñido de un color aún más intenso: el del deseo imparable y el amor feroz.  

Desde que Emma había comenzado a mostrar su embarazo, el vínculo con Diego se volvió más profundo, más carnal, más urgente. Ella no solo sentía la vida creciendo en su interior, sino también el fuego constante de sus hormonas desbordadas, ese anhelo ardiente que solo Diego podía calmar… o avivar aún más.  

Pasaban días enteros encerrados en su cabaña. Nadie se atrevía a molestarlos. Todos sabían —y escuchaban— los gemidos apagados, los golpes rítmicos del cuerpo de Diego sobre Emma, sus risas, sus juegos, su locura compartida.  

Diego la adoraba con un hambre que no se apagaba.  La recorría con las manos, la boca, el alma. La tomaba una y otra vez hasta dejarla temblando, exhausta, con el cuerpo marcando su amor en cada centímetro.

—Dioses, Emma… no me canso de ti —susurraba contra su piel sudada, después de cada tormenta de placer.  

—Entonces nunca pares… —decía ella, montada sobre él, moviéndose con deseo propio, sus manos en su pecho, su vientre apenas redondeado vibrando entre los dos.  

Y no paraban.

Días de familia, noches de travesuras 

Pese a las llamas constantes en la intimidad, también disfrutaban de los momentos en familia. Paseaban con su madre, con Nathan, y hasta con la tía Ana, quien los miraba con ternura cada vez que Emma soltaba una carcajada o Diego la alzaba en brazos como si fuera liviana.  

—No sé si alguna vez vi tanta felicidad junta —decía la tía con una sonrisa que ocultaba viejas lágrimas.

Pero cuando llegaba la noche… o cualquier momento a solas… todo cambiaba.  

Durante los paseos por el bosque, Emma solía provocarlo. Bastaba un roce, una mirada, o dejarle caer un beso en la comisura de los labios para que Diego la acorralara contra un árbol.  

—¿Quieres jugar? —gruñía con esa voz baja que la deshacía.  

Y la tomaba allí mismo.  La subía contra el tronco, sujetándole los muslos, hundiéndose en ella mientras la naturaleza era testigo de su lujuria.  

—Eres adictiva —le decía al oído mientras ella gemía, entregada—. No tienes idea de lo loca que me vuelves.  

El refugio del bosque 

Una mañana, mientras el sol apenas asomaba entre los árboles, Diego se acercó a Emma con esa mirada traviesa que ella conocía muy bien.

—Empaca lo que necesitas —le dijo, rozando su cuello con los labios—. Volvemos a nuestra casa del bosque.

Emma suena al instante, sintiendo una oleada de deseo solo con recordar lo que vivieron allí la última vez.

¿No hemos agotado aún todas las superficies? —bromeó con una sonrisa cargada de picardía.

—No… pero estoy dispuesto a intentarlo otra vez —murmuró Diego, besando su hombro mientras sus manos ya exploraban con impaciencia.

Y así regresaron a su refugio, ese lugar sagrado solo para ellos , donde el tiempo se detenía y sus cuerpos hablaban con la misma intensidad que sus corazones.

La cabaña en el bosque estaba rodeada de árboles altos, con una chimenea cálida, una cama inmensa y una bañera tallada en piedra que parecía hecha para dos almas salvajes.  

Allí, se desataron. 

Días enteros sin ropa. Sin preocupaciones. Solo besos, gemidos, y juegos interminables entre las sábanas y sobre la madera cálida del suelo. En la bañera, en la cocina, junto al fuego… Diego la hacía suya como si cada vez fuera la primera.  

Emma no se cansaba de sentirlo dentro. Su cuerpo lo buscaba, lo llamaba, lo necesitaba. Y Diego respondía como el alfa que era: fuerte, protector, entregado, salvaje.  

—Dime que soy tuyo —gruñía.  

—Eres mío —jadeaba ella—. Solo mío.  

Y entre embestidas y caricias, entre risas y mordidas, sellaban su amor con cada encuentro. 

En esa casa, en ese bosque, Emma no era solo la Alfa. Era la mujer más deseada, más amada, más viva.  

Y mientras su vientre crecía, Diego la besaba ahí, justo donde la nueva vida se formaba, y le susurraba:  

—Gracias por darme lo que más amo. Tú… y nuestro hijo.  

Emma lloró esa noche. De felicidad, de amor, de entrega.  

Porque finalmente, todo estaba bien.  

Y su historia… aún no había terminado.

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