—¡¿Qué se supone qué haré ahora?! —Altagracia grita desesperada, caminando de un lado a otro—, ¡No pueden quitarme mis empresas! Yo dirijo Compañía Reyes y nadie más. Yo soy la heredera de todo el patrimonio, es mío por ley. ¡¿Cómo me hace esto a mí, licenciado?!
—Este papel, señora Altagracia. En éste papel se demuestra que usted está en bancarrota.
Altagracia da un paso hacia atrás. Hace horas regresó sin una pizca de calma a la mansión, lejos del infierno. No esperó encontrarse con Gerardo, y tenerlo frente de él le demuestra que sólo fue una tonta. Y que su pesadilla es real.
Gerardo le ha quitado todo.
—Eso es imposible, licenciado —Altagracia agarra entre sus manos las carpetas. Las zarandea frente al rostro del anciano de aspecto desgarbado, lentes en el puente de su nariz y expresión resentida—, dígame que esto es mentira, dígame que esto es mentira, se lo suplico. Yo no —Altagracia se le cae los papeles al suelo. Sus balbuceos suenan como una pequeña niña desamparada—, yo no puedo quedarme sin nada. No puedo…licenciado, mis bienes, todos mis bienes.
—Son de Gerardo.
Altagracia acerca los papeles hacia su frente, como si deseara despedazarlos con sus propias manos.
—Y si hay un heredero es el hijo del señor Montesinos, el pequeño Sergio.
Altagracia se da la vuelta. Su pequeño recién nacido duerme en la habitación de arriba. Darse cuenta que ha traído al mundo a un niño del hombre que más odia en éstos momentos es para morirse en vida. Pero su bebé…su bebé es su heredero. No puede dejarlo sin nada.
Altagracia exclama:
—No tengo dinero ni para pagarle a todos los trabajadores de ésta casa que tienen años aquí, licenciado. ¿Cómo seré capaz de decirle que no…podré pagarles? No tengo nada, Dios Mío. ¿Qué es esto? —clama Altagracia poco a poco fuera de la cordura—, mi familia me abandonó…me acaban de quitar todo lo que tengo y —sus largas pestañas se mojan por las lágrimas en sus ojos—, y he perdido mi renombre, lo he perdido todo. Ayúdeme, licenciado. Ayúdeme a recuperar lo que es mío. ¿Qué debo hacer? ¡¿Qué puedo hacer?!
El licenciado Torres se coloca de pie. Siempre con la dura expresión de piedra costumbre de su larga trayectoria como abogado privado de la familia Reyes desde antes que naciera Altagracia.
—La única solución aquí es que el señor Gerardo Montesinos decida o casarse con usted, o transferirle todos sus bienes con su puño y letra en los documentos de la hacienda Reyes. de lo contrario, nada puede hacerse, señora Altagracia. No me queda más nada qué decir aquí, y no hace falta que me pague. Lo entenderé, buenas noches.
—Licenciado —llama Altagracia, llena de pánico al divisar que el anciano decide dar un paso atrás hacia la salida de la mansión—, ¡Licenciado, espere! ¡Usted debe saber! ¡Fui engañada! Mi padre es hijo de Alfonso Reyes, y yo soy su nieta. Corporación Reyes es mía…¡Licenciado! ¡Por favor!
Altagracia se queda hablando sola porque el anciano al que le habla, el único capaz de ayudarla a salir de esté circulo del infierno, también le da la espalda.
¿Hasta cuándo con éste sufrimiento? ¿Hasta cuándo éstas horas largas completas de incertidumbre?
Altagracia se sostiene de la pared del pasillo, se inclina, y apoya las manos en las rodillas.
—Ayúdame, Dios. Esto no es real. Esto es una pesadilla —intenta calmarse a duras penas porque su dolor ya no tiene final. Es ahora uno mismo con su piel—, me han dejado sola...—solloza, cayendo al suelo. Ni siquiera usa sus joyas o sus hermosos vestidos. Todo es opaco, no tiene brillo, ya nada lo vale—, estoy sola.
