6. Colapso

—¡¿Qué se supone qué haré ahora?! —Altagracia grita desesperada, caminando de un lado a otro—, ¡No pueden quitarme mis empresas! Yo dirijo Compañía Reyes y nadie más. Yo soy la heredera de todo el patrimonio, es mío por ley. ¡¿Cómo me hace esto a mí, licenciado?!

—Este papel, señora Altagracia. En éste papel se demuestra que usted está en bancarrota.

Altagracia da un paso hacia atrás. Hace horas regresó sin una pizca de calma a la mansión, lejos del infierno. No esperó encontrarse con Gerardo, y tenerlo frente de él le demuestra que sólo fue una tonta. Y que su pesadilla es real.

Gerardo le ha quitado todo.

—Eso es imposible, licenciado —Altagracia agarra entre sus manos las carpetas. Las zarandea frente al rostro del anciano de aspecto desgarbado, lentes en el puente de su nariz y expresión resentida—, dígame que esto es mentira, dígame que esto es mentira, se lo suplico. Yo no —Altagracia se le cae los papeles al suelo. Sus balbuceos suenan como una pequeña niña desamparada—, yo no puedo quedarme sin nada. No puedo…licenciado, mis bienes, todos mis bienes.

—Son de Gerardo.

Altagracia acerca los papeles hacia su frente, como si deseara despedazarlos con sus propias manos.

—Y si hay un heredero es el hijo del señor Montesinos, el pequeño Sergio.

Altagracia se da la vuelta. Su pequeño recién nacido duerme en la habitación de arriba. Darse cuenta que ha traído al mundo a un niño del hombre que más odia en éstos momentos es para morirse en vida. Pero su bebé…su bebé es su heredero. No puede dejarlo sin nada.

Altagracia exclama:

—No tengo dinero ni para pagarle a todos los trabajadores de ésta casa que tienen años aquí, licenciado. ¿Cómo seré capaz de decirle que no…podré pagarles? No tengo nada, Dios Mío. ¿Qué es esto? —clama Altagracia poco a poco fuera de la cordura—, mi familia me abandonó…me acaban de quitar todo lo que tengo y —sus largas pestañas se mojan por las lágrimas en sus ojos—, y he perdido mi renombre, lo he perdido todo. Ayúdeme, licenciado. Ayúdeme a recuperar lo que es mío. ¿Qué debo hacer? ¡¿Qué puedo hacer?!

El licenciado Torres se coloca de pie. Siempre con la dura expresión de piedra costumbre de su larga trayectoria como abogado privado de la familia Reyes desde antes que naciera Altagracia.

—La única solución aquí es que el señor Gerardo Montesinos decida o casarse con usted, o transferirle todos sus bienes con su puño y letra en los documentos de la hacienda Reyes. de lo contrario, nada puede hacerse, señora Altagracia. No me queda más nada qué decir aquí, y no hace falta que me pague. Lo entenderé, buenas noches.

—Licenciado —llama Altagracia, llena de pánico al divisar que el anciano decide dar un paso atrás hacia la salida de la mansión—, ¡Licenciado, espere! ¡Usted debe saber! ¡Fui engañada! Mi padre es hijo de Alfonso Reyes, y yo soy su nieta. Corporación Reyes es mía…¡Licenciado! ¡Por favor!

Altagracia se queda hablando sola porque el anciano al que le habla, el único capaz de ayudarla a salir de esté circulo del infierno, también le da la espalda.

¿Hasta cuándo con éste sufrimiento? ¿Hasta cuándo éstas horas largas completas de incertidumbre?

Altagracia se sostiene de la pared del pasillo, se inclina, y apoya las manos en las rodillas.

—Ayúdame, Dios. Esto no es real. Esto es una pesadilla —intenta calmarse a duras penas porque su dolor ya no tiene final. Es ahora uno mismo con su piel—, me han dejado sola...—solloza, cayendo al suelo. Ni siquiera usa sus joyas o sus hermosos vestidos. Todo es opaco, no tiene brillo, ya nada lo vale—, estoy sola.

Un pequeño llanto la saca de sus pensamientos en ésta enorme mansión en soledad. Ésta casa es lo único que le queda.

Y el niño qué pide por ella cuartos más arriba.

Altagracia para de llorar, colocándose de pie a tambaleos.

—Mi niño —murmura desdichada. Corre escaleras arriba—, ¡Aquí estoy, bebé! ¡No me he ido! —la recibe con un llanto estruendoso su hijo en la única cuna que ha podido conseguir y que ni siquiera ha comprado porque perteneció a uno de los hijos de las trabajadoras de la casa. Altagracia lo alza con cuidado, contrayendo su rostro a causa del dolor en su vientre que ha tenido que ignorar—, calma, bebé. Aquí estoy.

Altagracia lo acurruca en sus brazos. Es muy pequeño, y sigue siendo irreal. De todas esas veces que estuvo con él, se cuidó, claro que se cuidó. Esto debió ser un simple descuido de ambos.

El color del cabello de su hijo es oscuro y su piel blanquecina y rosácea indica sus apenas dos días de vida.

