Sebastián nació en la Manada de los Umbríos , un clan que se ocultaba en las montañas del norte, alejados de las grandes alianzas de los hombres lobo. Su manada era conocida por su ferocidad en la batalla y su poder ancestral ligado a la noche, pero también por su estricta jerarquía. Solo los fuertes sobrevivían, y los débiles eran sacrificados en rituales oscuros para fortalecer a los líderes.
Su madre, Liria, era una guerrera valiente, pero su amor prohibido con un lobo de otra manada la condenó. Sebastián fue testigo de su sufrimiento cuando su propio alfa la dejó morir en el frío, alegando que su amor la había debilitado. Desde entonces, el odio creció en él como un veneno, jurando que nunca sería débil como su madre ni permitiría que otro alfa lo dominara.
Cuando cumplió diecisiete años, desafió al alfa de los Umbríos y lo derrotó en un combate sangriento, proclamándose líder. Sin embargo, su manada, en lugar de aclamarlo, lo repudió, pues sus métodos eran demasiado crueles incluso para ellos. Exiliado y solo, vagó por los territorios prohibidos, buscando poder hasta que encontró antiguos textos sobre una magia legendaria: la magia de los Quileute
Descubrió que esta manada había sido una de las más poderosas de todos los tiempos, con una conexión directa con la Diosa Luna, la cual les otorgaba dones imposibles para cualquier otro lobo. Si lograba absorber ese poder, se convertiría en el ser más fuerte que jamás haya existido. Pero para hacerlo, debía erradicar a la última línea de sangre de los Quileute.
Así comenzó su cacería. Se infiltró en su manada, engañándolos con falsas promesas de lealtad, hasta que logró su cometido: asesinó a sus líderes y destruyó su linaje. O al menos eso creyó.
El error de Sebastián
La profecía hablaba de un heredero, un niño destinado a resurgir con el poder ancestral. Y cuando se enteró de que uno de los líderes de los Quileute esperaba un hijo, no dudó en asesinarlos a ambos… o eso pensó.
—No puede ser… —susurró Sebastián en el presente, con los ojos fijos en Emma, quien ahora brillaba con un aura azul incandescente.
El poder que había deseado durante tanto tiempo estaba justo frente a él… y no le pertenecía.Emma avanzó con una mirada feroz. Su cuerpo irradiaba energía ancestral, y en sus ojos había un brillo dorado imposible de ignorar.
—Tú creíste que habías erradicado a mi linaje —susurró Emma, su voz resonando con un eco sobrenatural—, pero olvidaste un detalle: mi tía jamás me abandonó.
El regreso de la tía de Emma
Lejos del conflicto, una mujer de cabello largo y oscuro se adentraba en el bosque con pasos firmes. La tía de Emma había pasado años en las sombras, protegiéndola desde la distancia. El dolor de haber perdido a su hermano y su cuñada la había destrozado, pero su única misión había sido mantener a Emma a salvo.
Ahora, con la guerra alcanzando su punto máximo, había llegado el momento de regresar. No podía huir más.
La batalla estaba a punto de llegar a su clímax, y con ello, la historia de los Quileute resurgiría de las cenizas.
