5

Llegué a casa, con la mente aturdida, y el pecho pesado. Subí las escaleras sin apenas notar el camino y me encerré en mi habitación. Me senté en la cama, mirando al vacío, tratando de asimilar lo que acababa de ocurrir. Todo lo que había pasado en tan poco tiempo me abrumaba. Descubrir que el hombre al que le había entregado cada pedazo de mi alma era un ser despreciable me estaba destruyendo desde adentro.

Me recosté, dejando que mi cuerpo se hundiera en el colchón, y fijé la vista en el techo. Esa habitación, antes llena de recuerdos felices, ahora me parecía una cárcel. ¿Había sido toda una mentira? Cada susurro de amor, cada palabra de promesa, dichas mientras nos entregábamos el uno al otro... ¿Habían sido solo falsedades? Me sentí asfixiada por mi propia ingenuidad. Yo, hambrienta de afecto, ciega de amor, había permitido que sus mentiras me envolvieran.

Desde el principio debí saberlo. Un hombre como Pietro jamás podría enamorarse de alguien como yo. Me levanté y caminé hacia el espejo de cuerpo entero en el rincón de la habitación. Me paré frente a él, mirándome como si intentara entender por qué no era suficiente.

Mi reflejo me devolvió la mirada con brutal honestidad. era tal cual como lucrecia me habia dicho, una persona insignificante y patetica.

La rabia comenzó a hervir dentro de mí, reemplazando por un instante la tristeza. Cerré los puños con fuerza, temblando. ¿Por qué había sido tan estúpida?

Con un grito ahogado de desesperación, lancé mi puño contra el espejo. El vidrio se partió en mil pedazos, reflejando mi furia fragmentada en destellos dolorosos. Un dolor agudo recorrió mis nudillos, y la sangre comenzó a brotar, goteando sobre el suelo, tiñendo de rojo mi propia miseria.

Me dejé caer al suelo, como si mi cuerpo ya no pudiera sostenerme. Rodeé mi rostro con mis manos temblorosas, sintiendo la humedad de las lágrimas mezclarse con el calor pegajoso de la sangre. El peso de todo me aplastaba, reduciéndome a algo pequeño y quebrado.

No me quedaba fuerza. No quería pelear más. Me sentía como un cristal roto, con cada fragmento de mí esparcido en esa habitación que ahora parecía un ataúd. Esto... esto era demasiado para mi cuerpo frágil, para mi corazón marchito.

El sonido de pasos me arrancó del limbo entre el sueño y la realidad. Parpadeé, tratando de ubicarme, y ahí estaba él, Pietro, parado frente a mí con una expresión de desprecio teñida de ligera decepción. 

—Pensé que habías muerto. Ya me había emocionado —escupió con una frialdad que me atravesó el alma.

El dolor se convirtió rápidamente en rabia. Me levanté de golpe, caminando hacia él con los puños cerrados.

—¡Quiero que te largues de aquí! No eres bienvenido en mi casa, en mi vida, ¡en nada que me pertenezca! —le espeté con furia.

Él apenas arqueó una ceja, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón con una calma que me crispaba aún más.

—Sal de aquí. Quiero descansar —dijo como si la habitación le perteneciera, como si su mera existencia tuviera más derecho que la mía.

Lo miré boquiabierta, incrédula ante su descaro.

—¡Esta es mi habitación! ¡Mi casa! ¡No dormiré bajo el mismo techo que un ser tan despreciable como tú! —grité, sintiendo la bilis subir hasta mi garganta.

Su reacción fue rápida y brutal. Su mano grande y áspera cubrió mi boca, apagando mis palabras. Mis ojos se abrieron de golpe, primero por la sorpresa, luego por el miedo y la furia mezclados. ¿Cómo era posible que todavía me sorprendiera de él?

—Sé lo que hiciste esta mañana al salir de la empresa —dijo, su voz cargada de amenaza—. Y te advierto, no vuelvas a hacerlo. No me cabrees, Abigail. No sabes de lo que soy capaz.

Aparté su mano de mi rostro, temblando, pero no de miedo.

—¿Qué harás, Pietro? ¿Me matarás? —pregunté con voz temblorosa, pero cargada de desafío.

Su sonrisa se ensanchó, cruel y vacía.

—No necesito hacerlo. Tú morirás pronto. ¿Por qué ensuciarme las manos? Alguien más se encargará de ti —dijo con frialdad, cortando cualquier réplica que intentara formar en mi mente.

El odio explotó dentro de mí como una tormenta imparable.

—Te odio tanto... tanto —murmuré, con lágrimas de impotencia brotando de mis ojos.

—No me importa. Ahora vete. Quiero descansar, y tu presencia... me molesta —añadió, como si fuera lo más natural del mundo.

Lo empujé con todas mis fuerzas, intentando sacarlo de la habitación, pero él era más fuerte. Agarró mi mano, giró sobre sus talones y me arrastró fuera, cerrando la puerta en mi cara.

Giré el pomo con desesperación, pero estaba cerrado con seguro.

—¡Pietro! ¡Ábreme! ¡Esta es mi casa! —grité, golpeando la puerta con ambos puños. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y la ira que hervían dentro de mí.

—¡Te odio! —grité una y otra vez hasta que mi garganta se rasgó, dejando salir un sonido ronco y quebrado.

Finalmente, mis fuerzas flaquearon. Mi cuerpo temblaba, agotado por la intensidad de mi rabia. Caminé tambaleándome hacia la habitación de invitados y me dejé caer en la cama como un peso muerto.

Respiré profundamente, tratando de calmar la tormenta dentro de mí, pero era inútil. Mi mente estaba atrapada, prisionera de cada palabra cruel, de cada acto mezquino, de cada pieza de esta vida que se había convertido en una tragedia grotesca.

El techo blanco de la habitación me miraba con indiferencia, y yo, rota y sola, me preguntaba cuánto más podría soportar antes de desaparecer por completo. ¿Qué se hace con un corazón que no puede dejar de romperse?

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