Un pequeño llanto la saca de sus pensamientos en ésta enorme mansión en soledad. Ésta casa es lo único que le queda.
Y el niño qué pide por ella cuartos más arriba.
Altagracia para de llorar, colocándose de pie a tambaleos.
—Mi niño —murmura desdichada. Corre escaleras arriba—, ¡Aquí estoy, bebé! ¡No me he ido! —la recibe con un llanto estruendoso su hijo en la única cuna que ha podido conseguir y que ni siquiera ha comprado porque perteneció a uno de los hijos de las trabajadoras de la casa. Altagracia lo alza con cuidado, contrayendo su rostro a causa del dolor en su vientre que ha tenido que ignorar—, calma, bebé. Aquí estoy.
Altagracia lo acurruca en sus brazos. Es muy pequeño, y sigue siendo irreal. De todas esas veces que estuvo con él, se cuidó, claro que se cuidó. Esto debió ser un simple descuido de ambos.
El color del cabello de su hijo es oscuro y su piel blanquecina y rosácea indica sus apenas dos días de vida.
—Yo soy tu mamá. Te prometo que nada te faltará. Lo juro. Todo estará bien —Altagracia besa sus pequeñas manitos, y el balbuceo tierno de su hermoso hijo tan pequeño como el ala de una pluma es una melodía que la calma. Altagracia lo lleva a su pecho para protegerlo de todo el mal que ha llegado a su vida—, su castigo será nunca saber de ti. Su castigo será que nunca le llames padre, él no te merece —Altagracia se acerca a la ventana, sin dejar de verlo—, recuperaré lo que es nuestro y él —Altagracia usa sus dedos para rozar la piel delicada y perfecta de su bebé—, me vengaré de él por ti, mi vida. Vengaré todo lo que nos ha hecho.
Altagracia aprieta con tanta fuerza sus dientes para que así se disipe el dolor y de paso al odio profundo que está apoderándose de su noble corazón.
—Llorará lágrimas de sangre y se arrodillará por mi perdón —Altagracia deja un beso en la frente de su pequeño—, lo juro.
—¿Señora Altagracia?
Se da la vuelta despacio al oír la voz de Gertrudis. Un trueno en las entrañas del cielo estremece a Altagracia y así oculta a su hijo en sus brazos.
—Sí, Gertrudis.
—El señor Ignacio —Gertrudis comienza. Se toma de sus manos antes de continuar—, él me pidió que la acompañará a su casa porque no desea que pase la noche sola aquí, tampoco con el niño. El auto está esperando por usted allá abajo, señora —y Gertrudis termina con un balbuceo, bajando la mirada.
Pese a negar mil veces al cortejo directo de Ignacio todos estos años, es el único que está dispuesto a darle una mano, es el único que muestra preocupación no sólo por ella, sino por lo más importante, su hijo.
Siempre ha negado tener algo con él pese a que todo el mundo ha dicho que la mejor opción para su casamiento sería como un hombre como Ignacio quien ha estado, y se lo ha dicho públicamente, enamorado de ella. Altagracia traga saliva.
—No me gustaría abusar de su gentileza —y se acerca para tomar otra manta y colocársela a su hijo.
—El señor Ignacio tiene preparadas mil cosas para el niño, señora. Dígame, ¿Cómo podría usted ahora…? El niño necesita alimento, ropa, usted sabe…—Gertrudis se toma de las manos para que así sea más fácil hablarle.
Gertrudis tiene razón. Su condición ahora no le permite estar renegando de algo que es para su bebé.
—¿Él está aquí?
—No, señora. Sólo su chófer que la llevará a la hacienda del señor Ignacio.
Altagracia baja la mirada hacia su bebé. Tiene sus grandes ojos abiertos y están fijos en ella. No había visto lo tan perfecto que es porque apenas han estado juntos. Esto lo hará por él.
—De acuerdo —finalmente dice.
Gertrudis se hace un lado para dejarla salir. Mirando su espalda, Gertrudis cierra los ojos afligida y en silencio. Dentro de Gertrudis, existe ya una desgracia.
