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Isabella caminaba de un lado a otro en la habitación, con los ojos desorbitados y el cabello revuelto cayendo sobre su rostro. Sus uñas, mordidas hasta la piel, eran el reflejo de su creciente desesperación.

Habían pasado días siguiendo a Natalia, vigilando sus movimientos, pero los malditos guardias de Keiden frustraban cualquier intento de acercamiento.

—¡Tiene que haber una forma! —gruñó, golpeando la pared con el puño—. Nadie puede estar vigilado las veinticuatro horas del día.

Calvin, sentado en el sofá con las piernas cruzadas, observaba la escena con indiferencia. Estaba harto de todo aquello: las obsesiones de Isabella, el peligro inminente de ser capturados y el desquicio en el que se había convertido su vida.

Pero sabía que no podía enfrentarse a ella abiertamente. No todavía.

—Quizá deberíamos reconsiderar esto —sugirió con voz mesurada—. Cada minuto que pasamos aquí es un riesgo innecesario. Ya no hay tiempo para tus caprichos.

Isabella se detuvo en seco y lo fulmi
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