3. Desheredada

—Es increíble que hayas deshonrado así a nuestra familia. ¡Le diste todo a ese hombre! ¡Todo, Altagracia! ¡Gerardo Montesinos se apoderó y es dueño de todo lo nuestro por tu culpa!

Altagracia abraza a su hijo con fuerza, oyendo las horribles palabras que suelta su abuelo contra ella. Ya ni puede recordar la última vez que escuchó algo tan horrible como esto. No puede imaginar lo que sucederá de ahora en adelante porque lo que sale de la boca de su abuelo le quita lo que queda de fuerzas.

—¡No quiero verte más, Altagracia! No mereces llevar el apellido Reyes. ¡¿Cómo se te ocurre hacer algo así?! ¡¿Cómo?!

—Basta, abuelo —Azucena se arrodilla para abrazar a su hermana—, ¿No estás viendo que tiene a un pequeño en sus brazos?

—¡Eso es imposible! ¡Ésta niña jamás tuvo una barriga como para decir que estaba embarazada! —exclama el abuelo de Altagracia señalando con el dedo—, ¡Otra de sus mentiras!

—Es verdad. Altagracia acaba de dar a luz a un niño. Estos embarazos son crípticos, la madre no se da cuenta que lleva a un pequeño hasta que dará a luz. ¡Es nuestro nieto, Alfonso! —la abuela de Altagracia no puedo creerlo.

—No quiero ver a Altagracia aquí. ¡Que se vaya!

—Abuelo, pero su hijo-

—¡Que se vaya! ¡Nos ha dejado en la ruina! —el abuelo de Altagracia se apoya en su bastón de madera para señalarla—, ¡Se merece el castigo de ser una egoísta! ¡Ni su hijo ni ella son bienvenidos a la familia!

Altagracia no puede oír más nada. Tomando al pequeño entre sus brazos que sigue llorando agarra las fuerzas, las únicas en sus piernas, para ponerse de pie y correr lejos de los insultos de su abuelo. Se pierde entre las lágrimas.

Hoy, en su día especial, en el día más importante de su vida, su vida es una miseria. Las palabras son claras.

Es una mujer sin nada. Es una mujer sin dinero, sin renombre, sin casa, sin hogar. No sabe a dónde ir, no sabe a qué lugar irá. No puede ser posible que en menos de unos segundos lo haya perdido todo, y ahora tenga qué cargar con una vida inesperada en sus brazos que nada tiene que ver con todo lo que ocurre.

La lluvia cae peor que antes. La tormenta embarró los caminos de la mansión y así mancha su vestido de novia hacia el auto. Azucena grita detrás de ella, y Altagracia abraza más a éste pequeño bebé para montarse en el auto.

—No te dejaré sola. Nada de lo que dicen es cierto. Tú no pudiste traicionarnos, ¿Verdad, Altagracia? —su hermana menor la detiene.

Altagracia no puede hablar porque su grito está atascado en su garganta.

—Gerardo me engañó —Altagracia confiesa en un hilo de voz—, él sólo me usó, él sólo me enamoró…me acaba de arruinar la vida, Azucena. Yo no he hecho nada en contra de mi familia. ¿Me crees? Dime qué crees porque no sé si pueda continuar con este dolor en mi alma. No sé si pueda más.

Azucena rompe a llorar al ver a su hermana de ésta manera.

—Hermanita —Azucena la abraza con fuerza—, ¡No te dejaré sola! Iré contigo. Acabas de dar a luz, estás débil. Te acompañaré, dime a dónde quieres que vayamos.

—Mis cosas, todo me lo ha quitado. Mi herencia le pertenece a Gerardo Montesinos y no tengo ni un peso encima ahora. Todas mis cosas, Azucena. Mis compañías, mis bienes, mi patrimonio. Todo lo tiene Gerardo Montesinos. Él me quitó todo —el llanto de Altagracia es una súplica desgarradora. Sus lágrimas brotan en sus mejillas manchadas—, no tengo nada.

