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El salón principal de la casa de los Benavides estaba sumido en una calma tensa, rota solo por el tic-tac insistente del reloj de pared.

Nelly y Emilio, sentados en el amplio sofá de cuero marrón, intercambiaban miradas incómodas. Frente a ellos, Graciela y Roberto mantenían una expresión fría y contenida, aunque las líneas de tensión en sus rostros eran inconfundibles.

—¿Quieren algo de tomar? —preguntó Graciela, su tono amable apenas disimulando la incomodidad que le provocaba la visita inesperada.

—No, gracias —dijo Nelly con tono cortante, negando con la cabeza—. No estamos aquí para socializar. Vinimos a aclarar unas cosas.

El ambiente, ya tenso, se volvió casi insoportable. Emilio se removió en su asiento, mientras Roberto fruncía el ceño, mirando a Nelly con evidente molestia.

—Entonces dilo de una vez —dijo Roberto, con su voz cargada de una paciencia al borde del agotamiento.

Nelly entrelazó las manos sobre su regazo y soltó un suspiro antes de hablar.

—Vi las no
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