5. Un amargo amor

—Tú —Altagracia pronuncia convencida de ninguna de las cosas anteriores resultó peor que esto. Verlo aquí, como si nada. Frente a frente. Su corazón golpea con fuerza cada vez que sus ojos siguen reflejados en los de Gerardo—, ¿Cómo te atreves? —se le van las fuerzas a Altagracia cuando pronuncia—, ¿Cómo te atreves a venir aquí?

Gerardo es un hombre intimidante por cualquier lado que se vea. Sus músculos ejercitados que se adhieren a su ropa. Sumado al sombrero negro de fieltro le da ese aspecto de hacendado intimidante por el que se ha caracterizado todos estos años. Lo peor es que es atractivo, varonil y con ese toque seductor que ha atraído a cualquier mujer que se le cruce.

Altagracia no quiere ni verlo. Todo el peso del odio cae en él.

—Largo de mi propiedad. Lárgate —Altagracia da un paso hacia él.

Gerardo no se inmuta cuando observa a la hermosa Altagracia Reyes. La preciosa mujer que vuelve a cualquier hombre un tonto. 1 año estuvieron juntos. Estuvo con ella tantas veces que aún recuerda el aroma de su perfume en sus labios, en sus manos y en su propio cuerpo. Su atracción es indudable, pero ahora disfruta mirarla vulnerable porque su fachada de bondadosa está cayéndose a pedazos.

—¿Tuya? —la voz grave de Gerardo pincha todos los sentidos de Altagracia.

—Mía, sí —Altagracia repite. Traga saliva, toma una bocanada inmensa de aire y se lanza el cabello hacia atrás—, no tienes ningún derecho de estar aquí.

—¿No la tengo? —Gerardo sonríe.

Altagracia se paraliza. La sonrisa del pecado está ahí. Esa sonrisa fue lo que le hizo caer directo, de golpe, a los brazos de éste hombre. El hombre de sus sueños, el hombre…

—¡Lárgate!

Gerardo deja las riendas del caballo para bajarse. Altagracia no esperaba esto y por eso retrocede.

—A trabajar. No hay nada qué ver aquí —ordena Gerardo contundente a los trabajadores que escuchan completamente su conversación.

—¡Como ordene, patrón! —responden las personas, alejándose y carraspeando.

Altagracia intenta detenerlos, pero ninguno de ellos les hace caso. Su cuerpo vuelve a navegar bahía abajo cuando los pasos de éste hombre se acercan detrás de ella. Los trabajadores se alejan, pero muchos se esconden para averiguar cómo sea lo que dicen.

Altagracia gruñe de impotencia, dándose la vuelta.

—Desgraciado. ¿¡Cómo te atreviste?! ¡¿Cómo?! —finalmente estalla. La incapacidad de abalanzarse a él y golpearlo la enojan aún más. Y Altagracia sólo se queda con una mano en su vientre porque con la otra lo señala—, ¡Ésta es mi hacienda! ¡Es mi casa! Es mía. No tienes ningún derecho en venir a reclamarla porque es mía-

—Te recuerdo que firmaste documentos válidos —Gerardo está lo suficientemente ceca para escucharlo con claridad. Verlo aquí, luego de todo lo que hizo, le hizo, es para morirse.

Pero no está muerta. Vive.

—Me engañaste —Altagracia llora de la impotencia—, me usaste. Todo este tiempo me usaste. No puedes quitarme lo mío, no puedes. Me dejas en la ruina, me dejas sin nada. ¡¿Por qué, Gerardo?! ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me dejaste tirada cuando nos prometimos…? —Altagracia se detiene. sus ojos rojos…su cuerpo que ya no sabe si tiene más lágrimas para botar—, eres un monstruo.

—No te he quitado nada —Gerardo es bueno a la hora de controlarse. Por alguna extraña razón que Altagracia se agarre su vientre es motivo para que se pregunte porqué lo hace. Sin embargo, los insultos de Altagracia se llevan toda tu atención—, me lo diste.

—¡Deja de mentir! ¡Me mentiste! Dios, todos estos meses, todo este tiempo lo único que querías era quitarme mis cosas. Todo —Altagracia no quiere mostrarse débil ante él así que por esa razón se traga sus lágrimas y lo empuja por el pecho—, ¡Jamás te lo perdonaré! ¡Jamás! —Altagracia vuelve a empujarlo—, sal de mis tierras, vete de mi vida para siempre y déjame en paz. ¡Pagarás caro la humillación que me has hecho! ¡Vete!