Su bebé sigue arropado entre sus brazos tal cual lo desea. Altagracia le habla con suavidad en su oído, así recordando que su única motivación está en sus brazos con la única intención de salvarle la vida. Su hijo le salvó la vida.
Se introduce al auto junto a Gertrudis. El mayordomo se quedará en la casa mientras regresa, por lo que está más tranquila. No recuperada del daño, pero al menos toma un respiro y deshace el pensamiento de culpa y rabia para que su hijito no lo sienta. Tan pequeño, tan frágil.
—Eres tan hermoso —si sonríe pese a llevar un corazón roto es debido a él. A su niño. A éste ángel…que por una bella coincidencia ahora es parte de ella. Una parte suya. No. Es toda su vida—, mi niño.
Sólo ha pisado la hacienda de Ignacio un par de veces, así que no recuerda el camino. Su mirada cae en la carretera ya oscurecida por la llegada de la temprana noche. Altagracia se da cuenta de un horrible, extraño, e incómodo silencio dentro del auto. Gertrudis tiene un pañuelo en sus manos y el chófer no ha pronunciado ni un sola palabra desde que empezó a conducir.
Vuelve la vista hacia su hijo.
—¿Ha pensado en un nombre, señora Altagracia?
Altagracia tarda en responder.
Sonríe.
—Sí —Altagracia murmura—, el nombre masculino de mi madre. Se llamará-
Altagracia calla abruptamente cuando el chófer se detiene en medio de la carretera.
No termina la frase porque sólo transcurren unos cuántos segundos para que se de cuenta de extraños encapuchados interfiriendo con la paz que apenas había alcanzado.
Se hunde en el asiento porque esto no es bueno. No le da buena espina.
Y luego, un golpe.
—¡¿Qué…?! —se le ve el alma cuando se da cuenta que estas personas están explotando a propósito los cauchos del auto. Altagracia abre tanto los ojos que ya duelen—, ¡¿Qué sucede?!
—¡Cálmese, señora! ¡Deben querer sólo nuestras pertenencias! —exclama el chófer rompiendo su brecha larga de silencio.
—Yo no tengo nada para entregarles. No, Dios Mío, ayúdanos —Altagracia arropa tanto al niño como si no fuese suficiente apretarlo a su pecho. Esto no es bueno—, no le abras la puerta.
—¡Bajen del auto!
Es una sentencia. Y ahora es peor, uno de ellos está apuntando directamente al vidrio donde está Altagracia.
—Tiene un arma —Altagracia jadea—, no, por favor. ¡Tengo un bebé! ¡Tengo a mi bebé!
—Bajen a esa mujer —indica el principal. Su voz es distorsionada, incapaz de distinguirse—, ¡Que se bajen! —lanza el primer tiro.
Repleta de miedo y desesperada Altagracia no quiere salir del auto. Pero es el doble de horrible. Ni siquiera tiene el tiempo de pensar para cuando nota que el mismo que la amenaza rompe el vidrio con un puño y abre la puerta.
—¡Sal!
Los gritos despavoridos de Gertrudis y las exclamaciones de horror del chófer se intensifican cuando logran sacar a Altagracia del auto a punto de jaloneos.
—¡Suéltenme! ¡Déjenme! ¡Por Dios! ¡Llevo mi bebé! —Altagracia se remueve ocultando a su pequeño en sus brazos, sujetándose de su niño como su segunda piel—, ¡Se los ruego! No me hagan daño. ¡No me hagan nada! dejen que mi niño se marche, dejen que esa mujer se lo lleve.
Pero ninguna de estas personas le presta atención. Hablan entre ellos y Altagracia no entiende nada de lo qué dicen por el horror y el miedo.
—Baja el teléfono. ¡O te disparo! —el hombre que la sostiene le habla al chófer. Un segundo después, se interesa en Altagracia—, suelta al niño.
Sus fuerzas se desvanecen.
