—Tú —Altagracia pronuncia convencida de ninguna de las cosas anteriores resultó peor que esto. Verlo aquí, como si nada. Frente a frente. Su corazón golpea con fuerza cada vez que sus ojos siguen reflejados en los de Gerardo—, ¿Cómo te atreves? —se le van las fuerzas a Altagracia cuando pronuncia—, ¿Cómo te atreves a venir aquí?
Gerardo es un hombre intimidante por cualquier lado que se vea. Sus músculos ejercitados que se adhieren a su ropa. Sumado al sombrero negro de fieltro le da ese aspecto de hacendado intimidante por el que se ha caracterizado todos estos años. Lo peor es que es atractivo, varonil y con ese toque seductor que ha atraído a cualquier mujer que se le cruce.
Altagracia no quiere ni verlo. Todo el peso del odio cae en él.
—Largo de mi propiedad. Lárgate —Altagracia da un paso hacia él.
Gerardo no se inmuta cuando observa a la hermosa Altagracia Reyes. La preciosa mujer que vuelve a cualquier hombre un tonto. 1 año estuvieron juntos. Estuvo con ella tantas veces que aún recuerda el aroma de su perfume en sus labios, en sus manos y en su propio cuerpo. Su atracción es indudable, pero ahora disfruta mirarla vulnerable porque su fachada de bondadosa está cayéndose a pedazos.
—¿Tuya? —la voz grave de Gerardo pincha todos los sentidos de Altagracia.
—Mía, sí —Altagracia repite. Traga saliva, toma una bocanada inmensa de aire y se lanza el cabello hacia atrás—, no tienes ningún derecho de estar aquí.
—¿No la tengo? —Gerardo sonríe.
Altagracia se paraliza. La sonrisa del pecado está ahí. Esa sonrisa fue lo que le hizo caer directo, de golpe, a los brazos de éste hombre. El hombre de sus sueños, el hombre…
—¡Lárgate!
Gerardo deja las riendas del caballo para bajarse. Altagracia no esperaba esto y por eso retrocede.
—A trabajar. No hay nada qué ver aquí —ordena Gerardo contundente a los trabajadores que escuchan completamente su conversación.
—¡Como ordene, patrón! —responden las personas, alejándose y carraspeando.
Altagracia intenta detenerlos, pero ninguno de ellos les hace caso. Su cuerpo vuelve a navegar bahía abajo cuando los pasos de éste hombre se acercan detrás de ella. Los trabajadores se alejan, pero muchos se esconden para averiguar cómo sea lo que dicen.
Altagracia gruñe de impotencia, dándose la vuelta.
—Desgraciado. ¿¡Cómo te atreviste?! ¡¿Cómo?! —finalmente estalla. La incapacidad de abalanzarse a él y golpearlo la enojan aún más. Y Altagracia sólo se queda con una mano en su vientre porque con la otra lo señala—, ¡Ésta es mi hacienda! ¡Es mi casa! Es mía. No tienes ningún derecho en venir a reclamarla porque es mía-
—Te recuerdo que firmaste documentos válidos —Gerardo está lo suficientemente ceca para escucharlo con claridad. Verlo aquí, luego de todo lo que hizo, le hizo, es para morirse.
Pero no está muerta. Vive.
—Me engañaste —Altagracia llora de la impotencia—, me usaste. Todo este tiempo me usaste. No puedes quitarme lo mío, no puedes. Me dejas en la ruina, me dejas sin nada. ¡¿Por qué, Gerardo?! ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me dejaste tirada cuando nos prometimos…? —Altagracia se detiene. sus ojos rojos…su cuerpo que ya no sabe si tiene más lágrimas para botar—, eres un monstruo.
—No te he quitado nada —Gerardo es bueno a la hora de controlarse. Por alguna extraña razón que Altagracia se agarre su vientre es motivo para que se pregunte porqué lo hace. Sin embargo, los insultos de Altagracia se llevan toda tu atención—, me lo diste.
—¡Deja de mentir! ¡Me mentiste! Dios, todos estos meses, todo este tiempo lo único que querías era quitarme mis cosas. Todo —Altagracia no quiere mostrarse débil ante él así que por esa razón se traga sus lágrimas y lo empuja por el pecho—, ¡Jamás te lo perdonaré! ¡Jamás! —Altagracia vuelve a empujarlo—, sal de mis tierras, vete de mi vida para siempre y déjame en paz. ¡Pagarás caro la humillación que me has hecho! ¡Vete!