Altagracia se remueve cuando Gerardo toma sus brazos, empujándola hacia él.

Ella deja de removerse. Al momento que sus ojos se encuentran ocurre un cataclismo, una segunda tormenta. Algo está surgiendo entre los dos con ésta cercanía que enciende esa precisa pasión que nunca se ha marchado de ellos. Pero que ahora está tatuado de mancha negra en ambos. La voz ronca de Gerardo le hace un cosquilleo.

—¿Hasta cuándo le mostrarás al mundo tu cara falsa?

—¿De qué estás hablando? —Altagracia jadea confundida—, ¡¿De qué hablas?!

—Basta de hacerse la víctima aquí, Altagracia. Si has terminando así ha sido por ti misma y tu ambición. Eres una niña caprichosa, malcriada, soberbia y mimada. El rostro de mujer perfecta se cayó y todo el mundo se da cuenta de lo qué has hecho —Gerardo le habla en un rotundo tono de desprecio—, si Aracely murió fue por tu culpa.

—No. Eso no es verdad —Altagracia se suelta de sus brazos—, eso no es verdad. jamás le hice daño…la gente cree algo qué no es. Yo no —Altagracia balbucea—, ¡Jamás le hice daño a mi hermana!

—Estás mal acostumbrada a que todo el mundo haga lo que desees. Pero tus malas acciones te han llevado aquí. A mi propiedad —sus ojos y los de Gerardo se encuentran, chocando entre ellos en un amor falso y lleno de resentimiento—, tu ambición te trajo a mí para que pagues los crímenes que cometiste.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes…hacerme esto? —Altagracia arrastra las palabras, desconsolada—, ¿Por qué me destruyes de esta manera? Si lo único que he hecho es amarte...es darte…todo de mí.

Gerardo aprieta su mandíbula filosa. Las lágrimas de Altagracia es la consecuencia de todo lo que ella ha hecho, de quienes se ha burlado, es lo que piensa Gerardo.

Para Gerardo, Altagracia es la ruina de su vida y la de su hijo. El precioso rostro de Altagracia se baña en sus lágrimas de prepotencia, y Gerardo no quiere verla más aquí.

—Es hora de que te marches —Gerardo se quita el sombrero—, ésta hacienda ya no te pertenece.

—No —Altagracia mueve la cabeza—, no me hagas esto. No me quites lo único que me queda…no lo hagas, Gerardo.

Pero Gerardo ni siquiera la observa cuando las súplicas lo estremecen. Su llegada a la vida de los Reyes nunca le interesó. Pero con la pasión que encontró en la mujer frente a él incluso su sed de venganza se tambaleó, porque todas las palabras y los rumores sobre Altagracia, de ser una mujer sanguinaria y despiadada, se quedaron como eso, rumores. Altagracia resultó ser una mujer distinta a lo que había creído. Apasionada, bondadosa, hermosa...Gerardo gruñe impaciente por dentro.

No. Ésta mujer esconde sus verdaderas intenciones tras su rostro angelical, su personalidad noble y bondadosa, sus palabras llenas de amor qué tantas veces le dijo cuando terminaban de hacer el amor. Ésta mujer es una sirena que engaña, pero si la enamoró…

Fue para vengarse de ella.

—Es mejor que te vayas, Altagracia —en ésta mañana encima de ellos, el viento zarandeando el cabello de su antigua prometida, rota, Gerardo hace hincapié a su apodo de inhumano—, nada de lo que toques aquí es tuyo.

—Te vas, te marchas, me quitas la vida entera y me haces la burla de la ciudad. ¿Qué más quieres de mí? ¿Matarme? Entonces hazlo, mátame si eso es lo que deseas, pero no te dejaré que toques lo que me pertenece. No lo haré —Altagracia suelta, abarrotada de dolor—, te arrepentirás de lo que me has hecho.

—El ladrón habla por experiencia —Gerardo no es el mismo hombre del que se enamoró, del que siempre estuvo enamorada. No. éste es cruel, desalmado. Sus ojos no son los mismo. Su mirada ya no la ama—, porque destruiste la familia que pedí —Gerardo inclina su rostro. Altagracia aguanta la respiración—, y eso yo tampoco te lo perdonaré.