—¿Qué pasa con nuestra mansión en Mérida? ¿La de la ciudad, hermana? Sigue siendo tuya porque eres heredera de mamá, ¿Verdad? ¿O también el sanguinario de Gerardo te lo quitó?

Altagracia deja de sollozar, observando fijamente a su hermana mientras se da cuenta que eso es verdad.

—Es mi única salida. Es el único lugar donde puedo pasar la noche. ¡Pero es en Mérida! ¿Cómo llegaré a Mérida en estos momentos y con éste b-bebé?

—Yo me encargo de eso —Azucena cierra la puerta del auto. Se monta en piloto—, nos iremos en un jet y llamaré a Gertrudis para que te acompañe con el niño. Mi abuelo no puede desterrarte, así como si nada. ¡No puede!

—Me acaba de humillar con este niño…¡Arranca, Azucena! Sácame de aquí. No quiero estar en éste lugar, no quiero. Quiero irme, no quiero pasar otra noche más aquí. Te lo pido —acurruca al bebé que gimotea en su cuello, donde Altagracia lo abraza con tanta fragilidad que teme romperlo. Es tan pequeño—, llama a Gertrudis. Por favor, éste es un bebé recién nacido.

Azucena hace exactamente lo que le pide. En medio de la noche su hermana conduce lejos de la mansión de los Reyes para la pista de avión. El viaje a Mérida no será largo. Gertrudis es la enfermera de la familia, quien cuidaba a su abuelo, y que sin rechistar se ha marchado con Altagracia. Gertrudis le acaba de decir que el contacto de piel con piel ha favorecido a regular la temperatura del bebé.

Altagracia sigue en una especie de limbo, como si no creyera que el bebé en sus brazos es suyo. Incluso sus senos están preparados para alimentar al bebé cuando ya están en el jet privado de su hermana Azucena.

—En 2 horas estaremos en Mérida, hermana —Azucena aprieta su mano—, ¿Altagracia…?

Pero su Altagracia rompe a llorar otra vez, negando una y otra vez.

—¿Cómo pudo hacerme esto, Azucena? Me dejó plantada, me abandonó, y ahora me quitó todo. No tengo nada. estoy sin nada, ya no soy nadie por culpa de ese hombre. Soy la vergüenza y la burla de mi familia. ¡Lo soy! —los sollozos de Altagracia se le escapan como espasmos.

—Necesita calmarse, señora. O sino el bebé no podrá dormir.

Altagracia se cubre sus labios con la mano. Apenas se ha puesto un suéter encima del vestido de novia que aún lleva.

—No estás sola, estoy contigo, Altagracia. Soy tu hermana, no dejaré que te quiten todo lo que es tuyo. Eres la heredera de todo. ¡De todo! ¡Y Gerardo cree que puede quitarte todo!

—Señorita Azucena, debe dejar descansar a la señora Altagracia. Será más difícil dormir al bebé.

Entristecida Azucena asiente, pero no puede hacer más nada ya que Altagracia es un mar de llanto silencioso al seguir aferrada al hermoso bebé en sus brazos. Una hora después el aeropuerto de Mérida las recibe. Altagracia sabe que sus fuerzas están peores que antes, y que debería entregar a su bebé, pero no quiere apartarse de su hijo. No quiere. Es lo único importante qué le queda.

—Gracias por venir —Azucena manifiesta su agradecimiento al mayordomo de aquella mansión de la que hablaron.

—Señorita Azucena —dice el mayordomo, carraspeando—, su abuelo me informa que la quiere de vuelta a la ciudad de México.

—¿¡Qué?! ¡No haré eso! ¡No dejaré a mi hermana sola!

—Me dice que si no regresa en el próximo vuelo hará lo mismo que hizo con su hermana. No pisará más nunca la mansión los reyes y quedará inhabilitada de todos sus bienes.

—Él no puede hacer eso —petrificada, Azucena jadea—, no puede hacernos esto. Altagracia es mi hermanita, no puedo dejarla. ¡No puedo!

