Sebastián observaba con furia mientras Emma se elevaba por encima del suelo, envuelta en una luz azul incandescente. La presión en el aire se volvió insoportable. Su magia, la misma que había destruido reinos y masacrado manadas enteras, se disipaba como si nunca hubiera existido.
—¡No puede ser posible! —gruñó, intentando canalizar su poder de las sombras, pero su energía era absorbida por la presencia de Emma.
La tierra tembló.
Un rugido resonó en el aire cuando un inmenso lobo plateado emergió de la luz detrás de Emma, con ojos brillantes como dos lunas. La Diosa Luna misma había descendido.
—Sebastián —su voz sonó en todas partes, reverberando en cada rincón del campo de batalla—. Tú has profanado mi legado. Has destruido vidas inocentes por tu ambición.
Sebastián sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Sabía que no había escapatoria.
Emma descendió lentamente, posando los pies sobre la tierra con una gracia sobrehumana. Su mirada, ahora completamente blanca, reflejaba el poder de la Luna en su máximo esplendor.
—Esta es tu última noche, Sebastián —declaró con voz firme.
Sebastián rugió de ira y se lanzó hacia ella con toda su fuerza.
Pero Emma no se movió.
Solo levantó una mano y un círculo de luz se expandió a su alrededor. El impacto de Sebastián se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra un muro invisible.
—No… —jadeó él, sintiendo cómo su cuerpo comenzaba a arder.
De repente, Emma giró la muñeca y una ráfaga de energía azul lo envolvió por completo. La magia ancestral de los Quileute lo estaba consumiendo, arrancando de él todo el poder oscuro que había robado.
—Esta magia… —Sebastián gimió, cayendo de rodillas—. No puede ser. Es la magia de los Quileute… la misma manada que exterminé…
Su cuerpo comenzó a desmoronarse en cenizas mientras la voz de Emma retumbaba en el viento.
—Esta es la justicia de aquellos a quienes traicionaste. Esta es la venganza de los inocentes.
Con un último grito, Sebastián fue consumido por la luz, desvaneciéndose en el aire.
El silencio cayó sobre el campo de batalla.
Emma bajó la mano lentamente y cerró los ojos. Su cuerpo volvió a la normalidad, pero la marca de la Luna en su frente quedó como prueba de lo que había ocurrido.
Diego corrió hacia ella y la sostuvo en sus brazos antes de que su cuerpo se desplomara de agotamiento.
La guerra había terminado.
Y Emma…
Emma se había convertido en la leyenda que estaba destinada a ser.
Sebastián nació en la Manada de los Umbríos , un clan que se ocultaba en las montañas del norte, alejados de las grandes alianzas de los hombres lobo. Su manada era conocida por su ferocidad en la batalla y su poder ancestral ligado a la noche, pero también por su estricta jerarquía. Solo los fuertes sobrevivían, y los débiles eran sacrificados en rituales oscuros para fortalecer a los líderes. Su madre, Liria, era una guerrera valiente, pero su amor prohibido con un lobo de otra manada la condenó. Sebastián fue testigo de su sufrimiento cuando su propio alfa la dejó morir en el frío, alegando que su amor la había debilitado. Desde entonces, el odio creció en él como un veneno, jurando que nunca sería débil como su madre ni permitiría que otro alfa lo dominara. Cuando cumplió diecisiete años, desafió al alfa de los Umbríos y lo derrotó en un combate sangriento, proclamándose líder. Sin embargo, su manada, en lugar de aclamarlo, lo repudió, pues sus métodos eran demasiado crueles in
Emma sintió una corriente eléctrica recorrer su cuerpo. Su poder había despertado por completo. Sebastián seguía inmóvil, observándola con el ceño fruncido, tratando de comprender cómo era posible que la energía más antigua y pura estuviera fluyendo a través de ella. —Esto no puede ser… —susurró él con incredulidad—. Esta magia pertenece a los Quileute… ¡Pero los erradiqué! Emma esbozó una sonrisa feroz. —No, Sebastián. No erradicaste nada. Solo sembraste la semilla de tu propia destrucción. El aire alrededor de Emma comenzó a vibrar con una intensidad inhumana. Su cabello flotaba, sus pupilas se tornaron completamente doradas y la marca de la Diosa Luna brilló en su piel. Sus manos destellaban con un fulgor azul, la esencia misma de su linaje ancestral. Había recuperado el poder que por derecho le pertenecía. Sebastián gruñó con furia, lanzándose hacia ella con toda su velocidad, pero Emma no se movió. Cuando él intentó tocarla, su mano se desintegró en cuanto chocó con s
El mundo de Emma parecía girar en cámara lenta. Su madre. Su hermano. Vivos. El peso de aquella revelación le presionaba el pecho como si su corazón estuviera atrapado entre el pasado y el presente. Había crecido creyendo que su familia había sido masacrada por Sebastián, que su linaje había sido arrancado de raíz aquella fatídica noche en la que su mundo se había oscurecido para siempre. Pero ahora, frente a ella, estaban dos fragmentos de su historia que había dado por perdidos.—¿Cómo es posible? —su voz apenas era un susurro ahogado.Sus piernas flaquearon y Diego la sostuvo de inmediato, su toque cálido y protector la ancló a la realidad. Liana, su madre, dio un paso al frente con los ojos inundados de lágrimas. Tenía la misma mirada intensa que Emma recordaba en destellos borrosos de su infancia, la misma calidez en su esencia. Sus brazos temblaban cuando finalmente la envolvió en un abrazo largo, desesperado, un abrazo de madre que nunca debió haberse roto.—Mi niña... —susurr
El silencio que envolvía el claro del bosque se rompió con el sonido del viento, que soplaba como un susurro ancestral. Emma aún sentía su corazón latir con fuerza. La revelación de que su madre y su hermano Nathan estaban vivos sacudía cada fibra de su ser. Su mente trataba de ensamblar los fragmentos de un pasado que le había sido arrebatado. Su tía Ana, con la mirada empañada por la emoción, se acercó lentamente. Su voz era suave, pero cargada de verdad. —Emma… sé que esto es abrumador, pero hay mucho que necesitas saber. Emma tragó saliva y asintió. Su mirada se dirigió a Nathan, quien mantenía la cabeza alta, con una postura firme y la esencia de un verdadero guerrero. Su madre, a su lado, tenía lágrimas en los ojos, pero su expresión reflejaba una fortaleza inquebrantable. —¿Cómo es posible? —susurró Emma—. Yo… los vi morir. Ana suspiró y miró al cielo, como si buscara fuerzas para contar aquella historia que tanto había guardado. —Sí, murieron… pero no para siempre.
