LUNA PROHIBIDA QUIERE VENGANZA
LUNA PROHIBIDA QUIERE VENGANZA
Por: Aragones
1

Hace un par de semanas, tuve un pequeño mareo, así que decidí hacerme un chequeo general. Estaba segura de que era un embarazo y fui ilusionada a mi médico de cabecera. Sin embargo, nada me preparó para la noticia que llegó. No estaba embarazada, pero habían encontrado una masa extraña en mis ovarios. Mi doctor intentó tranquilizarme, pero yo ya sabía lo que eso significaba. A pesar de todo, conservaba una pequeña esperanza... esperanza que se desvaneció por completo el día de hoy.

Era estéril. Esa masa jamás me dejaría ser madre. Sentía que mi vida estaba arruinada. Siempre había soñado con ser madre, con formar una familia junto a Pietro. Ahora, ese sueño se había desmoronado en mil pedazos.

Me tragué un sollozo. Desde hace un par de años, Pietro y yo empezamos a tener problemas. Él me reclamaba el no poder darle una familia, y eso me destrozaba el alma, así que insistía en que tal vez Dios no quería darnos hijos por el momento. Pero descubrí que si era yo la del problema.

Subí al coche y me miré en el espejo retrovisor. ¿Cómo podía ser yo suficiente para él? Nunca lo entendí. Había tantas mujeres hermosas, y aun así él me eligió a mí, y a pesar de nuestras peleas, de que yo no le había podido dar un hijo, él aún seguía conmigo.

Limpié las lágrimas de mi rostro y me recosté por un momento en el respaldo del asiento. Cerré los ojos con fuerza, tratando de detener mis lágrimas, pero era inútil. No podía contenerlas. Saber que nunca podría darle un hijo me partía el alma. Tenía tantos planes...

Cuando logré calmarme un poco, puse el coche en marcha. Conduje en completo silencio, pero el torbellino de pensamientos en mi cabeza me estaba volviendo loca. Solo quería llegar a casa, decirle todo a Pietro, aunque sabía que él no lo tomaría bien.

Al llegar a casa, corrí hacia la puerta y la abrí. Él estaba al pie de la escalera, hablando por teléfono con una expresión de preocupación. ¿Acaso ya sabía lo que el doctor me había dicho?

Mi corazón empezó a latir con fuerza, y me acerqué a él poco a poco, hasta que estuve frente a frente. Él me miró, y todo en mí se paralizó. Mis manos empezaron a sudar.

—¿Ya lo sabes? —pregunté.

Él asintió con la cabeza, y yo tragué el nudo enorme que tenía en la garganta mientras le dedicaba una media sonrisa.

—Perdón por no poder darte los hijos que tanto quieres, pero podemos adoptar —le dije entre el llanto.

Su expresión cambió por completo. Era como si no me estuviera entendiendo.

—¿De qué hablas? —me preguntó.

Tragué el nudo que se me había formado en la garganta y, con manos temblorosas, busqué los exámenes en mi bolso y se los entregué.

Él los miró, y el tiempo se detuvo. Yo me sentía más pequeña y vulnerable que nunca.

—Eres una buena para nada, Abigail. Ni para darme hijos sirves —me dijo con la voz llena de rencor.

Yo lo abracé con fuerza, pero él me apartó empujándome y haciéndome caer al suelo.

—Perdóname —le supliqué.

Pietro se agachó y me miró a los ojos.

—¿Perdonarte? Esto no se perdona. Tú ni siquiera deberías llamarte mujer. Estás seca por dentro —me dijo furioso.

Me arrodillé frente a él y empecé a pedirle perdón. Era comprensible que él estuviera así; todo era mi culpa. Yo siempre fui el problema, y él era perfecto.

—Podemos adoptar —le volví a sugerir.

Pietro agarró mi mandíbula con fuerza y me empujó, haciéndome caer de nuevo.

—No criaré al hijo de otra persona —me dijo y se levantó.

Su teléfono sonó, y él contestó de inmediato.

—No estoy haciendo nada importante. Estaré allí lo más pronto posible —le dijo a la persona con la que hablaba.

Sentí cómo algo dentro de mí se partía en mil pedazos. Su actitud hacia mí era tan cruel. Yo me acababa de enterar que nunca tendría hijos, y él prefería irse con quién sabe qué persona.

—No te vayas, por favor —le supliqué en un último intento por recuperar todo esto.

—Tengo cosas más importantes que hacer que verte llorar. Ahora levántate, te ves patética —me dijo.

Me tiré a sus pies y envolví mis brazos alrededor de sus piernas. Yo lo amaba, y aunque me doliera todo esto, él era lo único que me quedaba, y no estaba dispuesta a dejarlo ir tan fácil.

—Perdóname, te juro que lo solucionaré —le dije entre el llanto.

Él me apartó de sí y me miró. Su mirada era de lástima, como si yo fuera un perro lleno de costras que está en la calle.

—Tu madrastra me necesita, así que no me hagas perder el tiempo —me dijo.

Asentí con la cabeza, resignada, porque sabía cuánto le debía Pietro a mi madrastra. Ella lo había acogido cuando él era un adolescente perdido, dándole un hogar y un futuro.

Me levanté y me puse de puntillas para darle un beso de despedida, pero él apartó el rostro, y mi beso aterrizó en su mejilla. Se dio la vuelta y se fue, dejándome sola y con el corazón hecho pedazos.

Me dejé caer en el primer escalón de la escalera, incapaz de sostenerme. Las lágrimas, tímidas al principio, empezaron a salir con fuerza. No lloraba solo por él. Lloraba por mí, por todo lo que estaba perdiendo.

Tomé mi cartera y corrí a mi habitación. Quería refugiarme en las suaves mantas de mi cama, dormir y soñar que nada de esto estaba pasando. Al entrar, me dirigí al espejo de cuerpo completo que estaba en un rincón. Me miré de arriba abajo, viendo lo demacrada que estaba. Mi ropa era sencilla, cero maquillaje, mi cabello siempre recogido en un moño detrás del cuello. Definitivamente, Pietro merecía a alguien mejor que yo, y ahora que sabía que no podía darle un hijo, lo mejor era terminar con todo.

Él no merecía sufrir por mis carencias. Me divorciaría de él y le dejaría el camino libre para ser feliz, aunque eso significara morir lentamente.

Tomé lápiz y papel y escribí una nota donde le decía que lo dejaba libre, que no me buscara. Le expliqué que mis abogados se pondrían en contacto con él cuando los papeles del divorcio estuvieran listos.

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