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El chirrido de las sirenas retumbaba en las calles mientras Isabella pisaba el acelerador con furia, y el corazón le palpitaba desbocado.

Apenas podía ver a través del retrovisor, pero sabía que las patrullas se acercaban. A pocos metros, Calvin también huía, con su rostro desencajado y las manos firmes en el volante.

El destino, caprichoso, los llevó a un viejo almacén abandonado en una parte olvidada de la ciudad. Al verse acorralados, ambos se detuvieron de manera brusca.

Los autos policiales bloquearon las salidas, dejando solo una opción: enfrentarse entre ellos o caer en manos de la ley.

Isabella bajó del auto tambaleándose, el cabello revuelto y los ojos inyectados de rabia. Calvin hizo lo mismo, su expresión estaba cargada de incredulidad al verla allí.

—¡Tú! —gritó Isabella, con los ojos encendidos por la ira—. ¡Maldito traidor! ¡Por tu culpa estoy aquí!

Calvin soltó una risa amarga mientras cojeaba hacia ella.

—¿Mi culpa? —espetó, señalándola con un dedo acusador
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