—No —Altagracia retrocede—, ¡No! ¡Déjenme! ¡Aléjense!
—¡Quítenle al niño!
—¡Señora Altagracia! —Gertrudis intenta salir del auto pero es apuntada sin piedad por unos de ellos.
Los gritos de Altagracia se intensifican con cada intento de estos maleantes hacia sus brazos.
—¡No se atrevan! ¡Mi bebé no tiene nada que ver! ¡No…! ¡No! —Altagracia lucha con todas sus fuerzas para que ninguno de ellos se atreva a tocar a su bebé.
Sin embargo, es arrojada hacia un lado directo al suelo cuando aprovechan en ser varios de ellos.
Cayendo de rodillas se da cuenta que sus brazos están vacíos.
Se levanta para gritar y abalanzarse hacia las personas que apuntan al auto. No le interesa ni siquiera las balas ni las amenazas.
—¡Devuélvanme a mi hijo! ¡Denme a mi hijo! —Altagracia intenta alcanzarlos. Sus lágrimas desgarradoras siendo lo único que se escucha en este camino solitario—, ¡Mi hijo! ¡Dame a mi hijo! ¡No me lo quiten! ¡No, por favor! ¡No! ¡Deténganse! ¡Piedad, por favor! —Altagracia sigue corriendo.
Las personas han logrado entrar al auto que los han traído aquí y el acelerar es un chillido sordo que aturde, pero ella no se detiene, golpeando el auto en un frágil intento para detenerlo.
—¡Mi bebé! —Altagracia grita a tal punto que su garganta se quiebra en dos. La camioneta blindada y negra arranca en la dirección contrario. El miedo de Altagracia se hace presente. Comienza a alejarse—, ¡Denme a mi hijo! ¡No se vayan! ¡Deténganse! —Altagracia corre detrás de la camioneta, en vano. Las lágrimas, la respiración entrecortada y sus pocas fuerzas la destruyen. Sigue corriendo—, ¡No! ¡Se los suplico! ¡Mi bebé…!
Y sin más nada la camioneta se hace un punto negro que apenas puede ver.
Altagracia sigue gritando, corriendo, llorando desgarradoramente y sin fuerzas en éste camino que le ha quitado la vida.
—¡Mi bebé! —Altagracia cae de rodillas porque sus piernas se tambalean. Intenta levantarse para seguir corriendo. Grita desconsolada—, ¡Devuélvanme a mi hijo…! ¡Mi bebé! ¡Se han llevado a mi bebé! ¡Dios Mío, no me abandones! No lo hagas. Devuélveme a mi hijo. ¡Devuelve a mi bebé…!
—¡Señora Altagracia!
—¡Mi hijo! ¡Ellos se llevaron a mi hijo! ¡Mi bebé! —Altagracia se levanta pero es Gertrudis quien la sostiene. Vuelve a caer al piso debilitada—, ¡Es lo único que tengo en este mundo! ¡Mi pequeño! ¡Mi hijo no, por favor! —Altagracia deja salir un grito desgarrador que se pierde en la temprana noche—, ¡Mi bebé no! ¡Mi hijo no! ¡Denme a mi hijo!
Su infierno acaba de comenzar.