Altagracia se remueve cuando Gerardo toma sus brazos, empujándola hacia él.
Ella deja de removerse. Al momento que sus ojos se encuentran ocurre un cataclismo, una segunda tormenta. Algo está surgiendo entre los dos con ésta cercanía que enciende esa precisa pasión que nunca se ha marchado de ellos. Pero que ahora está tatuado de mancha negra en ambos. La voz ronca de Gerardo le hace un cosquilleo.
—¿Hasta cuándo le mostrarás al mundo tu cara falsa?
—¿De qué estás hablando? —Altagracia jadea confundida—, ¡¿De qué hablas?!
—Basta de hacerse la víctima aquí, Altagracia. Si has terminando así ha sido por ti misma y tu ambición. Eres una niña caprichosa, malcriada, soberbia y mimada. El rostro de mujer perfecta se cayó y todo el mundo se da cuenta de lo qué has hecho —Gerardo le habla en un rotundo tono de desprecio—, si Aracely murió fue por tu culpa.
—No. Eso no es verdad —Altagracia se suelta de sus brazos—, eso no es verdad. jamás le hice daño…la gente cree algo qué no es. Yo no —Altagracia balbucea—, ¡Jamás le hice daño a mi hermana!
—Estás mal acostumbrada a que todo el mundo haga lo que desees. Pero tus malas acciones te han llevado aquí. A mi propiedad —sus ojos y los de Gerardo se encuentran, chocando entre ellos en un amor falso y lleno de resentimiento—, tu ambición te trajo a mí para que pagues los crímenes que cometiste.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes…hacerme esto? —Altagracia arrastra las palabras, desconsolada—, ¿Por qué me destruyes de esta manera? Si lo único que he hecho es amarte...es darte…todo de mí.
Gerardo aprieta su mandíbula filosa. Las lágrimas de Altagracia es la consecuencia de todo lo que ella ha hecho, de quienes se ha burlado, es lo que piensa Gerardo.
Para Gerardo, Altagracia es la ruina de su vida y la de su hijo. El precioso rostro de Altagracia se baña en sus lágrimas de prepotencia, y Gerardo no quiere verla más aquí.
—Es hora de que te marches —Gerardo se quita el sombrero—, ésta hacienda ya no te pertenece.
—No —Altagracia mueve la cabeza—, no me hagas esto. No me quites lo único que me queda…no lo hagas, Gerardo.
Pero Gerardo ni siquiera la observa cuando las súplicas lo estremecen. Su llegada a la vida de los Reyes nunca le interesó. Pero con la pasión que encontró en la mujer frente a él incluso su sed de venganza se tambaleó, porque todas las palabras y los rumores sobre Altagracia, de ser una mujer sanguinaria y despiadada, se quedaron como eso, rumores. Altagracia resultó ser una mujer distinta a lo que había creído. Apasionada, bondadosa, hermosa...Gerardo gruñe impaciente por dentro.
No. Ésta mujer esconde sus verdaderas intenciones tras su rostro angelical, su personalidad noble y bondadosa, sus palabras llenas de amor qué tantas veces le dijo cuando terminaban de hacer el amor. Ésta mujer es una sirena que engaña, pero si la enamoró…
Fue para vengarse de ella.
—Es mejor que te vayas, Altagracia —en ésta mañana encima de ellos, el viento zarandeando el cabello de su antigua prometida, rota, Gerardo hace hincapié a su apodo de inhumano—, nada de lo que toques aquí es tuyo.
—Te vas, te marchas, me quitas la vida entera y me haces la burla de la ciudad. ¿Qué más quieres de mí? ¿Matarme? Entonces hazlo, mátame si eso es lo que deseas, pero no te dejaré que toques lo que me pertenece. No lo haré —Altagracia suelta, abarrotada de dolor—, te arrepentirás de lo que me has hecho.
—El ladrón habla por experiencia —Gerardo no es el mismo hombre del que se enamoró, del que siempre estuvo enamorada. No. éste es cruel, desalmado. Sus ojos no son los mismo. Su mirada ya no la ama—, porque destruiste la familia que pedí —Gerardo inclina su rostro. Altagracia aguanta la respiración—, y eso yo tampoco te lo perdonaré.
Altagracia no puede más. Sus lágrimas rondan por sus mejillas.
