4. Enemigos a muerte

Lo primero que observa Altagracia cuando abre los ojos es una fuerte luz. No pasa ni un solo segundo para que lo único que corra hacia su mente sea el recuerdo de su hijo.

—¡Mi bebé! —grita Altagracia levantándose de golpe. Es la misma habitación de la mansión, pero ahora tiene intravenosas y la debilidad que antes sentía ya se ha alejado. Pero su mente tiene otra cosa en la que importarse—, ¡Mi bebé!

Altagracia se quita las intravenosas desesperadamente para ponerse de pie y salir de la habitación. Cualquier horror pasa por su mente y piensa lo peor mientras camina rápidamente gritando donde está su bebé.

—¡Por Dios! —Altagracia jadea descomedida cuando un pequeño niño está en una cuna, y frente a él está Gertrudis. Sale corriendo hacia el niño para llevárselo a los brazos—, Gracias a Dios, gracias a Dios.

—Patrona —Gertrudis agacha la cabeza cuando se da cuenta de Altagracia.

Altagracia besa a su bebé, meciéndolo. Lo siente para que esto no sea una pesadilla.

—¿Cómo está mi bebé?

—El pequeño está estable, doña. Nuestra preocupación era usted, ¿Cómo está?

—¿Cómo estoy? —Altagracia coloca al bebé acostado en sus brazos. Un nudo en la garganta se le forma—, no lo sé. ¿Qué…? ¿Qué día es?

—Estamos en lunes, doña. Durmió desde hace horas, no se preocupe.

Altagracia se frota la frente, desesperada.

—No puedo creer que estoy aquí en Mérida luego de años —confiesa Altagracia—, ¿Quién estuvo aquí?

—¿Quién, señora? Pues —Gertrudis señala con el mentón detrás de Altagracia.

No pudo haberlo soñado, porque este hombre está aquí. Alguien que hace muchos años no veía. Es increíble.

—Ignacio —exclama Altagracia—, tanto tiempo…¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Tu hermana Azucena me lo dijo, Altagracia —éste hombre es bastante atractivo. Lleva chaqueta de cuero, botas y su típico sombrero pero en las manos. De los hacendados más reconocidos aquí en Yucatán. Ignacio baja la mirada hacia el bebé en sus brazos—, ¿Es tu hijo?

Altagracia se da cuenta que éste pequeño no estará oculto por mucho tiempo.

—Lo es —confiesa.

—¿Y su padre es…Gerardo Montesinos?

Altagracia se tensa. El nombre tiene efecto que hasta le cuesta como respirar.

Sin embargo, consumida de un inexplicable odio de donde no sabe de donde sale, sus grandes ojos ámbar se oscurecen.

—No menciones nunca más ese nombre en mi presencia —Altagracia traga saliva—, yo —Altagracia no quiere confesar sus problemas, porque son demasiados, pero lo intenta.

—Hay un rumor, Altagracia. Y como estás presente quiero preguntártelo directamente —Ignacio se acerca. Su pequeño mostacho lo vuelve más atractivo, es uno de los solteros más codiciados de ésta ciudad, pero para Altagracia sólo es un gran amigo, que por le contrario, nunca ha pensado igual que ella—, ¿Por qué todos están diciendo que Gerardo, ese hombre con el que te casabas, es el dueño de tu hacienda?

El horror sigue presente. La tempestad sigue en su vida y apenas ha pasado un solo día desde que es una mártir, desde que le han quitado todo. Altagracia se sigue aferrando a lo único importante que tiene en su vida aquí y ahora: su pequeño hijo.

No sabe qué responderle a Ignacio por la vergüenza, y sus cejas fruncidas sólo indican horror y preocupación.

—¿Altagracia?

—¿De dónde has escuchado esos rumores, Ignacio? —Altagracia le pregunta. Besa a su bebé antes de entregárselo a Gertrudis.

—Toda la ciudad sólo habla de eso. Y de lo que pasó hace unos días. Tu matrimonio. Él nunca llegó. Lo sé todo, Altagracia —Ignacio no tarda en mostrar un deje de molestia, tomando su codo—, ¿De qué se trata todo esto?

Altagracia balbucea porque sus palabras, estancadas en su pecho, están llenas de desconsuelo.

—La hacienda sigue siendo mía —Altagracia finalmente expresa, soltándose de Ignacio. Sus ojos se vuelven hacia Gertrudis—, cuida a mi pequeño. Esto no se quedará así.