Emma sintió una corriente eléctrica recorrer su cuerpo. Su poder había despertado por completo. Sebastián seguía inmóvil, observándola con el ceño fruncido, tratando de comprender cómo era posible que la energía más antigua y pura estuviera fluyendo a través de ella. —Esto no puede ser… —susurró él con incredulidad—. Esta magia pertenece a los Quileute… ¡Pero los erradiqué! Emma esbozó una sonrisa feroz. —No, Sebastián. No erradicaste nada. Solo sembraste la semilla de tu propia destrucción. El aire alrededor de Emma comenzó a vibrar con una intensidad inhumana. Su cabello flotaba, sus pupilas se tornaron completamente doradas y la marca de la Diosa Luna brilló en su piel. Sus manos destellaban con un fulgor azul, la esencia misma de su linaje ancestral. Había recuperado el poder que por derecho le pertenecía. Sebastián gruñó con furia, lanzándose hacia ella con toda su velocidad, pero Emma no se movió. Cuando él intentó tocarla, su mano se desintegró en cuanto chocó con s
El mundo de Emma parecía girar en cámara lenta. Su madre. Su hermano. Vivos. El peso de aquella revelación le presionaba el pecho como si su corazón estuviera atrapado entre el pasado y el presente. Había crecido creyendo que su familia había sido masacrada por Sebastián, que su linaje había sido arrancado de raíz aquella fatídica noche en la que su mundo se había oscurecido para siempre. Pero ahora, frente a ella, estaban dos fragmentos de su historia que había dado por perdidos.—¿Cómo es posible? —su voz apenas era un susurro ahogado.Sus piernas flaquearon y Diego la sostuvo de inmediato, su toque cálido y protector la ancló a la realidad. Liana, su madre, dio un paso al frente con los ojos inundados de lágrimas. Tenía la misma mirada intensa que Emma recordaba en destellos borrosos de su infancia, la misma calidez en su esencia. Sus brazos temblaban cuando finalmente la envolvió en un abrazo largo, desesperado, un abrazo de madre que nunca debió haberse roto.—Mi niña... —susurr
El silencio que envolvía el claro del bosque se rompió con el sonido del viento, que soplaba como un susurro ancestral. Emma aún sentía su corazón latir con fuerza. La revelación de que su madre y su hermano Nathan estaban vivos sacudía cada fibra de su ser. Su mente trataba de ensamblar los fragmentos de un pasado que le había sido arrebatado. Su tía Ana, con la mirada empañada por la emoción, se acercó lentamente. Su voz era suave, pero cargada de verdad. —Emma… sé que esto es abrumador, pero hay mucho que necesitas saber. Emma tragó saliva y asintió. Su mirada se dirigió a Nathan, quien mantenía la cabeza alta, con una postura firme y la esencia de un verdadero guerrero. Su madre, a su lado, tenía lágrimas en los ojos, pero su expresión reflejaba una fortaleza inquebrantable. —¿Cómo es posible? —susurró Emma—. Yo… los vi morir. Ana suspiró y miró al cielo, como si buscara fuerzas para contar aquella historia que tanto había guardado. —Sí, murieron… pero no para siempre.
El viento soplaba con un aroma distinto sobre las tierras de los Blancos. Ya no olía a muerte ni a cenizas, sino a renacimiento. La batalla había terminado, pero la verdadera lucha apenas comenzaba: reconstruir lo que Sebastián destruyó.Emma, de pie en lo alto de una colina, observaba el movimiento de su manada. Lobos en su forma humana y animal trabajaban juntos, levantando estructuras, reparando viviendas y reforzando las defensas del territorio. Los antiguos caminos, una vez cubiertos por la maleza, volvían a abrirse con cada piedra removida.El renacer de la manadaNathan caminaba a su lado, supervisando la asignación de tareas. Su hermano, quien había sido apartado de ella por la tragedia, ahora era su apoyo inquebrantable.—Esto es más grande de lo que imaginé —comentó Emma, viendo a un grupo de jóvenes aprendiendo técnicas de combate de los guerreros más experimentados.—Sí, pero es necesario —respondió Nathan. —No solo debemos reconstruir nuestra aldea, también debemos asegura