—Me abandonaste en ese altar —Altagracia susurra—, para humillarme de ésta forma.
—Ésta hacienda ésta a mi nombre. No te quiero ver aquí, Altagracia...
Gerardo no la persigue con los ojos porque Altagracia, débil y arrastrando los pies, no puede lidiar con otra pérdida. Altagracia lo empuja lejos de ella para correr hacia la camioneta. Todos los ojos caen en ella cuando abre la puerta blanca del coche. Gerardo se dice a sí mismo “no voltees, no la mires.”
Pero lo hace. Busca a Altagracia, dándose así cuenta que una mancha roja se observa nítidamente en la pintura del auto.
Gerardo entreabre los labios y frunce el ceño confundido.
Altagracia y Gerardo una vez más se observan, lo que quedó de su amor, ahora es amargo, duele y hiere. Altagracia arranca y acelera lejos del camino de la hacienda como si dejase toda su alma en ese suelo.
Gerardo coloca el sombrero en su otra mano, mirando a la distancia como poco a poco el coche se va haciendo cada vez más pequeño, hasta que ya no queda nada. Sigue tenso, sigue estremecido por haberla visto luego de lo que Víctor le dijo. Si viajó desde la capital a Mérida se debe a negocios. Lo que le ocurra a Altagracia Reyes no es algo que deba importarle.
O eso es lo que quiere creer.
Rabia lo consume por darse cuenta que los labios de Altagracia lo incitan a besarlo. No. Una mujer como ella, feroz, no puede tenerla en la mente.
—Patrón.
Gerardo le entrega las riendas del caballo al hombre que ya se ha acercado para lo mismo. Vuelve a colocarse el sombrero cuando se da cuenta de quien es. Una de las cocineras de ésta hacienda, con muchos años sirviendo para la familia Reyes. La conoce por su compromiso con Altagracia.
—No estaré mucho tiempo —le responde Gerardo—, partiré a la capital el día de mañana. Sólo quiero ver y administrar todo esto antes de que pase a mis manos por completo. Le encargo decirles a todos los peones que los quiero reunidos antes de irme. Les hablaré a todos y aclararé las cosas: a partir de hoy no reciben órdenes de más nadie salvo de mí.
—Lo que usted ordene —responde la mujer. Siempre frívola, pero acatada y noble. Toma un suspiro—, pero quiero decirle algo, señor Montesinos. Usted debió ver la sangre que la señorita Altagracia dejó en ese auto.
Gerardo no es tonto a lo que dice ésta mujer. Su mirada impasible se coloca en ella, y toma todo su interés. La mujer mira el mismo camino que Altagracia acaba de tomar para marcharse.
—La señora Altagracia no llegó sola.
—Su primer orden es que no vuelva a mencionar ese nombre aquí. Yo soy su dueño, señora. Ese nombre está vetado en éste lugar —su tono feroz deja en claro la molestia que le causa recordar lo vivido.
La mujer asiente.
—Ningún Reyes tiene permitido de ahora en adelante tocar mis tierras. Ni aquí, ni ahora, ni nunca. No repito dos veces, señora. Con su permiso, pero que sea la última vez que se nombra ese apellido. Si aquí hay un heredero, es mi hijo. ¿He sido claro?
—Completamente, señor —responde la mujer.
Gerardo silba al capataz para que se acerque. Pero él no se espera las siguientes palabras.
—No está sola, señor. Perdóneme por las siguientes palabras, pero la señorita Altagracia traía un bebé.
Gerardo se detiene en seco. En silencio, su cuerpo se torna rígido, cada músculo se tensa como si esperara un golpe. Detrás de él, la mujer aguarda, y en éste instante, el mundo parece detenerse. Ninguna otra fórmula sirve para continuar.
Se gira.
La mujer es severa en sus palabras.
—Ella traía un niño en brazos. Un bebé. No es de nadie más que suyo, de su vientre.
La sangre hierve en Gerardo al oírla. El escalofrío palpa en su espalda, recorriendo como un rayo todo su cuerpo. Conmoción se mezcla con la rabia contenida al momento de darse cuenta que ésta noticia acaba de abrir el mundo bajo sus pies.
Esto debe ser una mentira.
Pero la mujer confiesa:
—La señora Altagracia acaba de dar luz a un niño, señor Montesinos.
