Lo primero que observa Altagracia cuando abre los ojos es una fuerte luz. No pasa ni un solo segundo para que lo único que corra hacia su mente sea el recuerdo de su hijo.
—¡Mi bebé! —grita Altagracia levantándose de golpe. Es la misma habitación de la mansión, pero ahora tiene intravenosas y la debilidad que antes sentía ya se ha alejado. Pero su mente tiene otra cosa en la que importarse—, ¡Mi bebé!
Altagracia se quita las intravenosas desesperadamente para ponerse de pie y salir de la habitación. Cualquier horror pasa por su mente y piensa lo peor mientras camina rápidamente gritando donde está su bebé.
—¡Por Dios! —Altagracia jadea descomedida cuando un pequeño niño está en una cuna, y frente a él está Gertrudis. Sale corriendo hacia el niño para llevárselo a los brazos—, Gracias a Dios, gracias a Dios.
—Patrona —Gertrudis agacha la cabeza cuando se da cuenta de Altagracia.
Altagracia besa a su bebé, meciéndolo. Lo siente para que esto no sea una pesadilla.
—¿Cómo está mi bebé?
—El pequeño está estable, doña. Nuestra preocupación era usted, ¿Cómo está?
—¿Cómo estoy? —Altagracia coloca al bebé acostado en sus brazos. Un nudo en la garganta se le forma—, no lo sé. ¿Qué…? ¿Qué día es?
—Estamos en lunes, doña. Durmió desde hace horas, no se preocupe.
Altagracia se frota la frente, desesperada.
—No puedo creer que estoy aquí en Mérida luego de años —confiesa Altagracia—, ¿Quién estuvo aquí?
—¿Quién, señora? Pues —Gertrudis señala con el mentón detrás de Altagracia.
No pudo haberlo soñado, porque este hombre está aquí. Alguien que hace muchos años no veía. Es increíble.
—Ignacio —exclama Altagracia—, tanto tiempo…¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Tu hermana Azucena me lo dijo, Altagracia —éste hombre es bastante atractivo. Lleva chaqueta de cuero, botas y su típico sombrero pero en las manos. De los hacendados más reconocidos aquí en Yucatán. Ignacio baja la mirada hacia el bebé en sus brazos—, ¿Es tu hijo?
Altagracia se da cuenta que éste pequeño no estará oculto por mucho tiempo.
—Lo es —confiesa.
—¿Y su padre es…Gerardo Montesinos?
Altagracia se tensa. El nombre tiene efecto que hasta le cuesta como respirar.
Sin embargo, consumida de un inexplicable odio de donde no sabe de donde sale, sus grandes ojos ámbar se oscurecen.
—No menciones nunca más ese nombre en mi presencia —Altagracia traga saliva—, yo —Altagracia no quiere confesar sus problemas, porque son demasiados, pero lo intenta.
—Hay un rumor, Altagracia. Y como estás presente quiero preguntártelo directamente —Ignacio se acerca. Su pequeño mostacho lo vuelve más atractivo, es uno de los solteros más codiciados de ésta ciudad, pero para Altagracia sólo es un gran amigo, que por le contrario, nunca ha pensado igual que ella—, ¿Por qué todos están diciendo que Gerardo, ese hombre con el que te casabas, es el dueño de tu hacienda?
El horror sigue presente. La tempestad sigue en su vida y apenas ha pasado un solo día desde que es una mártir, desde que le han quitado todo. Altagracia se sigue aferrando a lo único importante que tiene en su vida aquí y ahora: su pequeño hijo.
No sabe qué responderle a Ignacio por la vergüenza, y sus cejas fruncidas sólo indican horror y preocupación.
—¿Altagracia?
—¿De dónde has escuchado esos rumores, Ignacio? —Altagracia le pregunta. Besa a su bebé antes de entregárselo a Gertrudis.
—Toda la ciudad sólo habla de eso. Y de lo que pasó hace unos días. Tu matrimonio. Él nunca llegó. Lo sé todo, Altagracia —Ignacio no tarda en mostrar un deje de molestia, tomando su codo—, ¿De qué se trata todo esto?
Altagracia balbucea porque sus palabras, estancadas en su pecho, están llenas de desconsuelo.
—La hacienda sigue siendo mía —Altagracia finalmente expresa, soltándose de Ignacio. Sus ojos se vuelven hacia Gertrudis—, cuida a mi pequeño. Esto no se quedará así.
