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Tomé algunas cosas de mi armario y salí de casa. Algunos de los empleados me miraron, pero no dijeron absolutamente nada. Ahora solo tenía que buscar un hotel mientras encontraba un lugar tranquilo donde replantear mi vida.

Llegué al hotel en tiempo récord, casi como si el dolor me empujara hacia adelante. Pedí una habitación sin mirar al recepcionista. Cuando me entregaron la llave, fui directamente al ascensor. Lo único que deseaba era tumbarme en la cama y enfrentar el vacío que me esperaba.

Mientras subía, mis pensamientos eran un torbellino. Tenía que llamar al abogado, discutir los detalles del divorcio.

Apenas entré a la habitación, fui directa a la cama. Me acosté en ella y me hice un ovillo. Me sentía tan cansada. Traté de calmarme hasta que el sueño me venció. Mañana pensaría en cómo llevar mi vida de ahora en adelante, pero, por ahora, solo quería descansar.

El sonido del celular me despertó de golpe. Me incorporé en la cama, desorientada, y busqué a tientas dentro de mi cartera. Cuando lo encontré y desbloqueé la pantalla, me di cuenta de que ya era de madrugada. Mis ojos se fijaron en las decenas, cientos de llamadas perdidas de Pietro.

Mi corazón dio un vuelco. Había demasiadas llamadas. Con una mezcla de miedo y esperanza, abrí los mensajes. Había varios, todos suyos, rogándome que contestara, diciéndome lo preocupado que estaba.

Le marqué, pero me envió al buzón. Volví a intentarlo, y nada. Dejé de insistir. Mañana iría a hablar con él. Tal vez había sido demasiado abrupta. Tenía que darle la cara; era lo mínimo que podía hacer.

Dejé el celular a un lado y traté de dormir de nuevo, pero el sueño no llegaba. Una sensación de inquietud me consumía.

Me levanté de la cama y salí de la habitación. Tenía hambre; no había comido nada en todo el día.

Corrí al ascensor justo cuando las puertas casi se cerraban y entré a toda prisa, tropezándome con un hombre alto de cabello negro y ojos oscuros. Dios, sus pestañas eran tan espesas que parecía llevar delineador de ojos, pero de alguna forma le quedaba bien.

—Lo siento —me disculpe, acomodándome en una esquina del ascensor.

—No se preocupe, pero tenga más cuidado la próxima vez —me respondió con un profundo acento extranjero. Lo miré de reojo. Su piel bronceada, mandíbula fuerte y nariz recta lo hacían impresionante. Estaba bastante segura de que era de origen árabe.

—¿Necesita algo, fa'rati? —preguntó.

Fruncí el ceño, sin entender qué significaba esa palabra, y lo ignoré. O al menos lo intente. sentia mi cuerpo inquieto, está era una sensacion que jamás había experimentado en la vida. así que lo mire de reojo. El estaba serio mirando a las puertas, así que hice lo mismo. Cuando el ascensor llegó al último piso, ambos salimos.

Caminé a su lado, sintiéndome pequeña. Era incluso más alto que Pietro, y Pietro medía un metro ochenta.

Me alejé de él y busqué algo de comer para llevar a mi habitación. Cuando regresaba, sentí una mirada penetrante en mi espalda. Me giré, y ahí estaba él, rodeado de un par de hombres y hermosas mujeres, observándome con una intensidad que hizo que mi corazón se acelerara.

Sentí culpa y corrí al ascensor. No debía mirar a nadie así, no estando casada... y mucho menos en esta situación.

Al llegar a mi habitación, comí y me acosté nuevamente, pero ahora no podía sacarme de la cabeza esos ojos tan profundos. Cerré los ojos y conté ovejas hasta que finalmente me venció el sueño.

Cuando los primeros rayos de sol atravesaron la ventana, ya estaba lista. Me maquillé con cuidado, tratando de ocultar las huellas del llanto y el cansancio. Salí del hotel decidida, con el corazón en la mano. Hoy sería el día en que todo cambiaría.

Al llegar a la empresa, saludé a la recepcionista, que me devolvió una sonrisa amable. Caminé hasta el ascensor con paso firme, aunque por dentro mis nervios me carcomían. Mientras el ascensor subía, repetía en mi mente lo que iba a decir. Me enfrentaría a Pietro y dejaría todo claro. Si el me amaba se quedaría conmigo pese a cualquier cosa.

Las puertas del ascensor se abrieron, y avancé hacia su oficina con determinación. Pero, cuando estaba a punto de entrar, me detuve. Risas. Escuché risas provenientes del interior. Una de ellas era de Lucrecia mi madrastra.

Me acerqué más a la puerta, pegándome contra ella para escuchar mejor.

—Todo esta listo, ahora que se ha ido, será mucho más fácil deshacernos de ella, y al fin podremos obtener todo lo que nos merecemos —dijo Pietro, su tono cargado de burla.

Sentí cómo mi corazón se rompía, como si algo dentro de mí se desmoronara en mil pedazos. Mis manos comenzaron a temblar y mi respiración se volvió errática. ¿Era esto real? Escuchar su risa y su voz hablando tan fríamente de cómo se desharán de mi fue como si me hubieran arrancado el alma.

Tragué en seco, mis lágrimas brotando sin control. Apreté la perilla de la puerta con fuerza. Quería entrar, gritarles, enfrentarlos. Pero mi cuerpo no respondía. Lo único que pude hacer fue llorar en silencio mientras mi pecho ardía con furia y desolación.

—¿Señora Alexakis? ¿Está usted bien? —La voz de la secretaria me sacó de mi trance, haciéndome dar un respingo.

La miré con los ojos enrojecidos, tratando de mantener la compostura, pero seguramente mi rostro contaba otra historia. Asentí lentamente. Solté la perilla de la puerta y retrocedí, tratando de recuperar el aire perdido. Tenia que ir a la policía, él iba a matarme.

Entonces, la puerta se abrió.

Pietro salió y se detuvo al verme. Su expresión de sorpresa se encontró con mi mirada cargada de lágrimas y rabia. Antes de que pudiera decir algo, mi mano se levantó como si tuviera vida propia. Lo abofeteé con todas las fuerzas que aún me quedaban.

—Jamás tendrás mi dinero—le dije con amargura.

Su expresion cambió. Se volvió cruel, burlona, como si mis palabras fueran el remate de un mal chiste. Y claro, eso era yo para él: un mal chiste.

Detrás de él, Lucrecia me miraba desde la oficina, su sonrisa de autosuficiencia atravesándome como un disparo. Era la sonrisa de quien sabía que había ganado.

Quise gritarles lo asquerosos que eran ambos, pero las palabras se atoraron en mi garganta. Lo único que pude hacer fue girarme y marcharme.

¿desde cuando estaban juntos? La idea de ellos dos revolcándose mientras mi padre estaba vivo, me daban nauseas, imaginarlos a ambos burlándose de mí, me llenaba de tanto odio y repulsión.

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