—¡¿Qué se supone qué haré ahora?! —Altagracia grita desesperada, caminando de un lado a otro—, ¡No pueden quitarme mis empresas! Yo dirijo Compañía Reyes y nadie más. Yo soy la heredera de todo el patrimonio, es mío por ley. ¡¿Cómo me hace esto a mí, licenciado?!—Este papel, señora Altagracia. En éste papel se demuestra que usted está en bancarrota.Altagracia da un paso hacia atrás. Hace horas regresó sin una pizca de calma a la mansión, lejos del infierno. No esperó encontrarse con Gerardo, y tenerlo frente de él le demuestra que sólo fue una tonta. Y que su pesadilla es real.Gerardo le ha quitado todo.—Eso es imposible, licenciado —Altagracia agarra entre sus manos las carpetas. Las zarandea frente al rostro del anciano de aspecto desgarbado, lentes en el puente de su nariz y expresión resentida—, dígame que esto es mentira, dígame que esto es mentira, se lo suplico. Yo no —Altagracia se le cae los papeles al suelo. Sus balbuceos suenan como una pequeña niña desamparada—, yo no
Temprana la noche, la lluvia vuelve a caer en la hacienda de Ignacio Gonzales, llenado los caminos que alejan su hacienda con la ciudad. Está pensativo en su escritorio, mientras bebé un poco de whiskey y divisa la ventana con tal de no perder de vista el camino principal donde espera pacientemente.Su atractivo no le quita a Ignacio su tendencia de ser un hombre despiadado. Todos sus empleados le temen, y que volvió de la mansión de Altagracia ha estado más malhumorado qué nunca, lo que significa una intranquilidad eterna que no se acabara ni no recibe alguna respuesta. Ignacio bebe junto a una mirada escrupulosa, recelosa.Cuando la tormenta llega con un trueno despiadado tocan a su puerta. Habla en tono grave. Por el reflejo de la ventana puede notar a su capataz quitándose el sombrero y tomando una postura sumisa.—¿Qué?—Listo, patrón —contesta su capataz—, tal cual como ordenó…el engendro de los Reyes y los Montesinos está muy lejos de su madre…Ignacio se queda en silencio. No
Una galería de intensas emociones cubre todo el cuerpo de Altagracia frente a éstas palabras. Sus huesos se enfrían dentro del auto, donde todavía continúa. El carro está varado en éste sitio, y cuando se da cuenta Altagracia que está encerrada junto a él, el camino lejos de la hacienda de Ignacio los alcanza porque Gerardo acelera.—Bájame.—Respóndeme.—¡Bájame, Gerardo! —Altagracia pide bajo un manto desesperado—, no sé de qué estás hablando.Gerardo vuelve a frenar. Estar a su lado en estas condiciones sólo empeoran las cosas. No existe calma. Ella es fuego. Gerardo es infierno. No existirán si el otro está en tierra y vivo. Este Gerardo, este ser salvaje, en cuyas venas solo corre odio, parece sumido en una calma inquietante y no responde a sus insultos.—Nuestro hijo.Los labios de Altagracia se tornan blancos y secan. Ha sido él quien pronuncia. Ha sido él quien ha dicho “Nuestro” y ahora Altagracia no sabe qué gritarle. La pronunciación es hecha de forma qué no se cree. A la e
Altagracia no deja que Gilberto conteste ante su sorprendente veredicto porque segundos después manda a llamar a todos los empleados de la mansión a la parte trasera. Oculta su dolor. Porque perder el enfoque sería perderlo todo.Una vez acomodada frente a todas las personas que la han estado ayudando estos pocos días, y a quienes debe una respuesta, Altagracia utiliza apenas las fuerzas qué tiene.—Sé que cada uno de ustedes merece una razón por la que no le ha llegado su paga y por qué mi familia no ha hablado de esto. Hoy les doy la cara para confirmarle todos los rumores que rondan en la ciudad —Altagracia se detiene. Se le forma el nudo en la garganta una vez más—, su salario salía de mi propio bolsillo porque ésta mansión es de mi madre, y soy yo su única heredera con mis hermanas. No tengo cómo pagarles ahora —se le puede oír el tartamudeo a Altagracia. Los empleados comienzan a mirarse entre sí—, no es justificación para atrasarles el sueldo, y lo sé. Por esa razón les estoy p
