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Me quedé allí, inmóvil, observando a Lucrecia y a esa mujer que ahora ocupaba mi lugar. La esposa de Pietro. Mi suegra bajó las escaleras con prisas, sus ojos llenos de odio, y se acercó a mí con intención de intimidarme. Agarró mi brazo con fuerza, sus uñas clavándose en mi piel, pero no me inmuté. Con un movimiento rápido, le quité su mano de encima y la sostuve con firmeza antes de soltarla.

—Suegra —dije, manteniendo la voz baja pero cargada de advertencia—, créame, no le conviene hacerme o decirme algo.

Lucrecia no era de las que se quedaban calladas. Gritó, llamando a los empleados para que me sacaran a rastras de “su casa”. Pero antes de que pudieran tocarme, mis dos guardaespaldas entraron, bloqueando el camino. La expresión de sorpresa en su rostro fue deliciosa.

—si no recuerdo mal, esta casa es mía— le dije.

—¡Esta casa ya no es tuya! —rugió Lucrecia, desesperada—. ¡Todo es de mi hijo ahora!

Sonreí. No podía evitarlo. Miré a la mujer embarazada. Mi pregunta era ¿ella sabia
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