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La habitación estaba sumida en penumbra, con solo la luz de la calle colándose a través de las cortinas entreabiertas. Astrid descansaba en los brazos de Daniel, mientras su pecho subía y bajaba con un ritmo pausado.

Él la sostenía con delicadeza, sus dedos trazando círculos suaves en su espalda desnuda, como si ella fuera el tesoro más valioso del mundo. Y, aunque aquello debería reconfortarla, en su interior sentía un peso que no podía ignorar.

Astrid se removió ligeramente, apartándose del calor de su cuerpo.

—Necesito usar el sanitario —dijo en voz baja, sin mirarlo directamente.

Daniel asintió, aunque una sombra de preocupación cruzó por su rostro.

—Está bien. Te espero aquí.

Ella se envolvió en la sábana y cruzó la habitación hasta el baño. Al cerrar la puerta detrás de ella, el aire se sintió diferente, más frío, más real. Frente al espejo, Astrid se detuvo a observar su reflejo.

Su cabello estaba desordenado, su piel aún rosada por el roce reciente, y en su cuello
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