Temprana la noche, la lluvia vuelve a caer en la hacienda de Ignacio Gonzales, llenado los caminos que alejan su hacienda con la ciudad. Está pensativo en su escritorio, mientras bebé un poco de whiskey y divisa la ventana con tal de no perder de vista el camino principal donde espera pacientemente.Su atractivo no le quita a Ignacio su tendencia de ser un hombre despiadado. Todos sus empleados le temen, y que volvió de la mansión de Altagracia ha estado más malhumorado qué nunca, lo que significa una intranquilidad eterna que no se acabara ni no recibe alguna respuesta. Ignacio bebe junto a una mirada escrupulosa, recelosa.Cuando la tormenta llega con un trueno despiadado tocan a su puerta. Habla en tono grave. Por el reflejo de la ventana puede notar a su capataz quitándose el sombrero y tomando una postura sumisa.—¿Qué?—Listo, patrón —contesta su capataz—, tal cual como ordenó…el engendro de los Reyes y los Montesinos está muy lejos de su madre…Ignacio se queda en silencio. No
Una galería de intensas emociones cubre todo el cuerpo de Altagracia frente a éstas palabras. Sus huesos se enfrían dentro del auto, donde todavía continúa. El carro está varado en éste sitio, y cuando se da cuenta Altagracia que está encerrada junto a él, el camino lejos de la hacienda de Ignacio los alcanza porque Gerardo acelera.—Bájame.—Respóndeme.—¡Bájame, Gerardo! —Altagracia pide bajo un manto desesperado—, no sé de qué estás hablando.Gerardo vuelve a frenar. Estar a su lado en estas condiciones sólo empeoran las cosas. No existe calma. Ella es fuego. Gerardo es infierno. No existirán si el otro está en tierra y vivo. Este Gerardo, este ser salvaje, en cuyas venas solo corre odio, parece sumido en una calma inquietante y no responde a sus insultos.—Nuestro hijo.Los labios de Altagracia se tornan blancos y secan. Ha sido él quien pronuncia. Ha sido él quien ha dicho “Nuestro” y ahora Altagracia no sabe qué gritarle. La pronunciación es hecha de forma qué no se cree. A la e
Altagracia no deja que Gilberto conteste ante su sorprendente veredicto porque segundos después manda a llamar a todos los empleados de la mansión a la parte trasera. Oculta su dolor. Porque perder el enfoque sería perderlo todo.Una vez acomodada frente a todas las personas que la han estado ayudando estos pocos días, y a quienes debe una respuesta, Altagracia utiliza apenas las fuerzas qué tiene.—Sé que cada uno de ustedes merece una razón por la que no le ha llegado su paga y por qué mi familia no ha hablado de esto. Hoy les doy la cara para confirmarle todos los rumores que rondan en la ciudad —Altagracia se detiene. Se le forma el nudo en la garganta una vez más—, su salario salía de mi propio bolsillo porque ésta mansión es de mi madre, y soy yo su única heredera con mis hermanas. No tengo cómo pagarles ahora —se le puede oír el tartamudeo a Altagracia. Los empleados comienzan a mirarse entre sí—, no es justificación para atrasarles el sueldo, y lo sé. Por esa razón les estoy p
—Pero mírate, hija —Lisardo toma las manos de Altagracia cuyo temblor está incrementado por estar empapada de lluvia. Preocupado empieza a verla de pies a cabeza—, Altagracia, ¿Qué haces aquí a ésta hora y con éste fatal tiempo?—Padre —jamás había visto a Altagracia de ésta manera. Completamente desdichada, como si hubiese pasado por el camino de fuego de donde tampoco ha salido—, he estado toda la tarde en la fiscalía de la ciudad. Porque…—Dios Santo, ¿Qué sucedió, Altagracia? Tomemos asiento —Lisardo la guía. No cree que Altagracia tenga fuerzas ni para moverse—, es muy tarde para que estés aquí. ¿Has venido sola? ¿Qué fue lo qué pasó después de…? —Lisardo se detiene. Dispone un carraspeo ante su propia falta de imprudencia—, hija, ¿Por qué veo un rostro lleno de dolor?—Lo perdí todo —Altagracia confiesa. Ya no llora. Pero su rostro guarda la emoción de no sentir nada. Sus ojos claros siguen hinchados—, Gerardo Montesinos lo único que hizo fue humillarme. Usted lo vio. Usted vio