—Yo soy tu mamá. Te prometo que nada te faltará. Lo juro. Todo estará bien —Altagracia besa sus pequeñas manitos, y el balbuceo tierno de su hermoso hijo tan pequeño como el ala de una pluma es una melodía que la calma. Altagracia lo lleva a su pecho para protegerlo de todo el mal que ha llegado a su vida—, su castigo será nunca saber de ti. Su castigo será que nunca le llames padre, él no te merece —Altagracia se acerca a la ventana, sin dejar de verlo—, recuperaré lo que es nuestro y él —Altagracia usa sus dedos para rozar la piel delicada y perfecta de su bebé—, me vengaré de él por ti, mi vida. Vengaré todo lo que nos ha hecho.

Altagracia aprieta con tanta fuerza sus dientes para que así se disipe el dolor y de paso al odio profundo que está apoderándose de su noble corazón.

—Llorará lágrimas de sangre y se arrodillará por mi perdón —Altagracia deja un beso en la frente de su pequeño—, lo juro.

—¿Señora Altagracia?

Se da la vuelta despacio al oír la voz de Gertrudis. Un trueno en las entrañas del cielo estremece a Altagracia y así oculta a su hijo en sus brazos.

—Sí, Gertrudis.

—El señor Ignacio —Gertrudis comienza. Se toma de sus manos antes de continuar—, él me pidió que la acompañará a su casa porque no desea que pase la noche sola aquí, tampoco con el niño. El auto está esperando por usted allá abajo, señora —y Gertrudis termina con un balbuceo, bajando la mirada.

Pese a negar mil veces al cortejo directo de Ignacio todos estos años, es el único que está dispuesto a darle una mano, es el único que muestra preocupación no sólo por ella, sino por lo más importante, su hijo.

Siempre ha negado tener algo con él pese a que todo el mundo ha dicho que la mejor opción para su casamiento sería como un hombre como Ignacio quien ha estado, y se lo ha dicho públicamente, enamorado de ella. Altagracia traga saliva.

—No me gustaría abusar de su gentileza —y se acerca para tomar otra manta y colocársela a su hijo.

—El señor Ignacio tiene preparadas mil cosas para el niño, señora. Dígame, ¿Cómo podría usted ahora…? El niño necesita alimento, ropa, usted sabe…—Gertrudis se toma de las manos para que así sea más fácil hablarle.

Gertrudis tiene razón. Su condición ahora no le permite estar renegando de algo que es para su bebé.

—¿Él está aquí?

—No, señora. Sólo su chófer que la llevará a la hacienda del señor Ignacio.

Altagracia baja la mirada hacia su bebé. Tiene sus grandes ojos abiertos y están fijos en ella. No había visto lo tan perfecto que es porque apenas han estado juntos. Esto lo hará por él.

—De acuerdo —finalmente dice.

Gertrudis se hace un lado para dejarla salir. Mirando su espalda, Gertrudis cierra los ojos afligida y en silencio. Dentro de Gertrudis, existe ya una desgracia.

Su bebé sigue arropado entre sus brazos tal cual lo desea. Altagracia le habla con suavidad en su oído, así recordando que su única motivación está en sus brazos con la única intención de salvarle la vida. Su hijo le salvó la vida.

Se introduce al auto junto a Gertrudis. El mayordomo se quedará en la casa mientras regresa, por lo que está más tranquila. No recuperada del daño, pero al menos toma un respiro y deshace el pensamiento de culpa y rabia para que su hijito no lo sienta. Tan pequeño, tan frágil.

—Eres tan hermoso —si sonríe pese a llevar un corazón roto es debido a él. A su niño. A éste ángel…que por una bella coincidencia ahora es parte de ella. Una parte suya. No. Es toda su vida—, mi niño.

Sólo ha pisado la hacienda de Ignacio un par de veces, así que no recuerda el camino. Su mirada cae en la carretera ya oscurecida por la llegada de la temprana noche. Altagracia se da cuenta de un horrible, extraño, e incómodo silencio dentro del auto. Gertrudis tiene un pañuelo en sus manos y el chófer no ha pronunciado ni un sola palabra desde que empezó a conducir.

Vuelve la vista hacia su hijo.

—¿Ha pensado en un nombre, señora Altagracia?

Altagracia tarda en responder.

Sonríe.

—Sí —Altagracia murmura—, el nombre masculino de mi madre. Se llamará-

Altagracia calla abruptamente cuando el chófer se detiene en medio de la carretera.

No termina la frase porque sólo transcurren unos cuántos segundos para que se de cuenta de extraños encapuchados interfiriendo con la paz que apenas había alcanzado.

Se hunde en el asiento porque esto no es bueno. No le da buena espina.

Y luego, un golpe.

—¡¿Qué…?! —se le ve el alma cuando se da cuenta que estas personas están explotando a propósito los cauchos del auto. Altagracia abre tanto los ojos que ya duelen—, ¡¿Qué sucede?!

