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Simón tiró el inhalador hacia ella con desprecio. Natalia lo tomó con manos temblorosas, luchando por respirar mientras él la observaba con una mueca de disgusto.

—Isabella se va a quedar aquí —dijo Simón con frialdad, cruzándose de brazos—. Y tú... tú te vas. No tienes nada que hacer en esta casa.

Natalia lo miró con incredulidad, sus ojos grandes y húmedos por la falta de aire y el dolor. Finalmente logró inhalar y, aunque todavía jadeaba, encontró el valor para contestar.

—Esta es... mi casa... —su voz apenas era audible—. Soy tu esposa aún. Merezco… respeto.

Simón soltó una risa corta, cruel.

—¿Mi esposa? ¡Por favor, Natalia! —se inclinó hacia ella con una mirada de desdén y una sonrisa sarcástica—. Jamás fuiste mi mujer. No tienes ningún derecho a pedir respeto.

Natalia sintió cómo un nudo se formaba en su garganta, pero no de pena, sino de rabia. Lo miró fijamente, reuniendo cada pizca de coraje que le quedaba.

—Ya estuvimos juntos... íntimamente —dijo con voz trémula, pero firme.

La sonrisa de Simón se desvaneció al instante. Su rostro se tensó, y su mirada se oscureció con una mezcla de incredulidad y desprecio.

—No vuelvas a repetir esa mentira —gruñó, acercándose peligrosamente a ella—. ¡Sabes bien que eso nunca pasó! ¿Qué intentas ganar con eso, eh? ¡Deja de inventar!

Natalia parpadeó, y las lágrimas finalmente escaparon de sus ojos. No entendía cómo él podía negarlo tan descaradamente.

Esa noche, cuando él estaba borracho, ella le había entregado su virginidad. Lo recordaba perfectamente, aunque él lo hubiera olvidado.

—¿Cómo puedes negar lo que pasó? —susurró, más para sí misma que para él.

—Porque no pasó, Natalia —Simón se frotó las sienes como si estuviera tratando de contenerse de algo peor—. Isabella es una verdadera mujer, no tú. Ella me ha dado lo que tú nunca podrías, y no necesito que me ates con tus mentiras patéticas.

Esas palabras golpearon a Natalia como una bofetada. Sintió que algo en su interior se rompía irreparablemente.

¿Así que la única razón por la que él negaba todo era porque ya había estado con Isabella? El dolor que sintió en ese instante fue insoportable.

Él no solo la despreciaba... la había traicionado.

—Eres despreciable —logró decir entre dientes, aún de rodillas.

Simón rió nuevamente, soltando una carcajada amarga.

—La única despreciable aquí eres tú —respondió con frialdad—. Siempre has sido una cazafortunas. Te casaste conmigo solo por mi dinero, nada más.

Natalia cerró los ojos un segundo, intentando contener el llanto que la ahogaba. ¿Cómo era posible que él no viera la verdad?

Todo lo que ella había hecho, cada sacrificio, cada noche en vela, había sido por amor, no por dinero.

—Te equivocas... —dijo con voz temblorosa—. Nunca quise tu dinero. Te amé desde el principio, Simón... pero fuiste demasiado ciego para verlo.

Simón no respondió de inmediato, y en ese breve silencio, ella sintió cómo su amor por él se desvanecía.

—Limpia el charco de sangre de Isabella —ordenó finalmente Simón, como si no hubiera escuchado nada de lo que ella acababa de decir—. Y cuando termines, lárgate de mi vista.

Natalia, arrodillada, observó las manchas rojas en el suelo mientras frotaba con un trapo húmedo. El dolor la consumía, pero mientras el color carmesí desaparecía bajo sus manos, algo dentro de ella también se desvanecía.

Se había equivocado. Durante todos esos años, había esperado que Simón se diera cuenta de su amor, de lo que ella realmente sentía por él, pero ahora sabía que eso nunca sucedería.

A medida que el suelo quedaba limpio, Natalia sintió que también limpiaba su corazón de ese amor que la había atado durante tanto tiempo.

No más. Simón no merecía ni una lágrima más, aunque estas caían silenciosas sobre el suelo que ella seguía fregando.

Su corazón, antes destrozado, ahora solo se sentía vacío.

—Ya terminé —dijo en un murmullo, levantándose lentamente del suelo.

Simón ni siquiera se molestó en mirarla.

—Bien. Lárgate ya —su voz era fría, distante.

Natalia lo observó un segundo más, esperando que algo en él cambiara, que hubiera una chispa de arrepentimiento, pero no había nada. Finalmente, dio media vuelta y salió de la sala sin mirar atrás.

Mientras recorría la habitación donde había dormido sola durante dos años, Natalia sintió una nueva resolución creciendo dentro de ella. Ya no le importaba lo que Simón pensara, ni lo que Isabella tramara.

Por primera vez en mucho tiempo, se sentía libre.

Su amor por Simón había desaparecido, tal como las manchas de sangre del suelo que había limpiado con tanto esmero.

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