—Hazlo, Azucena. Sabes muy bien de lo qué nuestro abuelo es capaz de hacer. No te quedes aquí por mí, por favor. Ve —Altagracia toma su mano—, yo estaré bien —se le quiebra la voz a Altagracia, tratando de sonreír—, por favor, vete. No debes estar aquí por mi culpa, no puedes perder lo que es tuyo por mi culpa.

—¡No! ¡No me iré! —Azucena empieza a llorar—, ¡Todos se han burlado de ti! ¡Eres mi hermana, no te dejaré sola!

Altagracia besa su frente.

—Llévatela —le habla Altagracia al piloto que las ha traído.

—¡Altagracia! —exclama Azucena entre llantos—, ¡No hagas esto!

—¡Si no lo hago él te quitará lo único que tienes! —Altagracia se aleja con el mayordomo—, yo y mi bebé estaremos bien. ¡Regresa a la capital!

Lo único que aparece en la vida de Altagracia ahora mismo son desgracias de las que no puede escapar. No es fuerte al oír los reclamos y el llanto de su pequeña hermana, pero debe marcharse ahora. Y lo hace con el mayordomo a la mansión de su difunta madre, la única que no pertenece a la familia los Reyes. Ha sido un regalo para las 3 hermanas. Y ahora le queda solo a ella.

Destruida. Desterrada. Despreciada.

Altagracia le entrega el niño a Gertrudis cuando vuelve a caer de rodillas en medio del pasillo de la casa.

—¡Señora Altagracia!

Altagracia no puede responder. Un dolor inexplicable vuelve abarcar su vientre.

—¡Llama a una ambulancia! La madre y el hijo necesitan más insumos y no la tenemos aquí. ¡La señora necesita ser vista por su herida!

—No —Altagracia niega, tomando la mano de Gertrudis—, no pierdas de vista a mi bebé. Dale todas sus atenciones, no dejes solo a mi bebé. No lo dejes solo, por favor. Acaba de nacer, necesito estar con él. No nos separes, Gertrudis —Altagracia pide, todavía en el suelo—,  llévame a una cama. Y déjame con mi pequeño.

—Llamare a un doctor y traeré insumos a la casa, señora.

—Pero Gertrudis…—Altagracia rompe a llorar—, ¿Cómo pagaré todo eso sino tengo nada de dinero?

—Doña, no se preocupe —contesta Gertrudis con pena por oír a su frágil y joven patrona en ésta situación.

Altagracia y el niño son llevados por el mayordomo y Gertrudis al cuarto principal de ésta mansión, donde Altagracia se cambia de ropa para darle el calor a su hijo que necesita.

—Perdóname, perdóname. Por traerte a este mundo de esta manera…yo soy tu mami. Yo soy tu mami, aquí estoy. Pase lo que pase nada nos separará y vamos a luchar contra todo —Altagracia llora en un lamento desgarrador, sintiéndose tan vulnerable y sin vida pese a que tiene a su vida en sus dos manos.

No duerme. No puede dormir. Porque sólo mira con ojos llenos de dolor a su hijo en medio de la oscuridad. Ésta enorme mansión, pero no tiene nada ya que le pertenezca.

Cuando la mañana llega, Altagracia no puede ni levantarse. Deja al niño en la cama cuando escucha gritos y exclamaciones desde la sala. Tocándose el vientre, y apoyándose de las paredes para caminar, Altagracia arrastra los pies hacia el lugar dueño de esos horribles sonidos.

—La señora Altagracia está muy débil para atenderlo, señor Ignacio. ¿De qué habla?

Altagracia no puede dar otro paso más. Se sostiene de la columna y llama la atención tanto de Gertrudis como del nuevo hombre que se quita el sombrero para correr hacia ella.

Altagracia cae en sus brazos.

—¡Altagracia! ¿Qué ha ocurrido? Ella está perdiendo sangre, Gertrudis. ¡Altagracia! —llama éste nuevo hombre—, ¡Habla!

Pero Altagracia sólo puede pronunciar:

—Mi bebé…

Se desvanece por segunda vez en unos brazos que no son para nada los del hombre que alguna vez amó.

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