La noche había caído sobre la manada de los Blancos, trayendo consigo el aroma fresco de la tierra húmeda y el susurro del viento entre los árboles. Dentro de la cabaña, el ambiente era distinto. Más cálido. Más íntimo. Más primitivo. Emma y Diego se encontraban en la cama, sus cuerpos aún entrelazados, sus respiraciones agitadas después de haberse amado con una necesidad feroz. Pero Emma no estaba satisfecha. No podía estarlo.Su piel hormigueaba con la necesidad de más. Sus sentidos estaban amplificados por el embarazo, su deseo por Diego aumentaba con cada roce, con cada beso que él dejaba en su piel. —No tienes idea de lo que me provocas —murmuró Diego contra su cuello, deslizando los labios por su clavícula mientras sus manos se aferraban a sus caderas. Emma se arqueó bajo su toque, jadeando cuando sus dedos recorrieron su cuerpo con la precisión de alguien que la conocía a la perfección. —Entonces demuéstramelo —susurró, desafiándolo. Los ojos de Diego brillaron con un
Pasaron semanas desde que la batalla terminó, y el mundo de Emma se volvió más cálido, más íntimo, más lleno de él. Diego. Su pareja. Su alfa. Su todo. La reconstrucción de la manada seguía, sí… pero dentro de la cabaña que compartían, no había guerras, ni estrategias, ni deberes. Solo sus cuerpos, sus gemidos, y la danza ardiente de un deseo que no conocía descanso. Durante días, Emma apenas salía. El calor de su embarazo y la energía sobrenatural que ahora fluía en su cuerpo hacían que su deseo por Diego se intensificara, al punto de volverse insaciable. Lo deseaba constantemente, y él no se negaba. Lo hacía suyo una y otra vez. Ella le pedía más, le rogaba con los ojos, con la boca, con el cuerpo, y él respondía con pasión salvaje y entrega absoluta. —No tienes idea de lo que me haces sentir —le murmuraba Diego mientras la acariciaba con fuerza, recorriendo con las manos cada curva de su piel, cada estremecimiento que le arrancaba el placer. Emma arqueaba la espalda, ja
La manada de los Blancos se había convertido en un lugar de calma, luz y esperanza. Pero para Emma y Diego, los días se habían teñido de un color aún más intenso: el del deseo imparable y el amor feroz. Desde que Emma había comenzado a mostrar su embarazo, el vínculo con Diego se volvió más profundo, más carnal, más urgente. Ella no solo sentía la vida creciendo en su interior, sino también el fuego constante de sus hormonas desbordadas, ese anhelo ardiente que solo Diego podía calmar… o avivar aún más. Pasaban días enteros encerrados en su cabaña. Nadie se atrevía a molestarlos. Todos sabían —y escuchaban— los gemidos apagados, los golpes rítmicos del cuerpo de Diego sobre Emma, sus risas, sus juegos, su locura compartida. Diego la adoraba con un hambre que no se apagaba. La recorría con las manos, la boca, el alma. La tomaba una y otra vez hasta dejarla temblando, exhausta, con el cuerpo marcando su amor en cada centímetro.—Dioses, Emma… no me canso de ti —susurraba contra su
El tiempo parecía flotar en un remanso de amor y paz. La manada de los Blancos resplandecía con fuerza, restaurada y unida, pero era dentro de la cabaña de Emma y Diego donde ardía la llama más intensa: la del amor, la familia… y la vida por venir.El embarazo de Emma transcurría con plenitud. Su vientre crecía, redondeado y hermoso, y Diego no podía quitarle los ojos de encima. La acariciaba como si tocara algo sagrado, le hablaba al bebé como si ya lo conociera, y se dormía cada noche con la cabeza apoyada sobre su pancita, escuchando los latidos de esa nueva alma que llegaría pronto.Pero una madrugada tranquila, todo cambió.Una contracción fuerte y repentina despertó a Emma. —Diego… amor… —jadeó—. Ya vienen. Él se incorporó tan rápido que tropezó con su propio pie. —¿¡QUÉ!? ¡¿AHORA?! ¡¿HOY?! Emma asintió, respirando entre risas y dolor. —Sí, amor. Respira conmigo. No entres en modo lobo salvaje.Diego corría por toda la cabaña, gritando cosas incoherentes: “¡Agua! ¡Toall