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Natalia clavó la mirada en Keiden, con el ceño fruncido y los labios apretados. Sabía que algo no estaba bien.

Él no era de los que se quedaban en silencio sin motivo. Keiden evitaba sus ojos, con las manos tensas a sus costados, como si estuviera sopesando la gravedad de lo que estaba a punto de decir.

—Keiden, por favor, dime qué está pasando —le rogó Natalia, con la voz temblorosa.

Él cerró los ojos por un momento, dejando escapar un suspiro pesado. No quería preocuparla, no en su estado.

—Natalia… no quiero alarmarte innecesariamente —murmuró, aunque su tono de voz era más sombrío de lo que pretendía.

Eso no hizo más que alimentar la ansiedad de Natalia. Sintió que el aire se volvía más denso y el nudo en su garganta crecía con rapidez.

—¡Por Dios, Keiden! —exclamó, con un hilo de histeria en la voz—. Si no me dices qué está pasando, voy a pensar lo peor.

Keiden levantó la mirada, mientras sus ojos reflejaban una mezcla de tensión y tristeza. No había forma de suaviza
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