—Pero mírate, hija —Lisardo toma las manos de Altagracia cuyo temblor está incrementado por estar empapada de lluvia. Preocupado empieza a verla de pies a cabeza—, Altagracia, ¿Qué haces aquí a ésta hora y con éste fatal tiempo?—Padre —jamás había visto a Altagracia de ésta manera. Completamente desdichada, como si hubiese pasado por el camino de fuego de donde tampoco ha salido—, he estado toda la tarde en la fiscalía de la ciudad. Porque…—Dios Santo, ¿Qué sucedió, Altagracia? Tomemos asiento —Lisardo la guía. No cree que Altagracia tenga fuerzas ni para moverse—, es muy tarde para que estés aquí. ¿Has venido sola? ¿Qué fue lo qué pasó después de…? —Lisardo se detiene. Dispone un carraspeo ante su propia falta de imprudencia—, hija, ¿Por qué veo un rostro lleno de dolor?—Lo perdí todo —Altagracia confiesa. Ya no llora. Pero su rostro guarda la emoción de no sentir nada. Sus ojos claros siguen hinchados—, Gerardo Montesinos lo único que hizo fue humillarme. Usted lo vio. Usted vio
—Me quedaré en mi casa, Ignacio. Llévame a mi casa, por favor —Altagracia se arropa más con la chaqueta que Ignacio le ha propiciado.—No haré eso, Altagracia. Te llevaré a mi casa, y mañana en la mañana podrás hacer lo que desees.—Por favor, Ignacio. Llévame a mi casa —insiste Altagracia.—Ya te dije qué no haré eso. Dormirás en mi casa, ahí estarás mejor protegida porque ya me enteré de lo que hizo ese imbécil. Sé que fue a mi propiedad y te sacó a la fuerza. Si vuelvo a ver a Gerardo no tendré piedad por él y menos por lo que te hizo —Ignacio busca su mano.Altagracia no experimenta nada de calor aun con la mano de Ignacio en la suya. E incluso, siente incomodidad.—¿Te hizo algo ese imbécil?—No quiero hablar de él —Altagracia jala la mano sin tanta fuerza para que Ignacio ya no la vuelva a tocar—, pero no insistas más, Ignacio. Quiero estar en mi casa. Si la policía viene con alguna noticia de mi bebé, irán a mi casa.—No —Ignacio es contundente en sus palabras—, te llevaré a mi
Altagracia se moja más el cabello, se echa agua en sus brazos y acaricia su cuello. Pese a que el agua está caliente, refresca, nada ha cambiado.Los músculos siguen tensos y éste paraíso oculto no influye en su percepción desdichada. No está bien. Nada de su vida está bien.Éste lugar, hermoso como nada, es monótono y sin colores para Altagracia.Se echa agua en sus pechos, con los ojos cerrados.Cuando regrese Villalmar dejará de ser suya…todos los recuerdos de este lugar se disiparán para siempre.Su cabello largo, castaño, acaricia su espalda mientras se acaricia el cuerpo y deja que ésta agua cristalina le quite cualquier malestar, aunque sea en vano.Tan metida está en sus cabales que no se da cuenta del relinchar del caballo.Altagracia abre los ojos estupefacta, cubre sus pechos y se da la vuelta.La impresión la hace tambalear hacia atrás, descubriendo su desnudez frente al hombre dueño de su infierno, el causante de sus males, el cómplice de sus desgracias.Altagracia se alej
—¿Qué supone qué traes ahí, Bernabé? —pregunta una mujer vestida de monja. La abadesa de un orfanatorio en un pueblo lejano a la ciudad de Mérida. Le habla a un conocido diácono observando sus brazos. Bernabé es el diácono. De estatura pequeña y con su sotana manchada por el barro de la lluvia de ayer, da un paso hacia la abadesa y deja la canasta en su escritorio. Un llanto de un bebé se escucha. La abadesa deja caer las palmas en la mesa para abrir los ojos. —¡¿Qué es esto?! ¡Un bebé! —Superiora —dice Bernabé, carraspeando—, encontré a éste bebé en medio de la calle, solo. El único lugar cercano es éste. Estaba desamparado, no podía dejarlo en la lluvia. La abadesa se acerca rápidamente hacia la canasta. El llanto de un bebé no sólo es lo que la sorprende, sino lo tan pequeño qué es. Preocupada, lo toma entre sus brazos. —Ésta criatura no cumple ni el mes de nacido. Bernabé se persigna. Observa a los lados, como si esperara a alguien o más bien, como si estuviese miedo de alg