—¡Patrona! ¿A dónde irá?
—¿A dónde voy? —sigue dolida, completamente dolida. El cuerpo apenas se mueve y si se mueve es porque tiene qué proteger al hijo que ha llegado para darle una motivación, para no morir en el intento. Altagracia jadea, endureciendo la mirada—, a buscar lo qué es mío.
Altagracia se da la vuelta, aunque cojea y se agarra del vientre, se marcha de la sala para tomar unas botas y cambiarse de camisa.
En el silencio que ha dejado atrás, Ignacio ya no oculta esa raya de coraje, de cólera, que presente está en sus facciones endurecidas. Cuando Altagracia desaparece, gira el rostro hacia Gertrudis, quien vuelve a dejar al pequeño bebé en su cuna.
Ignacio baja la mirada a la criatura, y frunce los labios disgustado.
—Te encomendaré una tarea —Ignacio sorprende a Gertrudis, quien por sólo precaución se coloca frente a la cuna del bebé. Las palabras de éste hombre suenan llenas de coraje—, desaparece a ese niño.
—¡¿Qué está usted diciendo?! —Gertrudis se inclina a la cuna, como si protegiera al bebé—, éste niño es el heredero de la patrona Altagracia. ¡¿Está enfermo?!
Ignacio agarra a Gertrudis del brazo tan fuerte que la señora gime aterrada, temiendo incluso por su vida. Con los labios aún fruncidos Ignacio le habla en la cara.
—Tuve suficiente con ver a Altagracia enamorada de ese cretino. Éste hijo es un engendro, y si ahora esa mujer odia a Gerardo por lo que le ha hecho, lo odiará más. Harás el trabajo con mi capataz cuando lo ordené. Llévate lejos —Ignacio escupe—, a ese niño.
—No —Gertruddis intenta gritar—, ¡Señora…!
—Una palabra —Ignacio le tapa la boca a Gertrudis con la mano, prácticamente ahorcándola—, y no tendrás nunca salida de la humillación aquí en la ciudad, Gertrudis —la suelta de mala gana. Ignacio se coloca el sombrero—, no conviene tenerme a mí de enemigo.
Gertrudis empieza a sollozar, abrazando la cuna.
—No, yo no sería capaz de hacer algo así. ¡No lo haré!
—Sé que tienes nietos aquí estudiando en universidades que no puedes pagar. Te doy el dinero para que tus nietos vivan cómodamente. Haz lo que ordeno —Ignacio se toca el mostacho para que tranquilizar la cólera—, no llores. Se dará cuenta.
Gertrudis intenta negar con la cabeza.
—Usted no puede hacerle eso a la señora Altagracia, ¿¡Cómo puede ser tan sanguinario?!
Ignacio medio se da la vuelta, observando la cuna donde duerme no sólo el hijo de Altagracia…
Sino del desgraciado de Gerardo Montesinos, el único hombre que ha odiado con todas sus fuerzas, y aquel que fue capaz de quitarle a la mujer que ama.
—Porque Altagracia debe ser mi mujer.
Se da la vuelta, dejando a Gertrudis hecha un mar de llantos, horrorizada por lo que se acaba de escuchar, sin escapatoria.
***
Altagracia acelera con fuerza en el único auto que ahora tiene. Y ni siquiera es suyo. Es del mayordomo. No tiene ni cómo pagarle a esos empleados, ni para abastecer un mansión entera. ¡No tiene nada! ¡No tiene dinero! ¡Está en la ruina! Sus manos tiemblan en el volante.
El dolor busca a la impotencia de la rabia, y unidos, la vuelven una mujer en la desgracia.
Está desesperada. ¿Y ahora con un hijo? ¿Qué se supone qué hará? Su apellido es de los más aclamados de todo Yucatán, y ahora es desprestigiada. Desesperada, dolida, con el corazón roto, con su cuerpo débil y olvidando hasta cómo caminar, Altagracia se da cuenta que su desgracia la ha destrozado por completo.
Sigue acelerando con fuerza lejos de la ciudad. Si algo puede salvarla de la ruina en la que Gerardo la ha lanzado es lo único que le queda.
La hacienda Los Reyes.
—Miren quién viene. ¿Esa no es…? ¡Esa es la patrona Altagracia!
