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Salí de la empresa hecha pedazos, con el corazón completamente destrozado. Jamás pensé que algo podría doler tanto, ni siquiera cuando me dijeron que nunca podria tener hijos. Esto era diferente; era como si el aire se hubiera convertido en cristales que cortaban cada vez que intentaba respirar.

Caminé rápidamente hacia el estacionamiento. Quería salir de ahí, dejar atrás ese lugar que ahora olía a traición y falsedad. Todo en mí gritaba huir, alejarme para siempre.

—¡Abigail! —La voz de Pietro rompió el silencio.

No me detuve. Aceleré el paso, transformando mi andar en una carrera desesperada. No quería verlo, no quería escucharlo, no quería estar cerca de alguien tan ruin, tan despiadado.

Pero su mano me alcanzó. Fuerte, fría y firme, se cerró alrededor de mi brazo, deteniéndome de golpe y obligándome a girarme para enfrentarlo.

—Tenemos que hablar ¿Qué escuchaste? Déjame explicarlo—dijo con una calma aterradora.

Sin pensarlo, descargué toda mi rabia contra él, golpeándolo en el pecho con mis puños temblorosos. No tenía fuerza, pero tampoco la necesitaba. Mi odio hablaba por mí.

—¡Suéltame! ¡Eres despreciable! —le grité, con un dolor que me rasgaba el alma.

Pero él solo sonrió. Esa sonrisa, cargada de superioridad, desgarró lo poco que me quedaba entero. ¿Cómo pude ser tan ciega? ¿Cómo no vi a este monstruo escondido detrás de su máscara?

—Deja de gritar. Vamos a mi oficina, tenemos mucho de qué hablar —dijo con una calma insultante, como si yo no tuviera derecho a resistirme.

Negué con la cabeza, la indignación llenándome de una fuerza que no sabía que tenía.

—No. Tú y yo no tenemos nada que hablar. Eres un desgraciado, pero te juro que te dejare en la calle, justo de donde viniste.

Mis palabras salieron cargadas de veneno, cada sílaba impregnada de la rabia que había estado acumulando. Pero en lugar de afectarle, su mano se apretó más alrededor de mi brazo. El dolor me hizo soltar un gemido, pero no dejé de mirarlo con el desprecio que se merecía.

—Tarde o temprano, me darás lo que me pertenece —susurró con una frialdad que heló la sangre.

Su agarre se volvió insoportable mientras me arrastraba de regreso hacia el edificio. Por más que me resisti, su fuerza me superaba. Cada paso era una derrota, cada segundo, una humillación más.

De un empujón, me metió en su oficina y cerró la puerta con seguro. Lucrecia ya no estaba. Quizás era mejor así, porque no habría podido contenerme si la hubiera visto.

—Ya que lo sabes todo, creo que es momento de ser sincero contigo antes de que mueras —dijo, su tono desprovisto de cualquier rastro de amor.

Tragué en seco, sintiendo cómo mi cuerpo temblaba. La persona que tenía frente a mí era alguien completamente desconocido. Ese no era el Pietro al que alguna vez amé.

—Te odio —continuó—. Te odio a ti y a todos los tuyos. Tu padre fue un ladrón miserable que le robó todo a mi familia.

Algo dentro de mí se quebró. La imagen de mi padre, un hombre justo y trabajador, ensuciada por su lengua venenosa. No lo soporté. Sin pensarlo, corrí hacia él, golpeándolo con toda la fuerza que mi rabia y mi desesperación podían reunir.

Pero Pietro me empujó con facilidad, como si mis golpes fueran los de una niña indefensa. Mi cuerpo chocó contra el suelo con un golpe seco, el dolor físico mezclándose con el emocional. Lo miré desde abajo, llorando como una niña pequeña, mientras él me observaba con una indiferencia que me mataba.

—Me lo devolverás todo, Abigail. Así tenga que arrancártelo de las manos. —Su voz, cargada de frialdad.

