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Los ruidos continuaban. No sé cuánto tiempo pasó, tal vez horas, tal vez días, pero cada segundo era una agonía. La tensión en la habitación crecía con cada crujido, con cada sombra que parecía moverse. Allí nadie siquiera respiraba. Todos estábamos tensos.

Y entonces, de golpe, todo quedó en un silencio tan absoluto que resultaba insoportable.

—Creo que ya se han ido —dije, rompiendo el silencio. Pero nadie respondió. Nadie se movió.

El tipo que estaba frente a la puerta bloqueaba el paso con una postura rígida. Intenté apartarlo, desesperada por llegar a la salida, pero él se interpuso, firme como una pared.

—Todavía están afuera. ¿O no puedes olerlos? —preguntó, con los ojos clavados en mí.

Lo entendí en ese instante. Ese olor metálico y amargo que llenaba mis fosas nasales... era de ellos. Siempre había pensado que mi olfato era más agudo que el de los demás. Podía oler a Pietro o a mi padre mucho antes de que llegaran a casa. Pero esto no era como reconocer a alguien querido. Est
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