—Me quedaré en mi casa, Ignacio. Llévame a mi casa, por favor —Altagracia se arropa más con la chaqueta que Ignacio le ha propiciado.—No haré eso, Altagracia. Te llevaré a mi casa, y mañana en la mañana podrás hacer lo que desees.—Por favor, Ignacio. Llévame a mi casa —insiste Altagracia.—Ya te dije qué no haré eso. Dormirás en mi casa, ahí estarás mejor protegida porque ya me enteré de lo que hizo ese imbécil. Sé que fue a mi propiedad y te sacó a la fuerza. Si vuelvo a ver a Gerardo no tendré piedad por él y menos por lo que te hizo —Ignacio busca su mano.Altagracia no experimenta nada de calor aun con la mano de Ignacio en la suya. E incluso, siente incomodidad.—¿Te hizo algo ese imbécil?—No quiero hablar de él —Altagracia jala la mano sin tanta fuerza para que Ignacio ya no la vuelva a tocar—, pero no insistas más, Ignacio. Quiero estar en mi casa. Si la policía viene con alguna noticia de mi bebé, irán a mi casa.—No —Ignacio es contundente en sus palabras—, te llevaré a mi
Altagracia se moja más el cabello, se echa agua en sus brazos y acaricia su cuello. Pese a que el agua está caliente, refresca, nada ha cambiado.Los músculos siguen tensos y éste paraíso oculto no influye en su percepción desdichada. No está bien. Nada de su vida está bien.Éste lugar, hermoso como nada, es monótono y sin colores para Altagracia.Se echa agua en sus pechos, con los ojos cerrados.Cuando regrese Villalmar dejará de ser suya…todos los recuerdos de este lugar se disiparán para siempre.Su cabello largo, castaño, acaricia su espalda mientras se acaricia el cuerpo y deja que ésta agua cristalina le quite cualquier malestar, aunque sea en vano.Tan metida está en sus cabales que no se da cuenta del relinchar del caballo.Altagracia abre los ojos estupefacta, cubre sus pechos y se da la vuelta.La impresión la hace tambalear hacia atrás, descubriendo su desnudez frente al hombre dueño de su infierno, el causante de sus males, el cómplice de sus desgracias.Altagracia se alej
—¿Qué supone qué traes ahí, Bernabé? —pregunta una mujer vestida de monja. La abadesa de un orfanatorio en un pueblo lejano a la ciudad de Mérida. Le habla a un conocido diácono observando sus brazos. Bernabé es el diácono. De estatura pequeña y con su sotana manchada por el barro de la lluvia de ayer, da un paso hacia la abadesa y deja la canasta en su escritorio. Un llanto de un bebé se escucha. La abadesa deja caer las palmas en la mesa para abrir los ojos. —¡¿Qué es esto?! ¡Un bebé! —Superiora —dice Bernabé, carraspeando—, encontré a éste bebé en medio de la calle, solo. El único lugar cercano es éste. Estaba desamparado, no podía dejarlo en la lluvia. La abadesa se acerca rápidamente hacia la canasta. El llanto de un bebé no sólo es lo que la sorprende, sino lo tan pequeño qué es. Preocupada, lo toma entre sus brazos. —Ésta criatura no cumple ni el mes de nacido. Bernabé se persigna. Observa a los lados, como si esperara a alguien o más bien, como si estuviese miedo de alg
—¿Y qué tiene usted para ofrecer? —Altagracia tiene las manos en la cintura, con la vista en la llanura de las hermosas tierras de Villalmar. Azucena está dentro de la casa, no soporta el sol abrasador a éstas horas del mediodía.—Señora, conozco muy bien éstas tierras. ¿Conoce a Don Horacio? Fui su capataz, me críe con él desde niño. Ya luego trabajé para otros hacendados —el llamado Géronimo no se ha ido. Es más, por órdenes de Altagracia, no se movió de aquí y la siguió cuando lo mandó a llamar con uno de los peones.—¿Ah sí? ¿Cuáles hacendados? —pregunta Altagracia.Géronimo no responderá a eso. No tiene permitido decir qué trabaja para Gerardo por órdenes suyas. Recibirá un buen pago por informar en secreto todo lo que Gerardo pida. Así que elige encogerse de hombros.—Ya le dije. Don Horacio —responde.Altagracia suspira para girarlo a ver. Géronimo no puede negar lo obvio. Es la mujer más hermosa qué ha visto. No conoce los detalles sobre la situación del gran chime en la ciuda