—¡Cálmese, señora! ¡Deben querer sólo nuestras pertenencias! —exclama el chófer rompiendo su brecha larga de silencio.

—Yo no tengo nada para entregarles. No, Dios Mío, ayúdanos —Altagracia arropa tanto al niño como si no fuese suficiente apretarlo a su pecho. Esto no es bueno—, no le abras la puerta.

—¡Bajen del auto!

Es una sentencia. Y ahora es peor, uno de ellos está apuntando directamente al vidrio donde está Altagracia.

—Tiene un arma —Altagracia jadea—, no, por favor. ¡Tengo un bebé! ¡Tengo a mi bebé!

—Bajen a esa mujer —indica el principal. Su voz es distorsionada, incapaz de distinguirse—, ¡Que se bajen! —lanza el primer tiro.

Repleta de miedo y desesperada Altagracia no quiere salir del auto. Pero es el doble de horrible. Ni siquiera tiene el tiempo de pensar para cuando nota que el mismo que la amenaza rompe el vidrio con un puño y abre la puerta.

—¡Sal!

Los gritos despavoridos de Gertrudis y las exclamaciones de horror del chófer se intensifican cuando logran sacar a Altagracia del auto a punto de jaloneos.

—¡Suéltenme! ¡Déjenme! ¡Por Dios! ¡Llevo mi bebé! —Altagracia se remueve ocultando a su pequeño en sus brazos, sujetándose de su niño como su segunda piel—, ¡Se los ruego! No me hagan daño. ¡No me hagan nada! dejen que mi niño se marche, dejen que esa mujer se lo lleve.

Pero ninguna de estas personas le presta atención. Hablan entre ellos y Altagracia no entiende nada de lo qué dicen por el horror y el miedo.

—Baja el teléfono. ¡O te disparo! —el hombre que la sostiene le habla al chófer. Un segundo después, se interesa en Altagracia—, suelta al niño.

Sus fuerzas se desvanecen.

—No —Altagracia retrocede—, ¡No! ¡Déjenme! ¡Aléjense!

—¡Quítenle al niño!

—¡Señora Altagracia! —Gertrudis intenta salir del auto pero es apuntada sin piedad por unos de ellos.

Los gritos de Altagracia se intensifican con cada intento de estos maleantes hacia sus brazos.

—¡No se atrevan! ¡Mi bebé no tiene nada que ver! ¡No…! ¡No! —Altagracia lucha con todas sus fuerzas para que ninguno de ellos se atreva a tocar a su bebé.

Sin embargo, es arrojada hacia un lado directo al suelo cuando aprovechan en ser varios de ellos.

Cayendo de rodillas se da cuenta que sus brazos están vacíos.

Se levanta para gritar y abalanzarse hacia las personas que apuntan al auto. No le interesa ni siquiera las balas ni las amenazas.

—¡Devuélvanme a mi hijo! ¡Denme a mi hijo! —Altagracia intenta alcanzarlos. Sus lágrimas desgarradoras siendo lo único que se escucha en este camino solitario—, ¡Mi hijo! ¡Dame a mi hijo! ¡No me lo quiten! ¡No, por favor! ¡No! ¡Deténganse! ¡Piedad, por favor! —Altagracia sigue corriendo.

Las personas han logrado entrar al auto que los han traído aquí y el acelerar es un chillido sordo que aturde, pero ella no se detiene, golpeando el auto en un frágil intento para detenerlo.

—¡Mi bebé! —Altagracia grita a tal punto que su garganta se quiebra en dos. La camioneta blindada y negra arranca en la dirección contrario. El miedo de Altagracia se hace presente. Comienza a alejarse—, ¡Denme a mi hijo! ¡No se vayan! ¡Deténganse! —Altagracia corre detrás de la camioneta, en vano. Las lágrimas, la respiración entrecortada y sus pocas fuerzas la destruyen. Sigue corriendo—, ¡No! ¡Se los suplico! ¡Mi bebé…!

Y sin más nada la camioneta se hace un punto negro que apenas puede ver.

Altagracia sigue gritando, corriendo, llorando desgarradoramente y sin fuerzas en éste camino que le ha quitado la vida.

—¡Mi bebé! —Altagracia cae de rodillas porque sus piernas se tambalean. Intenta levantarse para seguir corriendo. Grita desconsolada—, ¡Devuélvanme a mi hijo…! ¡Mi bebé! ¡Se han llevado a mi bebé! ¡Dios Mío, no me abandones! No lo hagas. Devuélveme a mi hijo. ¡Devuelve a mi bebé…!

—¡Señora Altagracia!

—¡Mi hijo! ¡Ellos se llevaron a mi hijo! ¡Mi bebé! —Altagracia se levanta pero es Gertrudis quien la sostiene. Vuelve a caer al piso debilitada—, ¡Es lo único que tengo en este mundo! ¡Mi pequeño! ¡Mi hijo no, por favor! —Altagracia deja salir un grito desgarrador que se pierde en la temprana noche—, ¡Mi bebé no! ¡Mi hijo no! ¡Denme a mi hijo!

Su infierno acaba de comenzar.  

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