—Me quedaré en mi casa, Ignacio. Llévame a mi casa, por favor —Altagracia se arropa más con la chaqueta que Ignacio le ha propiciado.—No haré eso, Altagracia. Te llevaré a mi casa, y mañana en la mañana podrás hacer lo que desees.—Por favor, Ignacio. Llévame a mi casa —insiste Altagracia.—Ya te dije qué no haré eso. Dormirás en mi casa, ahí estarás mejor protegida porque ya me enteré de lo que hizo ese imbécil. Sé que fue a mi propiedad y te sacó a la fuerza. Si vuelvo a ver a Gerardo no tendré piedad por él y menos por lo que te hizo —Ignacio busca su mano.Altagracia no experimenta nada de calor aun con la mano de Ignacio en la suya. E incluso, siente incomodidad.—¿Te hizo algo ese imbécil?—No quiero hablar de él —Altagracia jala la mano sin tanta fuerza para que Ignacio ya no la vuelva a tocar—, pero no insistas más, Ignacio. Quiero estar en mi casa. Si la policía viene con alguna noticia de mi bebé, irán a mi casa.—No —Ignacio es contundente en sus palabras—, te llevaré a mi
Altagracia se moja más el cabello, se echa agua en sus brazos y acaricia su cuello. Pese a que el agua está caliente, refresca, nada ha cambiado.Los músculos siguen tensos y éste paraíso oculto no influye en su percepción desdichada. No está bien. Nada de su vida está bien.Éste lugar, hermoso como nada, es monótono y sin colores para Altagracia.Se echa agua en sus pechos, con los ojos cerrados.Cuando regrese Villalmar dejará de ser suya…todos los recuerdos de este lugar se disiparán para siempre.Su cabello largo, castaño, acaricia su espalda mientras se acaricia el cuerpo y deja que ésta agua cristalina le quite cualquier malestar, aunque sea en vano.Tan metida está en sus cabales que no se da cuenta del relinchar del caballo.Altagracia abre los ojos estupefacta, cubre sus pechos y se da la vuelta.La impresión la hace tambalear hacia atrás, descubriendo su desnudez frente al hombre dueño de su infierno, el causante de sus males, el cómplice de sus desgracias.Altagracia se alej
—¿Qué supone qué traes ahí, Bernabé? —pregunta una mujer vestida de monja. La abadesa de un orfanatorio en un pueblo lejano a la ciudad de Mérida. Le habla a un conocido diácono observando sus brazos. Bernabé es el diácono. De estatura pequeña y con su sotana manchada por el barro de la lluvia de ayer, da un paso hacia la abadesa y deja la canasta en su escritorio. Un llanto de un bebé se escucha. La abadesa deja caer las palmas en la mesa para abrir los ojos. —¡¿Qué es esto?! ¡Un bebé! —Superiora —dice Bernabé, carraspeando—, encontré a éste bebé en medio de la calle, solo. El único lugar cercano es éste. Estaba desamparado, no podía dejarlo en la lluvia. La abadesa se acerca rápidamente hacia la canasta. El llanto de un bebé no sólo es lo que la sorprende, sino lo tan pequeño qué es. Preocupada, lo toma entre sus brazos. —Ésta criatura no cumple ni el mes de nacido. Bernabé se persigna. Observa a los lados, como si esperara a alguien o más bien, como si estuviese miedo de alg
—¿Y qué tiene usted para ofrecer? —Altagracia tiene las manos en la cintura, con la vista en la llanura de las hermosas tierras de Villalmar. Azucena está dentro de la casa, no soporta el sol abrasador a éstas horas del mediodía.—Señora, conozco muy bien éstas tierras. ¿Conoce a Don Horacio? Fui su capataz, me críe con él desde niño. Ya luego trabajé para otros hacendados —el llamado Géronimo no se ha ido. Es más, por órdenes de Altagracia, no se movió de aquí y la siguió cuando lo mandó a llamar con uno de los peones.—¿Ah sí? ¿Cuáles hacendados? —pregunta Altagracia.Géronimo no responderá a eso. No tiene permitido decir qué trabaja para Gerardo por órdenes suyas. Recibirá un buen pago por informar en secreto todo lo que Gerardo pida. Así que elige encogerse de hombros.—Ya le dije. Don Horacio —responde.Altagracia suspira para girarlo a ver. Géronimo no puede negar lo obvio. Es la mujer más hermosa qué ha visto. No conoce los detalles sobre la situación del gran chime en la ciuda