Sin importarle nada más que su propio orgullo herido Altagracia frena el coche frente a la entrada principal de éste lugar. La Hacienda más codiciada por toda ésta región, la más rica y próspera. Su Hacienda. Altagracia baja la mirada hacia el pantalón que lleva, se toca su pierna.
Está sangrando.
Altagracia aprieta los ojos y aprieta el volante. Sigue estando débil. Éste inesperado embarazo es el causante de su debilidad física y no se recuperará tan fácilmente. No. Altagracia tiene que luchar. Por su hijo. Por ella misma.
Se tambalea al bajar del auto.
Los pocos trabajadores que han detenido sus quehaceres están frente a la entrada, mirándola con total impresión. Altagracia lanza la puerta de su auto, encorvándose un poco porque caminar es una tortura. Tiene ganas de llorar al observar el nombre de su familia. Esto es suyo.
Gerardo no pudo haberle arrebatado esto. No pudo haberle arrebatado la vida.
—Patrona —uno de sus capataces se quita el sombrero—, bienvenida, señora.
—¿Quién ha venido a éste lugar aparte de mí? —Altagracia logra pronunciar. Se sostiene todavía el vientre—, ¡¿Quién aparte de mí?
—¡Nadie, patrona! Nadie ha venido. Sólo usted —el capataz dobla su sombrero, avergonzado de incluso hablarle—, pero ya que usted está aquí, todos nosotros queríamos preguntarle directamente, señorita. Todos en la ciudad hablan de que ahora el dueño de ésta haciendo no es otro que su…señor prometido. El señor Montesinos.
—Eso no es verdad —reniega Altagracia. Para ella, eso no existe. No quiere aceptarlo. Sería aceptar su ruina—, eso no es verdad. ¡Yo soy dueña de ésta hacienda! Lo que anden diciendo por ahí no es verdad. Óiganme todos, yo sigo siendo la dueña de esto, que no les quepa duda.
—Patrona —dice el capataz otra vez, temiendo por interrumpirla—, pero nos dijeron ésta mañana que harán una reestructura en la hacienda. Todos nosotros nos quedaremos sin empleos. ¿Entonces usted nos está despidiendo? ¿A todas éstas familias? ¿Usted nos está sacando de aquí?
Altagracia palidece. Intenta hundir los talones en la tierra para no caer de rodillas ni desmayarse, y más por lo que escucha.
—No, eso tampoco es verdad —intenta defenderse—, jamás haría algo así. Todos ustedes son como mi familia, me han ayudado a sacar esto adelante. ¿Cómo piensan que yo…?
—Pero es un hecho —el capataz murmura, entristecido—, nos echan de aquí, patrona Altagracia. Y todo eso son órdenes de arriba. Del nuevo patrón. De su…esposo.
—¡Él no es mi esposo! ¡Y tampoco es dueño de nada! esto es mío —Altagracia exclama. Si sus lágrimas bajan son debido a la rabia—, no pueden irse. Se quedarán aquí conmigo. Yo soy quien les daré órdenes. Seré yo. ¿Me escucharon? Soy su jefa, y nadie más es dueño de éstas tierras. ¡Soy yo!
—No, Altagracia. Nada de esto te pertenece. Todo lo que estás tocando y el suelo que pisas es mío.
Los trabajadores se miran entre sí totalmente conmocionados. Incluso el capataz toma una posición sumisa, alejándose de Altagracia cuando se escuchan éstas palabras.
Pero para ella, el mundo pierde su rumbo. Altagracia no sabe de dónde agarrarse salvo de su vientre. Su pantalón es negro así que nadie nota la sangre, pero aún así forcejea a su mente a ser dura y fría para enfrentarse a lo que viene. Pero no está lista.
Esa voz.
Esa voz es ahora su infierno.
Esa manera de hablar.
Esa voz que soñó por años para que fuese suya y le hablase, esa es la que ha venido detrás de ella.
Altagracia se da la vuelta.
Lleva un sombrero negro y su gabardina negra. Encima de su caballo, mirándola frívolamente tras sus ojos verdes y oscuros. Su cabello castaño se pierde tras el sombrero y su aspecto es intimidante. Sus fuertes muslos apretados y controlando al animal como él solo sabe hacerlo. Aquí, es ahora el hombre más rico y poderoso de toda la región.
Gerardo Montesinos frente a ella surge como un animal dispuesto a atacarla incluso peor que antes.