El viento soplaba con un aroma distinto sobre las tierras de los Blancos. Ya no olía a muerte ni a cenizas, sino a renacimiento. La batalla había terminado, pero la verdadera lucha apenas comenzaba: reconstruir lo que Sebastián destruyó.Emma, de pie en lo alto de una colina, observaba el movimiento de su manada. Lobos en su forma humana y animal trabajaban juntos, levantando estructuras, reparando viviendas y reforzando las defensas del territorio. Los antiguos caminos, una vez cubiertos por la maleza, volvían a abrirse con cada piedra removida.El renacer de la manadaNathan caminaba a su lado, supervisando la asignación de tareas. Su hermano, quien había sido apartado de ella por la tragedia, ahora era su apoyo inquebrantable.—Esto es más grande de lo que imaginé —comentó Emma, viendo a un grupo de jóvenes aprendiendo técnicas de combate de los guerreros más experimentados.—Sí, pero es necesario —respondió Nathan. —No solo debemos reconstruir nuestra aldea, también debemos asegura
La noche había caído sobre la manada de los Blancos, trayendo consigo el aroma fresco de la tierra húmeda y el susurro del viento entre los árboles. Dentro de la cabaña, el ambiente era distinto. Más cálido. Más íntimo. Más primitivo. Emma y Diego se encontraban en la cama, sus cuerpos aún entrelazados, sus respiraciones agitadas después de haberse amado con una necesidad feroz. Pero Emma no estaba satisfecha. No podía estarlo.Su piel hormigueaba con la necesidad de más. Sus sentidos estaban amplificados por el embarazo, su deseo por Diego aumentaba con cada roce, con cada beso que él dejaba en su piel. —No tienes idea de lo que me provocas —murmuró Diego contra su cuello, deslizando los labios por su clavícula mientras sus manos se aferraban a sus caderas. Emma se arqueó bajo su toque, jadeando cuando sus dedos recorrieron su cuerpo con la precisión de alguien que la conocía a la perfección. —Entonces demuéstramelo —susurró, desafiándolo. Los ojos de Diego brillaron con un
Pasaron semanas desde que la batalla terminó, y el mundo de Emma se volvió más cálido, más íntimo, más lleno de él. Diego. Su pareja. Su alfa. Su todo. La reconstrucción de la manada seguía, sí… pero dentro de la cabaña que compartían, no había guerras, ni estrategias, ni deberes. Solo sus cuerpos, sus gemidos, y la danza ardiente de un deseo que no conocía descanso. Durante días, Emma apenas salía. El calor de su embarazo y la energía sobrenatural que ahora fluía en su cuerpo hacían que su deseo por Diego se intensificara, al punto de volverse insaciable. Lo deseaba constantemente, y él no se negaba. Lo hacía suyo una y otra vez. Ella le pedía más, le rogaba con los ojos, con la boca, con el cuerpo, y él respondía con pasión salvaje y entrega absoluta. —No tienes idea de lo que me haces sentir —le murmuraba Diego mientras la acariciaba con fuerza, recorriendo con las manos cada curva de su piel, cada estremecimiento que le arrancaba el placer. Emma arqueaba la espalda, ja
La manada de los Blancos se había convertido en un lugar de calma, luz y esperanza. Pero para Emma y Diego, los días se habían teñido de un color aún más intenso: el del deseo imparable y el amor feroz. Desde que Emma había comenzado a mostrar su embarazo, el vínculo con Diego se volvió más profundo, más carnal, más urgente. Ella no solo sentía la vida creciendo en su interior, sino también el fuego constante de sus hormonas desbordadas, ese anhelo ardiente que solo Diego podía calmar… o avivar aún más. Pasaban días enteros encerrados en su cabaña. Nadie se atrevía a molestarlos. Todos sabían —y escuchaban— los gemidos apagados, los golpes rítmicos del cuerpo de Diego sobre Emma, sus risas, sus juegos, su locura compartida. Diego la adoraba con un hambre que no se apagaba. La recorría con las manos, la boca, el alma. La tomaba una y otra vez hasta dejarla temblando, exhausta, con el cuerpo marcando su amor en cada centímetro.—Dioses, Emma… no me canso de ti —susurraba contra su