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Natalia escuchaba las risas y los murmullos provenientes de la sala. Le parecía increíble que, después de todo lo que acababa de pasar, hubiera algo que celebrar. 

Bajó las escaleras lentamente, todavía con el peso de la humillación a cuestas, pero sintiendo una creciente determinación.

Al llegar, vio a la madre de Simón y a la tía Cristina, ambas rodeando a Isabella con sonrisas resplandecientes, como si hubieran recibido a una estrella de cine. 

Todas reían y conversaban alegremente, pero cuando notaron la presencia de Natalia, sus sonrisas se desvanecieron al instante.

—Miren quién decidió aparecer —dijo la madre de Simón con una sonrisa venenosa—. La desvergonzada de Natalia.

—La desvergonzada aquí no soy yo —respondió Natalia, su voz era temblorosa pero firme—. Es esa mujer —señaló a Isabella—, la amante de mi marido. ¿Cómo pueden tenerla aquí como si fuera una invitada de honor?

La madre de Simón bufó, cruzándose de brazos mientras la tía asintió con una expresión severa.

—La única desvergonzada eres tú —replicó Nelly, la madre de Simón, con tono gélido—. Te casaste con mi hijo a base de mentiras y engaños. Isabella jamás te habría dejado tomar su lugar en el altar si no la hubieras traicionado de esa forma tan horrenda.

Natalia sintió una rabia creciente que le quemaba el pecho. 

Ya estaba cansada de repetir la misma historia, una que nadie parecía querer creer. Isabella había orquestado todo, pidiéndole ayuda y luego traicionándola. Pero, como siempre, Natalia quedó como la villana.

—¿Hasta cuándo seguirán creyendo en sus mentiras? —soltó Natalia con frustración—. Isabella fue la que me pidió ayuda porque quería huir con un antiguo amor. ¡Fue todo una trampa!

—¡Cállate ya! —la voz de Simón tronó desde la puerta, donde estaba apoyado observándola con desdén—. Vuelve a tu alcoba, Natalia. No quiero verte aquí abajo. 

—¿Qué? —Natalia lo miró, incrédula—. ¿Ahora también me vas a echar de mi propia casa?

Simón dio un paso adelante, con su rostro sombrío.

—Te advertí que no te quería aquí —siseó molesto, apretando los puños—. Si insistes en quedarte, te echaré a la calle como un perro sarnoso. No me obligues a hacerlo.

Natalia sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Era invierno, y estaba haciendo demasiado frío. ¿No le importaba si se congelaba?

—Está nevando, Simón... —respondió, intentando controlar el temblor en su voz—. No puedes hacerme esto.

—Ese no es mi problema —contestó fríamente—. Comportarte o vete. Y no olvides disculparte con Isabella por romperle la nariz.

Natalia dejó escapar un suspiro de incredulidad.

—¿Disculparme con esa perra mentirosa? —espetó, apretando los puños.

La bofetada de Simón fue tan rápida que no tuvo tiempo de reaccionar. El golpe resonó en la sala, y la humillación ardió más que el dolor. 

Natalia se quedó paralizada un segundo, sintiendo las miradas de todos sobre ella, pero entonces, algo cambió dentro de su pecho. El nudo en su garganta se deshizo y, en su lugar, una oleada de resolución la inundó.

—Está bien, Simón —dijo, alzando la cabeza, con la mejilla todavía ardiendo—. Ya no tienes que preocuparte. Mañana mismo nos divorciamos.

Un silencio sepulcral cayó sobre la sala. Las bocas abiertas y las miradas incrédulas llenaban el espacio. 

Todos sabían cuánto había amado Natalia a Simón durante años, cómo había soportado cada humillación esperando que algún día él la viera realmente. Pero ahora, ese amor se estaba esfumando.

Simón la miró con una mezcla de sorpresa y desprecio.

—¿Estás segura de lo que dices? —le preguntó con un siseo amenazante—. Porque cuando estemos en el juzgado, no habrá vuelta atrás.

—Nunca volvería a ti —contestó Natalia, sus palabras estaban cargadas de una firmeza que nunca antes había sentido—. Ya no eres digno de eso.

Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, con la cabeza alta y la dignidad restaurada. Justo cuando estaba a punto de salir al jardín para tomar un respiro de aire frío, escuchó a Simón murmurando entre dientes.

—Está bien. ¡Espero que no te arrepientas después!

Natalia no respondió. Sabía, con cada fibra de su ser, que nunca se arrepentiría de dejarlo. 

Natalia se dejó caer en el banco del jardín, sintiendo cómo el frío viento invernal le cortaba las mejillas aún enrojecidas por la bofetada. A pesar de la valentía que había mostrado frente a todos, ahora que estaba sola, no pudo evitar que las lágrimas fluyeran. 

Se había mantenido fuerte, pero la realidad la golpeaba con toda su fuerza: llevaba años amando a Simón, un amor que ahora debía arrancarse del corazón.

“¿Cómo se supera un amor de tantos años?”, pensó, cubriéndose el rostro con las manos.

Las lágrimas caían sobre sus palmas temblorosas, y cada sollozo la hacía sentir más vulnerable. 

¿Cómo seguir adelante cuando todo lo que habías soñado se desmorona frente a ti? 

Había soportado dos años de maltratos, de humillaciones, con la esperanza de que él cambiara, de que algún día la mirara con amor. Pero ese día nunca llegó.

“¿Por qué fui tan estúpida?”, se reprendía una y otra vez. “Debería haberme ido antes, debería haberlo dejado todo cuando aún tenía algo de dignidad.”

Ahora, el dolor la aplastaba, y aunque había dado un paso valiente hacia el divorcio, no podía evitar sentir el vacío que quedaba en su pecho. 

Simón había sido su vida, su esperanza, y ahora, al decidir dejarlo, sentía que había perdido una parte de sí misma.

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