—¡Patrona! ¿A dónde irá?

—¿A dónde voy? —sigue dolida, completamente dolida. El cuerpo apenas se mueve y si se mueve es porque tiene qué proteger al hijo que ha llegado para darle una motivación, para no morir en el intento. Altagracia jadea, endureciendo la mirada—, a buscar lo qué es mío.

Altagracia se da la vuelta, aunque cojea y se agarra del vientre, se marcha de la sala para tomar unas botas y cambiarse de camisa.

En el silencio que ha dejado atrás, Ignacio ya no oculta esa raya de coraje, de cólera, que presente está en sus facciones endurecidas. Cuando Altagracia desaparece, gira el rostro hacia Gertrudis, quien vuelve a dejar al pequeño bebé en su cuna.

Ignacio baja la mirada a la criatura, y frunce los labios disgustado.

—Te encomendaré una tarea —Ignacio sorprende a Gertrudis, quien por sólo precaución se coloca frente a la cuna del bebé. Las palabras de éste hombre suenan llenas de coraje—, desaparece a ese niño.

—¡¿Qué está usted diciendo?! —Gertrudis se inclina a la cuna, como si protegiera al bebé—, éste niño es el heredero de la patrona Altagracia. ¡¿Está enfermo?!

Ignacio agarra a Gertrudis del brazo tan fuerte que la señora gime aterrada, temiendo incluso por su vida. Con los labios aún fruncidos Ignacio le habla en la cara.

—Tuve suficiente con ver a Altagracia enamorada de ese cretino. Éste hijo es un engendro, y si ahora esa mujer odia a Gerardo por lo que le ha hecho, lo odiará más. Harás el trabajo con mi capataz cuando lo ordené. Llévate lejos —Ignacio escupe—, a ese niño.

—No —Gertruddis intenta gritar—, ¡Señora…!

—Una palabra —Ignacio le tapa la boca a Gertrudis con la mano, prácticamente ahorcándola—, y no tendrás nunca salida de la humillación aquí en la ciudad, Gertrudis —la suelta de mala gana. Ignacio se coloca el sombrero—, no conviene tenerme a mí de enemigo.

Gertrudis empieza a sollozar, abrazando la cuna.

—No, yo no sería capaz de hacer algo así. ¡No lo haré!

—Sé que tienes nietos aquí estudiando en universidades que no puedes pagar. Te doy el dinero para que tus nietos vivan cómodamente. Haz lo que ordeno —Ignacio se toca el mostacho para que tranquilizar la cólera—, no llores. Se dará cuenta.

Gertrudis intenta negar con la cabeza.

—Usted no puede hacerle eso a la señora Altagracia, ¿¡Cómo puede ser tan sanguinario?!

Ignacio medio se da la vuelta, observando la cuna donde duerme no sólo el hijo de Altagracia…

Sino del desgraciado de Gerardo Montesinos, el único hombre que ha odiado con todas sus fuerzas, y aquel que fue capaz de quitarle a la mujer que ama.

—Porque Altagracia debe ser mi mujer.

Se da la vuelta, dejando a Gertrudis hecha un mar de llantos, horrorizada por lo que se acaba de escuchar, sin escapatoria.

***

Altagracia acelera con fuerza en el único auto que ahora tiene. Y ni siquiera es suyo. Es del mayordomo. No tiene ni cómo pagarle a esos empleados, ni para abastecer un mansión entera. ¡No tiene nada! ¡No tiene dinero! ¡Está en la ruina! Sus manos tiemblan en el volante.

El dolor busca a la impotencia de la rabia, y unidos, la vuelven una mujer en la desgracia.

Está desesperada. ¿Y ahora con un hijo? ¿Qué se supone qué hará? Su apellido es de los más aclamados de todo Yucatán, y ahora es desprestigiada. Desesperada, dolida, con el corazón roto, con su cuerpo débil y olvidando hasta cómo caminar, Altagracia se da cuenta que su desgracia la ha destrozado por completo.

Sigue acelerando con fuerza lejos de la ciudad. Si algo puede salvarla de la ruina en la que Gerardo la ha lanzado es lo único que le queda.

La hacienda Los Reyes.

—Miren quién viene. ¿Esa no es…? ¡Esa es la patrona Altagracia!