Altagracia no puede más. Sus lágrimas rondan por sus mejillas.

—Me abandonaste en ese altar —Altagracia susurra—, para humillarme de ésta forma.

—Ésta hacienda ésta a mi nombre. No te quiero ver aquí, Altagracia...

Gerardo no la persigue con los ojos porque Altagracia, débil y arrastrando los pies, no puede lidiar con otra pérdida. Altagracia lo empuja lejos de ella para correr hacia la camioneta. Todos los ojos caen en ella cuando abre la puerta blanca del coche. Gerardo se dice a sí mismo “no voltees, no la mires.”

Pero lo hace. Busca a Altagracia, dándose así cuenta que una mancha roja se observa nítidamente en la pintura del auto.

Gerardo entreabre los labios y frunce el ceño confundido.

Altagracia y Gerardo una vez más se observan, lo que quedó de su amor, ahora es amargo, duele y hiere. Altagracia arranca y acelera lejos del camino de la hacienda como si dejase toda su alma en ese suelo.

Gerardo coloca el sombrero en su otra mano, mirando a la distancia como poco a poco el coche se va haciendo cada vez más pequeño, hasta que ya no queda nada. Sigue tenso, sigue estremecido por haberla visto luego de lo que Víctor le dijo. Si viajó desde la capital a Mérida se debe a negocios. Lo que le ocurra a Altagracia Reyes no es algo que deba importarle.

O eso es lo que quiere creer.

Rabia lo consume por darse cuenta que los labios de Altagracia lo incitan a besarlo. No. Una mujer como ella, feroz, no puede tenerla en la mente.

—Patrón.

Gerardo le entrega las riendas del caballo al hombre que ya se ha acercado para lo mismo. Vuelve a colocarse el sombrero cuando se da cuenta de quien es. Una de las cocineras de ésta hacienda, con muchos años sirviendo para la familia Reyes. La conoce por su compromiso con Altagracia.

—No estaré mucho tiempo —le responde Gerardo—, partiré a la capital el día de mañana. Sólo quiero ver y administrar todo esto antes de que pase a mis manos por completo. Le encargo decirles a todos los peones que los quiero reunidos antes de irme. Les hablaré a todos y aclararé las cosas: a partir de hoy no reciben órdenes de más nadie salvo de mí.

—Lo que usted ordene —responde la mujer. Siempre frívola, pero acatada y noble. Toma un suspiro—, pero quiero decirle algo, señor Montesinos. Usted debió ver la sangre que la señorita Altagracia dejó en ese auto.

Gerardo no es tonto a lo que dice ésta mujer. Su mirada impasible se coloca en ella, y toma todo su interés. La mujer mira el mismo camino que Altagracia acaba de tomar para marcharse.

—La señora Altagracia no llegó sola.

—Su primer orden es que no vuelva a mencionar ese nombre aquí. Yo soy su dueño, señora. Ese nombre está vetado en éste lugar —su tono feroz deja en claro la molestia que le causa recordar lo vivido.

La mujer asiente.

—Ningún Reyes tiene permitido de ahora en adelante tocar mis tierras. Ni aquí, ni ahora, ni nunca. No repito dos veces, señora. Con su permiso, pero que sea la última vez que se nombra ese apellido. Si aquí hay un heredero, es mi hijo. ¿He sido claro?

—Completamente, señor —responde la mujer.

Gerardo silba al capataz para que se acerque. Pero él no se espera las siguientes palabras.

—No está sola, señor. Perdóneme por las siguientes palabras, pero la señorita Altagracia traía un bebé.

Gerardo se detiene en seco. En silencio, su cuerpo se torna rígido, cada músculo se tensa como si esperara un golpe. Detrás de él, la mujer aguarda, y en éste instante, el mundo parece detenerse. Ninguna otra fórmula sirve para continuar.

Se gira.

La mujer es severa en sus palabras.

—Ella traía un niño en brazos. Un bebé. No es de nadie más que suyo, de su vientre.

La sangre hierve en Gerardo al oírla. El escalofrío palpa en su espalda, recorriendo como un rayo todo su cuerpo. Conmoción se mezcla con la rabia contenida al momento de darse cuenta que ésta noticia acaba de abrir el mundo bajo sus pies.

Esto debe ser una mentira.

Pero la mujer confiesa:

—La señora Altagracia acaba de dar luz a un niño, señor Montesinos.

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