—Esto es el colmo —enervada, Altagracia deja el banco brotando en la rabia. El nombre de Gerardo en la conversación cambió el rumbo por completo de esto. ¿Dueño…? ¿Dueño de qué? ¿Dueño de todo lo que toca ésta ciudad?¿Dueño de su propia vida? Unas lágrimas de rabia no tardan en brotar y bajar sobre sus mejillas. Esta era la única salida para todas las deudas que sufre. Camina de un lado hacia el otro, recibiendo el viento fuerte de la ciudad, que secan sus lágrimas para dejarle camino libre a otras más. Lágrimas silenciosas, rabiosas, dignas de la impotencia.Héctor se baja del auto, acercándose apresurado.—Patrona —llama él, sospechando por el deplorable estado de su jefa—, Dígame, ¿El banco aceptó?—Héctor —Altagracia menciona mirando hacia el suelo. Abollada está la mente de Altagracia, que no sabe qué pensar. Le toma el brazo—, Héctor, necesito qué hagas algo por mí.—Lo que ordene, patrona.—El único salario que recibirán será el de éste mes. El banco no aprobó el préstamo —Alt
Gerardo se mantiene quieto, divisando al bebé unos segundos más. Cuando se vuelve a poner de pie, sus ojos siguen en el niño, justo cuando las dos monjas regresan despavoridas y cansadas de la larga corrida.Sin embargo, Gerardo no aparta la mirada del bebé.Una extraña sensación lo abarca de pies a cabeza.—¡Señor! ¡Dios! ¡Perdónenos, señor! —una de ellas lo alcanza, tragando saliva para calmarse—, el pobre bebé…¡Imelda, lo dejaste solo!—¡Es que tú me llamaste! —la segunda monja responde, excusándose.Gerardo desvía la mirada del niño hacia las dos mujeres.—¿De quién es éste niño? —pregunta.—Oh, pues —comienza la llama Imelda, con las manos entrelazadas—, es un pequeño huérfano, señor. Acaba de llegar al orfanatorio de éste pequeño pueblo. Nosotras quisimos que tomara un poco de aire, como los demás niños. Es el niño más pequeño que tenemos.Gerardo escucha atentamente. El quejido del bebé interrumpe sus vagos pensamientos y lo mira pasado los segundos. Huérfano tan pequeño. Demas
De la voz de Altagracia nacen gritos de ayuda. El color amarillento que se fusiona con el color de la madera incrementa cada vez más, y para su desgracia ya no puede acercarse ni para tomar el pomo de la puerta. —¡Dios! ¡Ayúdame! —Altagracia pega la espalda en la pared, como si fuese una opción para desaparecer y traspasar las murallas.Observa hacia todos lados, buscando alternativas. La mente se desespera bajo la presión del calor que empeora. Cuando la respiración agitada desmejora por el horror, pasa saliva y desesperada, mira todos los lados. Corre hacia el otro lado del cuarto, buscando entre sus ropas alguna manta. Una fuerte ventisca abrasadora explota para aumentar su presión. Altagracia grita, cayendo al suelo para cubrirse el cuerpo.—¡¿Altagracia…?!Cuando escucha su nombre grita de vuelta.—¡Azucena! —espera la voz de su hermana una vez, pero Azucena no responde. El humo dentro de la habitación incrementa, y el olor carbonizado de la madera inunda sus fosas na
Pese a un ardor innombrable en partes de su cuerpo que no reconoce Altagracia decide abrir los ojos. Experimenta decaída, y a los momentos está desorientada, escandalizada por las luces encima de ella.Un inhalador le provee del oxígeno, y poco a poco, los recuerdos y el dolor se hacen más vividos. Divisa su brazo vendando, sus piernas. Dios. ¿En dónde está? ¿Qué ocurrió?Su mano tiembla al llevarla al inhalador, y se lo quita en un intento de decirle a la mente que la conecte cuanto antes con el mundo para poder entender esto. Y esa quemazón en su cuerpo la hace jadear. Sus ojos ya lagrimean. Altagracia empieza a sollozar.Villalmar ardiendo en llamas.—¿Señora Reyes? —se avecina una voz preocupada ante sus sollozos. Un desconocido hombre se postra frente a ella, mirándola—, cálmese. Está en buenas manos. Sus heridas…—¿Dónde estoy…? ¿Qué sucedió…? ¿Qué…? —entrecortada y sollozando la voz de Altagracia pierde fuerzas. Hace el débil intento de moverse.—Un incendió, señora Reyes. Los