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Me hundí en la silla frente a Pietro, tratando de controlar mi respiración, secar las lágrimas que caían sin tregua, pero cada vez que lo miraba, su rostro y esa sonrisa cruel, mi rabia se encendía de nuevo, quemándome por dentro.

—No voy a morir, y mucho menos voy a dejarte mi dinero —Mi voz temblaba, pero había una fuerza visceral en mis palabras—. Te juro, Pietro, que ambos sufriremos. Haré de tus días un infierno, uno que jamás olvidarás.

Su mirada no cambió. Me observaba como si fuera alguien que pudiera ignorar, como si mis amenazas fueran humo. Pero yo sabía algo que él no: una mujer herida es capaz de cosas inimaginables.

Me levanté lentamente, forzando una sonrisa que no alcanzaba mis ojos, mientras me limpiaba las lágrimas con la palma de la mano. Iba a ir a la policía y lo denunciaría a el y a mi madrastra.

—Nadie te creerá si intentas acusarme de algo, todos han visto la manera en la que actuaste. todos creen que estas loca—me soltó de golpe como si leyera mis pensamientos.

Me sentía impotente en ese momento, ver su cara confiada me molestaba demasiado.

—Adiós, cariño. Te espero en casa. —Dije esas palabras con una dulzura falsa.

Sin esperar respuesta, giré sobre mis talones y salí de la oficina. Cada paso hacia el ascensor era una lucha por no derrumbarme. Mi cuerpo temblaba, pero mi ira era más fuerte que nunca.

Ahora tenía que encontrar una manera de poder acusarlo de planear mi muerte, ¿pero cómo? Necesitaba muchas pruebas, y yo sabía cuánto poder tenía ahora Pietro. No podría enfrentarlo sin algo sólido, algo que lo hundiera. Debía encontrar la forma de ponerlo al descubierto lo antes posible, o lo pagaría todo con mi vida.

Llegué al estacionamiento con la rabia aún burbujeando en mis venas. Subí al coche, arrancando con tanta fuerza que las ruedas chirriaron. Mi destino estaba claro.

Media hora después, llegué a la casa que una vez había cedido a mi madrastra. La casa que ella no merecía. Al bajarme del coche, mi cuerpo estaba rígido, como si cada músculo estuviera sosteniendo mi voluntad de no desmoronarme. Entré sin titubear, ignorando las miradas de los empleados que me saludaban con cortesía.

—Quiero hablar con Lucrecia —dije con voz firme. Yo sabia que ella estaba aquí.

Minutos después, la mujer apareció en lo alto de las escaleras. Su mirada estaba cargada de esa misma molestia que había dirigido hacia mí durante años. Una mezcla de desprecio y superioridad que siempre me había quemado el alma.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con un tono cortante.

Una risa amarga salió de mis labios, llena de sarcasmo y dolor.

—Es mi casa. Puedo venir cuando se me dé la gana —respondí, dejando que el veneno impregnara cada palabra.

Su rostro mostró una sorpresa momentánea, pero rápidamente descendió las escaleras, enfrentándome cara a cara.

—Esta casa me la dejó tu padre —espetó con frialdad. ¿Cómo podía ser tan descarada?

—No. —La interrumpí, mi voz endurecida—. Esta casa es mía. Todo lo que disfrutas es mío, y se acabó. Se lo que planeas, ¡y sé que te estas revolcando con mi esposo!

Mi rabia hervía, pero antes de que pudiera reaccionar, su mano cruzó mi rostro con un golpe que resonó en mis oídos. El ardor en mi mejilla era insignificante comparado con el fuego que ahora rugía en mi pecho.

—Eres tan patética. nadie nunca te querrá eres insignificante Abigail —Escupió las palabras con un desprecio que perforó mi alma.

Sentí un nudo formarse en mi garganta, uno tan grande que me costaba respirar. Su ataque no solo había golpeado mi rostro, sino cada centímetro de mi alma.

—Solo espero que mueras pronto —continuó con una sonrisa cargada de veneno—. El título de señora Alexakis te queda grande.

Levanté la barbilla, decidida a no dejarme intimidar. Intenté devolverle el golpe, pero con una rapidez sorprendente, detuvo mi mano y me empujó. Retrocedí un par de pasos, tambaleándome, pero la furia en mi pecho me empujó de nuevo hacia adelante.

—Vete, o llamaré a alguien para que te saque. —Me advirtió. Su voz, cargada de desprecio, intentaba poner un límite que yo no estaba dispuesta a respetar.

Solté una carcajada amarga. ¿Llamar a alguien? ¡Qué ironía! Esta era mi casa, y ella se atrevía a amenazarme como si yo fuera una intrusa.

—¿De verdad? ¿Crees que me voy a ir porque lo dices tú? —avancé hacia ella, dispuesta a pelear, sin importarme ya nada más.

Pero no fui rápida. Su mano me golpeó de nuevo, con fuerza suficiente para arrancarme una lágrima de pura frustración. Mi rostro ardía, pero el dolor solo avivó mi rabia. Sin pensarlo dos veces, le devolví el golpe con toda mi fuerza, sintiendo cómo mi puño impactaba contra su mejilla.

Su grito fue un eco que resonó en el enorme vestíbulo. Pronto, un par de empleados entraron corriendo. El chofer y el jardinero, hombres que durante años habían trabajado para mi familia, ahora se colocaban a su lado como si fueran sus guardias personales.

—¡Sáquenla de aquí! —chilló mi madrastra, cubriéndose la cara con dramatismo, como si yo hubiera cometido un acto imperdonable.

Sentí una mano firme tomar mi brazo. El jardinero, un hombre corpulento, comenzó a arrastrarme hacia la salida con una fuerza implacable.

—¡Déjenme! —grité, mi voz llena de indignación y desesperación—. ¡Esta es mi casa, no tienen derecho!

Mis palabras no encontraron eco. Eran solo ruido en oídos sordos. Me arrastraron como si fuera un perro callejero, ignorando mis súplicas, mis gritos. Sentía como mi orgullo se desmoronaba con cada paso, hasta que me sacaron de la casa.

Miré a la puerta, donde mi madrastra estaba, con una sonrisa triunfante, ella me miró como si ya estuviera muerta.

—Eres patética, Abigail. —me dijo destilando veneno—. Vete a llorar a otro lugar, me molesta verte.

Y sin darme tiempo a responder, cerró la puerta con un golpe seco, dejándome en la calle como si nunca hubiera sido nada.

Me quedé ahí, bajo el sol abrasador, con el rostro ardiente, las lágrimas cayendo sin control, y un vacío insoportable en el pecho. La humillación era tan profunda que ni siquiera podía respirar bien. Había caído hasta el fondo, pero sabía algo: No me quedaré aquí. No permitiré que me reduzcan a nada. Si pensaban que me habían enterrado, se equivocaban.

Ahora tenía una misión: encontrar las pruebas que demostrarían sus intenciones. Necesitaba ser astuta, esperar el momento adecuado para descubrir lo que Pietro y mi madrastra planeaban. No descansaría hasta tenerlos donde quería.

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