—Tú —Altagracia pronuncia convencida de ninguna de las cosas anteriores resultó peor que esto. Verlo aquí, como si nada. Frente a frente. Su corazón golpea con fuerza cada vez que sus ojos siguen reflejados en los de Gerardo—, ¿Cómo te atreves? —se le van las fuerzas a Altagracia cuando pronuncia—, ¿Cómo te atreves a venir aquí?Gerardo es un hombre intimidante por cualquier lado que se vea. Sus músculos ejercitados que se adhieren a su ropa. Sumado al sombrero negro de fieltro le da ese aspecto de hacendado intimidante por el que se ha caracterizado todos estos años. Lo peor es que es atractivo, varonil y con ese toque seductor que ha atraído a cualquier mujer que se le cruce.Altagracia no quiere ni verlo. Todo el peso del odio cae en él.—Largo de mi propiedad. Lárgate —Altagracia da un paso hacia él.Gerardo no se inmuta cuando observa a la hermosa Altagracia Reyes. La preciosa mujer que vuelve a cualquier hombre un tonto. 1 año estuvieron juntos. Estuvo con ella tantas veces que
—¡¿Qué se supone qué haré ahora?! —Altagracia grita desesperada, caminando de un lado a otro—, ¡No pueden quitarme mis empresas! Yo dirijo Compañía Reyes y nadie más. Yo soy la heredera de todo el patrimonio, es mío por ley. ¡¿Cómo me hace esto a mí, licenciado?!—Este papel, señora Altagracia. En éste papel se demuestra que usted está en bancarrota.Altagracia da un paso hacia atrás. Hace horas regresó sin una pizca de calma a la mansión, lejos del infierno. No esperó encontrarse con Gerardo, y tenerlo frente de él le demuestra que sólo fue una tonta. Y que su pesadilla es real.Gerardo le ha quitado todo.—Eso es imposible, licenciado —Altagracia agarra entre sus manos las carpetas. Las zarandea frente al rostro del anciano de aspecto desgarbado, lentes en el puente de su nariz y expresión resentida—, dígame que esto es mentira, dígame que esto es mentira, se lo suplico. Yo no —Altagracia se le cae los papeles al suelo. Sus balbuceos suenan como una pequeña niña desamparada—, yo no
Temprana la noche, la lluvia vuelve a caer en la hacienda de Ignacio Gonzales, llenado los caminos que alejan su hacienda con la ciudad. Está pensativo en su escritorio, mientras bebé un poco de whiskey y divisa la ventana con tal de no perder de vista el camino principal donde espera pacientemente.Su atractivo no le quita a Ignacio su tendencia de ser un hombre despiadado. Todos sus empleados le temen, y que volvió de la mansión de Altagracia ha estado más malhumorado qué nunca, lo que significa una intranquilidad eterna que no se acabara ni no recibe alguna respuesta. Ignacio bebe junto a una mirada escrupulosa, recelosa.Cuando la tormenta llega con un trueno despiadado tocan a su puerta. Habla en tono grave. Por el reflejo de la ventana puede notar a su capataz quitándose el sombrero y tomando una postura sumisa.—¿Qué?—Listo, patrón —contesta su capataz—, tal cual como ordenó…el engendro de los Reyes y los Montesinos está muy lejos de su madre…Ignacio se queda en silencio. No
Una galería de intensas emociones cubre todo el cuerpo de Altagracia frente a éstas palabras. Sus huesos se enfrían dentro del auto, donde todavía continúa. El carro está varado en éste sitio, y cuando se da cuenta Altagracia que está encerrada junto a él, el camino lejos de la hacienda de Ignacio los alcanza porque Gerardo acelera.—Bájame.—Respóndeme.—¡Bájame, Gerardo! —Altagracia pide bajo un manto desesperado—, no sé de qué estás hablando.Gerardo vuelve a frenar. Estar a su lado en estas condiciones sólo empeoran las cosas. No existe calma. Ella es fuego. Gerardo es infierno. No existirán si el otro está en tierra y vivo. Este Gerardo, este ser salvaje, en cuyas venas solo corre odio, parece sumido en una calma inquietante y no responde a sus insultos.—Nuestro hijo.Los labios de Altagracia se tornan blancos y secan. Ha sido él quien pronuncia. Ha sido él quien ha dicho “Nuestro” y ahora Altagracia no sabe qué gritarle. La pronunciación es hecha de forma qué no se cree. A la e