Sin importarle nada más que su propio orgullo herido Altagracia frena el coche frente a la entrada principal de éste lugar. La Hacienda más codiciada por toda ésta región, la más rica y próspera. Su Hacienda. Altagracia baja la mirada hacia el pantalón que lleva, se toca su pierna.

Está sangrando.

Altagracia aprieta los ojos y aprieta el volante. Sigue estando débil. Éste inesperado embarazo es el causante de su debilidad física y no se recuperará tan fácilmente. No. Altagracia tiene que luchar. Por su hijo. Por ella misma.

Se tambalea al bajar del auto.

Los pocos trabajadores que han detenido sus quehaceres están frente a la entrada, mirándola con total impresión. Altagracia lanza la puerta de su auto, encorvándose un poco porque caminar es una tortura. Tiene ganas de llorar al observar el nombre de su familia. Esto es suyo.

Gerardo no pudo haberle arrebatado esto. No pudo haberle arrebatado la vida.

—Patrona —uno de sus capataces se quita el sombrero—, bienvenida, señora.

—¿Quién ha venido a éste lugar aparte de mí? —Altagracia logra pronunciar. Se sostiene todavía el vientre—, ¡¿Quién aparte de mí?

—¡Nadie, patrona! Nadie ha venido. Sólo usted —el capataz dobla su sombrero, avergonzado de incluso hablarle—, pero ya que usted está aquí, todos nosotros queríamos preguntarle directamente, señorita. Todos en la ciudad hablan de que ahora el dueño de ésta haciendo no es otro que su…señor prometido. El señor Montesinos.

—Eso no es verdad —reniega Altagracia. Para ella, eso no existe. No quiere aceptarlo. Sería aceptar su ruina—, eso no es verdad. ¡Yo soy dueña de ésta hacienda! Lo que anden diciendo por ahí no es verdad. Óiganme todos, yo sigo siendo la dueña de esto, que no les quepa duda.

—Patrona —dice el capataz otra vez, temiendo por interrumpirla—, pero nos dijeron ésta mañana que harán una reestructura en la hacienda. Todos nosotros nos quedaremos sin empleos. ¿Entonces usted nos está despidiendo? ¿A todas éstas familias? ¿Usted nos está sacando de aquí?

Altagracia palidece. Intenta hundir los talones en la tierra para no caer de rodillas ni desmayarse, y más por lo que escucha.

—No, eso tampoco es verdad —intenta defenderse—, jamás haría algo así. Todos ustedes son como mi familia, me han ayudado a sacar esto adelante. ¿Cómo piensan que yo…?

—Pero es un hecho —el capataz murmura, entristecido—, nos echan de aquí, patrona Altagracia. Y todo eso son órdenes de arriba. Del nuevo patrón. De su…esposo.

—¡Él no es mi esposo! ¡Y tampoco es dueño de nada! esto es mío —Altagracia exclama. Si sus lágrimas bajan son debido a la rabia—, no pueden irse. Se quedarán aquí conmigo. Yo soy quien les daré órdenes. Seré yo. ¿Me escucharon? Soy su jefa, y nadie más es dueño de éstas tierras. ¡Soy yo!

—No, Altagracia. Nada de esto te pertenece. Todo lo que estás tocando y el suelo que pisas es mío.

Los trabajadores se miran entre sí totalmente conmocionados. Incluso el capataz toma una posición sumisa, alejándose de Altagracia cuando se escuchan éstas palabras.

Pero para ella, el mundo pierde su rumbo. Altagracia no sabe de dónde agarrarse salvo de su vientre. Su pantalón es negro así que nadie nota la sangre, pero aún así forcejea a su mente a ser dura y fría para enfrentarse a lo que viene. Pero no está lista.

Esa voz.

Esa voz es ahora su infierno.

Esa manera de hablar.

Esa voz que soñó por años para que fuese suya y le hablase, esa es la que ha venido detrás de ella.

Altagracia se da la vuelta.

Lleva un sombrero negro y su gabardina negra. Encima de su caballo, mirándola frívolamente tras sus ojos verdes y oscuros. Su cabello castaño se pierde tras el sombrero y su aspecto es intimidante. Sus fuertes muslos apretados y controlando al animal como él solo sabe hacerlo. Aquí, es ahora el hombre más rico y poderoso de toda la región.

Gerardo Montesinos frente a ella surge como un animal dispuesto a atacarla incluso peor que antes.

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