Me quedé ahí, en el suelo, llorando sin control. No había nada más que pudiera hacer. La persona que pensé que era mi refugio resultó ser mi verdugo. Y mientras él se quedaba de pie, imponente y cruel, yo solo podía preguntarme cómo había llegado a este momento, tan rota, tan humillada, tan sola.

—¿Quién eres? —pregunté, mi voz rota, cargada de incredulidad. El hombre que tenía frente a mí no era el Pietro que conocí, que amé. Era un extraño, un monstruo.

Pietro se acercó con lentitud, poniéndose de cuclillas frente a mí. Su rostro, que antes parecía tan sereno, tan lleno de comprensión y amor, ahora era un recordatorio de lo estúpida que había sido en estos años.

—Soy Pietro Alexakis, hijo de Arthur Alexakis, el verdadero fundador de esta empresa. Tu padre se la robó con artimañas sucias, y mientras él prosperaba, yo vivía en la miseria. Vi a mi padre ahogarse en alcohol, destruido por perder lo que con tanto esfuerzo construyó. —Hizo una pausa, sus ojos brillando con un odio que quemaba—. He vuelto para recuperarlo todo.

Sus palabras eran como látigos, cada una desgarrándome un poco más.

—Eso no es cierto —logré decir, mi voz apenas un susurro entre lágrimas—. Mi padre jamás le habría robado nada a nadie. Tú lo conociste, Pietro. Sabías qué clase de hombre era.

Pero él simplemente sonrió, una sonrisa amarga y despectiva, como si mi defensa le resultara patética.

—Sí, lo conocí. Era un bastardo egoísta que solo se preocupaba por su beneficio. Pero te diré algo, Abigail, de él aprendí lo más importante: cómo aplastar a los demás para obtener lo que quiero.

Un temblor recorrió mi cuerpo. Las manos me ardían de rabia. Quería golpearlo, borrar esa sonrisa arrogante de su rostro, pero estaba paralizada por el dolor, por la traición y por el miedo.

—No vas a recuperar nada —dije, mi voz quebrada por el llanto—. Jamás tendrás nada mío.

Pietro se levantó con una calma que me enfureció aún más. Caminó hasta su escritorio, ignorándome, como si yo no fuera más que un objeto desechable. Desde ahí, me miró con una expresión de satisfacción que encendió una chispa de furia dentro de mí.

—¿Recuerdas el documento que firmaste hace un par de años? —preguntó con frialdad.

Sin esperar respuesta, encendió su computadora y comenzó a buscar algo. El sonido de las teclas rompía el silencio de la habitación. Luego, giró la pantalla hacia mí.

Me acerqué con el corazón latiendo frenéticamente, sintiendo el peso de su mirada sobre mí. Lo que vi me dejó paralizada.

Mis ojos recorrieron una y otra vez las líneas de aquel documento que sentenciaba mi destino: si teníamos un hijo y yo desarrollaba una enfermedad mental, él sería el albacea de todo. Pero lo más aterrador era lo siguiente: si llegaba a morir, todos mis bienes le serían transferidos de inmediato, sin condiciones.

Un grito ahogado salió de mi garganta. Sentí un vacío en el pecho, una furia descomunal mezclada con la devastación de darme cuenta de que todo, todo había sido un juego.

Con un movimiento impulsivo, tomé la pantalla entre mis manos y la lancé al suelo con todas mis fuerzas. El ruido del impacto fue ensordecedor, pero no logró silenciar mi rabia.

—¡Eres un maldito! —le grité, temblando, con lágrimas corriendo por mi rostro. Me sentía ridícula, una estúpida por no haber visto todo esto antes.

Pietro se limitó a mirarme, una sonrisa satisfecha en su rostro. Para él, mi sufrimiento era una victoria.

Me quedé ahí, respirando con dificultad, tratando de procesar la magnitud de su traición. Había confiado en él, había creído en su amor. Y ahora estaba frente al hombre que había planeado mi ruina desde el principio.

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