Altagracia no deja que Gilberto conteste ante su sorprendente veredicto porque segundos después manda a llamar a todos los empleados de la mansión a la parte trasera. Oculta su dolor. Porque perder el enfoque sería perderlo todo.Una vez acomodada frente a todas las personas que la han estado ayudando estos pocos días, y a quienes debe una respuesta, Altagracia utiliza apenas las fuerzas qué tiene.—Sé que cada uno de ustedes merece una razón por la que no le ha llegado su paga y por qué mi familia no ha hablado de esto. Hoy les doy la cara para confirmarle todos los rumores que rondan en la ciudad —Altagracia se detiene. Se le forma el nudo en la garganta una vez más—, su salario salía de mi propio bolsillo porque ésta mansión es de mi madre, y soy yo su única heredera con mis hermanas. No tengo cómo pagarles ahora —se le puede oír el tartamudeo a Altagracia. Los empleados comienzan a mirarse entre sí—, no es justificación para atrasarles el sueldo, y lo sé. Por esa razón les estoy p
—Pero mírate, hija —Lisardo toma las manos de Altagracia cuyo temblor está incrementado por estar empapada de lluvia. Preocupado empieza a verla de pies a cabeza—, Altagracia, ¿Qué haces aquí a ésta hora y con éste fatal tiempo?—Padre —jamás había visto a Altagracia de ésta manera. Completamente desdichada, como si hubiese pasado por el camino de fuego de donde tampoco ha salido—, he estado toda la tarde en la fiscalía de la ciudad. Porque…—Dios Santo, ¿Qué sucedió, Altagracia? Tomemos asiento —Lisardo la guía. No cree que Altagracia tenga fuerzas ni para moverse—, es muy tarde para que estés aquí. ¿Has venido sola? ¿Qué fue lo qué pasó después de…? —Lisardo se detiene. Dispone un carraspeo ante su propia falta de imprudencia—, hija, ¿Por qué veo un rostro lleno de dolor?—Lo perdí todo —Altagracia confiesa. Ya no llora. Pero su rostro guarda la emoción de no sentir nada. Sus ojos claros siguen hinchados—, Gerardo Montesinos lo único que hizo fue humillarme. Usted lo vio. Usted vio
—Me quedaré en mi casa, Ignacio. Llévame a mi casa, por favor —Altagracia se arropa más con la chaqueta que Ignacio le ha propiciado.—No haré eso, Altagracia. Te llevaré a mi casa, y mañana en la mañana podrás hacer lo que desees.—Por favor, Ignacio. Llévame a mi casa —insiste Altagracia.—Ya te dije qué no haré eso. Dormirás en mi casa, ahí estarás mejor protegida porque ya me enteré de lo que hizo ese imbécil. Sé que fue a mi propiedad y te sacó a la fuerza. Si vuelvo a ver a Gerardo no tendré piedad por él y menos por lo que te hizo —Ignacio busca su mano.Altagracia no experimenta nada de calor aun con la mano de Ignacio en la suya. E incluso, siente incomodidad.—¿Te hizo algo ese imbécil?—No quiero hablar de él —Altagracia jala la mano sin tanta fuerza para que Ignacio ya no la vuelva a tocar—, pero no insistas más, Ignacio. Quiero estar en mi casa. Si la policía viene con alguna noticia de mi bebé, irán a mi casa.—No —Ignacio es contundente en sus palabras—, te llevaré a mi
Altagracia se moja más el cabello, se echa agua en sus brazos y acaricia su cuello. Pese a que el agua está caliente, refresca, nada ha cambiado.Los músculos siguen tensos y éste paraíso oculto no influye en su percepción desdichada. No está bien. Nada de su vida está bien.Éste lugar, hermoso como nada, es monótono y sin colores para Altagracia.Se echa agua en sus pechos, con los ojos cerrados.Cuando regrese Villalmar dejará de ser suya…todos los recuerdos de este lugar se disiparán para siempre.Su cabello largo, castaño, acaricia su espalda mientras se acaricia el cuerpo y deja que ésta agua cristalina le quite cualquier malestar, aunque sea en vano.Tan metida está en sus cabales que no se da cuenta del relinchar del caballo.Altagracia abre los ojos estupefacta, cubre sus pechos y se da la vuelta.La impresión la hace tambalear hacia atrás, descubriendo su desnudez frente al hombre dueño de su infierno, el causante de sus males, el cómplice de sus desgracias.Altagracia se alej