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Hugo observaba con suficiencia a Calvin desde la entrada del lugar abandonado. El ambiente olía a humedad y metal oxidado, pero el espacio para cerrarse en torno a ellos.

Calvin, con el rostro crispado por el nerviosismo, daba pasos erráticos, tratando de convencerse a sí mismo que la presencia de Hugo en el lugar era irrelevante y que todavía tenía chances de escapar ileso.

—No puedes escapar después de lo que le hiciste a Henry —dijo Hugo con voz firme.

Calvin alzó la vista y soltó una risa burlona, intentando ocultar sus nervios.

—¿De verdad vienes con ese sermón de lealtad? —espetó con desdén, mirándolo con irritación—. Tu lealtad de mierda no sirve de nada si el viejo ya está muerto.

Hugo sonrió de una manera que hizo que un escalofrío desagradable recorriera la espalda de Calvin.

“¿Qué diablos te traes, cabrón imbécil?,” pensó Calvin, inquieto.

Dando un paso hacia él, Calvin frunció el ceño.

—¿Fuiste tú quien congeló las cuentas? —preguntó con molestia.

Hugo se enco
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